Medita sobre las acciones de San José
Meditaciones extraídas de los escritos De Alfonso María De Ligorio
Consideremos los dulces diálogos entre María y José durante este viaje. Quizás hablaron de la misericordia de Dios, que mandaba a su Hijo para redimir a la humanidad y del amor del Hijo al venir a este valle de lágrimas para reparar los pecados humanos.
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EL VIAJE A BELÉN
Consideremos la pena de José, la noche en la que nace el Verbo Divino, al verse expulsado de Belén junto a María: así que se vieron en la necesidad de refugiarse en un establo. Qué sufrimiento debió pasar José al ver a su santa esposa, jovencita de quince años, encinta, próxima al parto, temblar de frío en aquella gruta húmeda y expuesta al aire. Pero, luego, cuánta sería su consolación cuando María lo llamara diciendo: "Ven, José, ven a adorar a nuestro hijo recién nacido. Mira qué hermoso. Contempla al Rey del mundo en un pesebre sobre l heno. Tirita de frío, pero arden de amor los serafines: llora, pero es la alegría del paraíso".
Ahora consideremos cuánto fue el amor y la ternura de José cuando vio, con sus propios ojos, al Hijo de Dios hecho niño, y al mismo tiempo, oyó a los ángeles cantar alrededor de su recién nacido Señor, mientras la gruta se llena de luz. Entonces, arrodillándose y llorando de alegría, dijo: "Te adoro mi Dios y Señor. Qué gran alegría es la mía: ser el primero en verte, y saber que, en el mundo, quieres ser llamado y estimado hijo mío. Deja que, desde ahora te llame y te diga "Dios mío, hijo mío, me consagro a tí. Mi vida ya no será la misma, pues es toda tuya y la viviré sólo para servirte, mi Señor".
La alegría de José, aquella noche, aumentó aún más cuando vio llegar a los pastores, llamados por el ángel para ver a su nacido Salvador. Y, más adelante, hasta los Reyes Magos vinieron desde oriente a reverenciar al Rey del cielo que bajó a la tierra para salvar a sus criaturas.
EL VIAJE A EGIPTO
Los Reyes Magos habían informado a Herodes que el Rey de los judíos ya había nacido. Entonces el bárbaro soberano ordena que fuesen asesinados todos los niños nacidos en Belén y sus alrededores. Dios, para salvar a su Hijo de la muerte, mandó un ángel a decir a José que tomara al niño y a su madre para huír a Egipto.
Consideremos la rápida obediencia de José, el cual, aunque el ángel no le precisó cuando debía partir, sin preguntar sobre el tiempo y el modo del viaje, y sin saber a qué lugar de Egipto debía ir, parte de inmediato. Avisa a maría y, como escribe Gerson, en la misma noche, recoge los pobres instrumentos de su oficio que debían luego servirle en Egipto para mantener a su pobre familia y parte junto a su esposa María.
Van a Egipto solos, sin un guía, afrontando un viaje muy largo, por caminos difíciles, atravesando montes y desiertos. Imaginemos el sufrimiento de José durante este viaje, al ver padecer, en la cara de su esposa, no acostumbrada a caminar con su querido niño en brazos, un rato él, un rato ella, con el temor de encontrarse en cualquier momento a los soldados de Herodes, en el periodo más duro del invierno, con lluvia, viento y nieve. Largo el viaje para alimentarse no había más que un trozo de pan traído de casa, o aceptado como limosna. De noche debían dormir en cualquier humilde tugurio, o a la intemperie bajo cualquier árbol
Ciertamente José se había adaptado a la voluntad del Padre eterno, que quería que, desde niño, su Hijo comenzase a sufrir en reparación por los pecados de los hombres. El corazón de José, lleno de amor, no podía dejar de sufrir al verlo temblar y llorar de frío y las demás incomodidades que experimentaba.
Consideremos, finalmente, cuánto sufrió José durante los siete años vividos en Egipto, en medio de gente idólatra, extranjera y desconocida. No tenía parientes ni amigos que pudiesen ayudarlo. Por eso, San Bernardo, decía que el Santo Patriarca, para sostener a su santa esposa y a su divino niño, proveyó de alimento a hombre y animales y se vio obligado a fatigarse día y noche.
LA VIDA DE JOSÉ JUNTO A JESÚS
Jesús, tras su reencuentro en el templo con María y José, volvió con ellos a casa de Nazaret, y vivió con José hasta su muerte, obedeciéndole como padre.
Consideremos la vida santa que José llevó en compañía de Jesús y de María. En aquella familia no se preocupaban más que de dar gloria a Dios: sus únicos pensamientos y deseos eran complacer a Dios: sus únicos argumentos eran referentes al amor que los hombres deben a Dios y que Dios trae a los hombres, especialmente al haber enviado a la tierra a su Hijo único y morir en un mar de dolores y desprecios para la salvación de la humanidad.
Con cuantas lágrimas, María y José, que conocían perfectamente las divinas Escrituras, habrían hablado, en presencia de Jesús, de su penosa pasión y muerte. Con cuanta ternura habrían conversado de su Predilecto, del cual Isaías se había referido como el hombre de dolores. Él, hermoso como era, sería flagelado y maltratado hasta parecer un leproso lleno de llagas y heridas. Pero su amdo hijo lo sufriría todo con paciencia, sin ni siquiera abrir la boca ni lamentarse por tantas penas y, como un cordero, se dejaría llevar a la muerte: y finalmente habría acabado la vida a fuerza de tormentos, colgado de un leño infame entre dos ladrones. Consideremos los sentimientos de dolor y de amor que, en los diálogos con María, debía experimentar el corazón de José.
EL AMOR DE JOSÉ POR MARÍA Y JESÚS
Consideremos, ante todo, el amor que José sintió por su santa esposa. Ella era la mujer más hermosa que jamás existió. Era la más humilde, la más bondadosa, la más pura, obediente y enamorada de Dios que jamás existió sobre la tierra y entre los ángeles del cielo. Por tanto, merecía todo el amor de José, que era amante de la virtud. Se añade el amor con que él se sentía amado por María, a quien prefirió por esposa ante cualquier otra criaturas. Él la consideraba como la Predilecta de Dios, elegida por Él para ser madre de su unigénito. Imaginemos cual debió ser el afecto que el justo y grato corazón de José alimentaba hacia su amable esposa.
Consideremos el amor de José por Jesús. Al confiar a nuestro santo el encargo de padre adoptivo de Jesús, Dios ciertamente le infundió en el corazón un amor de padre. Pero el amor de José por Jesús, hijo amabilísimo, y a la vez Dios, no fue sólo humano, como el de los demás padres. Fue un amor "sobrehumano", porque en la misma persona de Jesús, él veía a su hijo y a su Dios. José sabía perfectamente, por la revelación del ángel, que el niño que vivía con él era el Verbo Divino, hecho hombre por amor a los hombres, especialmente por el amor hacia ellos. Sabía que Él mismo lo había elegido como custodio de su vida y quería ser llamado hijo suyo.
Imaginemos qué incendio de santo amor debía arder en el corazón de José al considera todo esto: ver a Su Señor que, como un aprendiz, lo servía abriendo y cerrando el taller, ayudándole a cortar la leña, a manejar el cepillo y el hacha, a barrer las virutas y a ayudar en casa. En resumen, le obedecía en todo lo que se le ordenaba.
LA MUERTE DE JOSÉ
Consideremos cómo San José, tras haber servido fielmente a Jesús y a María, llegado el fin de la vida en la casa de Nazaret, rodeado por los ángeles y asistido por el Rey de los ángeles, Jesús, y por María, su esposa, puestos uno a cada lado de su cama, con tan dulce y noble compañía, con una paz de paraíso, salió de esta vida mortal.
La muerte de José fue recompensada con la más dulce presencia de la esposa y del Redentor, que se dignaba llamarse hijo suyo. ¿Cómo podía la muerte ser amarga para él, que murió entre los brazos de la vida? ¿Quién podrá explicar jamás o comprender las sublimes dulzuras, las consolaciones, las esperanzas, los actos de resignación, las llamas de caridad, que las palabras de vida eterna de Jesús y María suscitaban entonces en el corazón de José?.
La muerte de nuestro santo fue plácida y serena, sin angustias ni temores, porque su vida fue siempre santa. No puede ser así la muerte de quien durante un tiempo ha ofendido a Dios y merecido el infierno. Sin embargo, grande será entonces el descanso para quien se pone bajo la protección de San José. Él, que en vida había mandado a Dios, ciertamente sabrá mandar a los demonios, alejándoles e impidiéndoles tentar a sus devotos en el momento de la muerte. Bienaventurada el alma que es asistida por este válido abogado. Él, que había librado del peligro de muerte a Jesús niño, trasladándolo a Egipto y que, en su agonía ha sido asistido por Jesús y por María, tiene el privilegio de ser el protector de la buena muerte y de liberar de la muerte eterna a sus devotos moribundos.
LA GLORIA DE SAN JOSÉ
La gloria que Dios regala, en el cielo, a sus santos, corresponde a la santidad con la que ellos han vivido en la tierra. Y la santidad de San José, se resume en estas palabras del Evangelio: "José, su esposo, era un hombre justo" Mt 1, 19. Hombre justo significa que posee todas las virtudes; a quien le falta una sola virtud, no se le puede llamar justo. Si el Espíritu Santo llamó "justo" a José cuando se desposó con María, consideremos cuanta abundancia de amor divino y de todas las virtudes recabó nuestro Santo por los diálogos y contínua convivencia con su santa esposa, que le daba un ejemplo perfecto en todas sus virtudes. Si la sola voz de María bastó para santificar a Juan Bautista y llenar a Isabel de Espíritu Santo, ¿Qué grado de santidad alcanzará la hermosa esposa de José mediante la compañía y familiaridad que Él, durante alrededor de treinta años tuvo con María?.
Debemos suponer en José un aumento de virtudes y de méritos, sobre todo, por haber vivido treinta años en contacto con la santidad misma, es decir, con Jesús, a quien mantuvo, sirvió y asistió en la tierra. Si Dios promete un premio a quien da, por amor, un sencillo vaso de agua a un pobre, pensemos en qué gloria habrá dado en el cielo a José, quien lo salvó de manos de Herodes, le procuró alimento y vestido, lo llevó con frecuencia en brazos y lo educó con tanto afecto. La vida de José, estando junto a Jesús y María, era una continua oración, rica en actos de fe, de confianza, de amor, de resignación y de ofrenda.
Si el premio corresponde a los méritos de la vida, pensemos en cuál será la gloria de José en el paraíso. San Agustín compara a los demás santos con las estrellas, pero a San José con el sol. Y según el padre Suárez, después de María, supera en mérito y gloria a los demás santos. El venerable Bernardino de Bustis deduce que, San José, en el cielo manda, a Jesús y a María, cuando quiere alcanzar una gracia para sus devotos.