Nuestra Señora de Oropa


Virgen María

Oropa

Homilía

María, tenemos necesidad de ti.

Juan Pablo II - 16 julio 1989.

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Homilía de Juan Pablo II

"Sí, oímos hablar del Arca en Efratá, y la encontramos en los campos de Jaar".
(Sal 131/132,6).

Estas palabras, queridos hermanos, la Liturgia las pone hoy sobre nuestros labios. En ellas, el salmista habla del Arca de la Alianza donde eran custodiadas las Tablas de la Ley, entregadas por Dios a Moisés. Oportunamente, la Iglesia en esta solemnidad mariana que estamos celebrando (Virgen del Carmelo) aplica a la Virgen el símbolo del arca: a María, que ha custodiado en su seno el Verbo encarnado, aquel Verbo que no vino a abolir la Ley sino a llevarla a su cumplimiento (cfr. Mt 5,17); a María, de quien su cuerpo, su mente, el corazón, son "Templo" del Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo que nos hace comprender y vivir la ley divina.

Como el Salmista, que con regocijo anuncia haber encontrado el Arca del Señor "en Efratá", "en los campos de Jaar", así también nosotros, regocijados, proclamamos hoy haber encontrado a María, el Arca de la Nueva Alianza, aquí, en su bello y antiquísimo Santuario de Oropa.
"El Señor ha escogido a Sión - continúa el salmo -, lo ha querido para su morada". El Señor ha escogido a Oropa - podemos agregar -, la ha querido como morada de María; y en María y por medio de María ella quiere habitar en modo especial aquí en este Santuario.

Entramos, pues, en esta morada de Dios, siguiendo el ejemplo de las comitivas de numerosos fieles que desde hace tantos siglos se dirigen hasta aquí. Entramos en este lugar predilecto de Dios y de María y nos inclinamos en devota adoración delante a la infinita Majestad Divina, que se complace, por intercesión de María, de hacer descender en modo especial su misericordia en este lugar santo, y de irradiar siempre desde aquí nuevos ardores de gracia que iluminan las mentes acerca de la verdad que los salva, refuerzan las voluntades en el cumplimiento de los mandamientos divinos, saldan la comunión de los hombres entre ellos con Dios.
También nosotros hoy, como el Rey David en torno a su pueblo, exultamos, agradeciendo al Señor por habernos legado este Santuario, larguísima y riquísima historia de devoción y piedad entretejida alrededor de este templo, que resuena benéficamente sobre toda la región circundante. Le agradecemos por habernos dejado a María.
Y agradecemos también a María, por haberse complacido en manifestarse aquí, no sólo a los corazones iluminados por la fe, sino también a aquéllos que "en la búsqueda" advertían en sí mismos la necesidad de una conversión radical. ¡Cuántas personas han encontrado entre los muros de este Santuario la dicha y la paz del encuentro con Dios! En los ojos de la Madre han leído la palabra decisiva que disolvió las nieblas de la duda y les dio el suplemento necesario de gracia a las voluntades vacilantes. Aquí, al pie de la Madre, han encontrado la fuerza para renunciar a las sugestiones del mal, para abrazar sin reservas las indicaciones exigentes, pero al mismo tiempo liberadoras, del Evangelio.

Los Santuarios marianos son, por su naturaleza, centros de irradiación del Cristianismo, destinados a la reconciliación de los fieles y a difundir la fe. Por lo tanto, es un deber que todos aquellos que se encuentran aquí en oración se impongan la pregunta que el Obispo de la diócesis, el querido Monseñor Giustetti, ha dirigido a sí y a ustedes en su carta pastoral el año pasado: ¿"Nuestras comunidades - se pregunta - están compuestas de adultos de verdad creyentes y llenos de coraje en la fe? ¿No es acaso prevalecedor el número de jóvenes y de adultos llamados "Alejados"? ¿Los dejamos a su suerte y deducimos un estímulo más fuerte a un comportamiento misionario? Son cuestiones fundamentales, queridos hermanos, son cuestiones urgentes, de las cuales cada cristiano responsable debe sentirse llamado. Yo también por esto les digo: Tomen conciencia de la altura de sus vocaciones y de los deberes de cada uno. Ninguno es cristiano solo por sí mismo. Dios nos dio el don de la fe para que demos testimonio, con la palabra y con la vida, frente de los demás hermanos.

¡Empéñense, por lo tanto, en ahondar de la misma devoción a este Santuario en una siempre renovada iniciativa misionera! ¡Háganlo de modo que la luz que María les concede en este lugar, no colme tan sólo sus almas de varios modos gratificantes, sino también que se expanda e ilumine también a los "alejados"! Pidan aquí a María esta abundancia, esta vitalidad de nuestra fe. El amor y la misericordia hacia los hermanos, por una parte, y la conciencia de su responsabilidad en sus conflictos, por otra, deben crear en ustedes una especie de inquietud santa que los empuje a una continua búsqueda de modos y de medios más adecuados para comunicar, también a ellos, aquella luz que Dios les permite gozar, por medio de María, en este Santuario.

"He aquí la morada de Dios con los hombres! El habitará entre ellos" (Ap 21,3)

He aquí la morada de Dios con los hombres! El habitara entre ellos" (Ap21,3) El hombre lleva dentro de sí una necesidad arraigada imperiosa. En el fondo, cada hombre - lo sepa o no lo sepa - desea habitar allá donde habita Dios. ¡Cuántas veces la Escritura presenta y exalta este deseo del corazón religioso, de "habitar en la casa del Señor"!
¿Y nuestra eterna beatitud no consiste acaso en habitar en Dios? Habitar allá donde está Dios "secará cada lágrima de sus ojos", tanto, que "no habrá más muerte, ni luto, ni lamento, ni afán, porque las cosas de antes ya pasaron" (Ap 21,4)
Pero en cierta medida, ya sobre esta tierra aquello sucede por medio de la fe: El Dios trascendental se vuelve de algún modo "inseparable" del corazón y de la conciencia del hombre que cree. Aquello sucede sobre todo mediante el Sacramento de la Eucaristía, en el cual la presencia de Dios entre nosotros y en nosotros adquiere la dimensión real del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
¿Cómo no comprender, entonces, el deseo de habitar junto al lugar en el cual habita Dios, de manera que la casa del hombre sea una con el Templo, con la "casa de Dios"? ¿Y cómo no encontrar justo el hecho de buscar a toda costa tal deseo?
Y es propio aquello que desde siglos se hace en éste, como en otros Santuarios: ofrecer hospitalidad a los peregrinos deseosos de habitar en la "casa de Dios". Aquello emana, de modo lógico y espontáneo, de una espiritualidad cristiana intensamente vivida. Se explica entonces cómo el empeño que la Comunidad eclesiástica biellese ha difundido siempre la autenticidad y evidencias de las obras de este lugar de culto que las generaciones cristianas del pasado han concebido y querido como "domus Mariae". Y en la íntima naturaleza de la fe cristiana suscitar obras y estructuras de carácter humano y social que mantengan con esta fe un lazo vital sin el cual se alejarían de su fin y perderían el ardor que las sustenta.

Y entrando, le dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.".

Estoy aquí para saludar a la Virgen y para saludarlos a ustedes. Saludemos todos juntos a María con estas palabras gentiles y profundas del Ángel Gabriel.
Inclinémonos delante a nuestra Madre. Detengámonos delante de su imagen venerada como muestra de recogimiento. Contemplemos en su purísima belleza, los espejos inmaculados de la Belleza divina.
Démosle gracias por su presencia entre nosotros, por sus oraciones y por sus cuidados maternales premurosos. Sintámonos profundamente felices bajo su mirada. A esta dicha nos llama la estupenda leyenda impresa en la fachada de la Basílica antigua: "O quam beatus, o Beata, quem viderint oculi tui": "Oh, de verdad es beato, o Virgen Beata, aquel sobre el cual se posan tus ojos". "Heme aquí - nos dice María, - soy la sierva del Señor" (Lc 1,38). Virgen Santísima, queremos servir a Dios contigo y como tú. ¡Así sea!".