La pasión de Jesús

Pasión

Emmerick

Ana Catalina Emmerick

Para calmar a la muchedumbre como un castigo que la apiadara, Pilatos dio la orden de flagelar a Jesús según la usanza romana. Entre el tumulto y el furor popular Jesús fue conducido a la plaza por los esbirros.

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CAPÍTOLO IV

La horrible flagelación

Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del puesto de guardia, había una columna de azotes. Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús; llevaban un cinto alrededor del cuerpo y el pecho cubierto de una especie de piel, los brazos desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de ellos ejercían de verdugos en el pretorio. Estos hombres habían ya atado a esta misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron con las cuerdas a pesar de que Él se dejaba conducir sin resistencia; una vez en la columna, lo ataron brutalmente a ella. Esta columna estaba aislada y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto extendiendo el brazo hubiera podido tocar su parte superior. A media altura había insertados anillos y ganchos.

Le arrancaron los vestidos burlescos con los que lo había hecho ataviar Herodes y casi lo tiraron al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras lo trataban de aquella manera, Él no dejó de rezar, y volvió un instante la cabeza hacia su Madre...

Los verdugos le ataron las manos, levantadas en alto, a una de las anillas de arriba y extendieron tanto sus brazos hacia arriba, que sus pies, atados fuertemente a la parte inferior de la columna apenas tocaban el suelo. El Santo de los Santos fue sujetado con violencia a la columna de los malhechores y dos de estos, furiosos, comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. No me es posible describir las atrocidades tremendas aplicadas a Nuestro Señor. Los látigos o varas que usaron primero parecían de madera blanca y flexible, o puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro o blando. Costado, piernas y brazos se veían lacerados bajo los pesados golpes del flagelo. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa tempestad y cubrían sus quejidos llenos de dolor y de plegarias. Gritaban: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!», pues Pilatos seguía parlamentando con el pueblo. Y, antes de que él hablara, una trompeta sonaba en medio del tumulto para pedir silencio. Entonces, se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos.

El pueblo judío se mantenía a cierta distancia de la columna; los soldados romanos ocupaban diferentes puntos, muchas personas iban y venían, silenciosas o profiriendo insultos...Yo vi jóvenes infames, casi desnudos, que preparaban varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino. Algunos agentes del Sumo Sacerdote y el Consejo daban dinero a los verdugos. Les trajeron también un cántaro de una bebida espesa y roja, de la que bebieron hasta embriagarse... Pasado un cuarto de hora, los dos verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros. El cuerpo del Salvador estaba cubierto de manchas negras, azules y coloradas y su sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas a la inocente víctima...

La segunda pareja de verdugos empezó a azotar a Jesús con redoblada violencia. Usaban otro tipo de vara. Eran de espino, con nudos y puntas. Sus golpes rasgaron toda la piel de Jesús, su sangre salpicó a cierta distancia y ellos se mancharon los brazos con ella. La tercera pareja de verdugos se arrojó con mayor violencia sobre el cuerpo martirizado de Jesús. Estos pegaron a Jesús con correas que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah!, ¿con qué palabras podría describirse este terrible y sobrecogedor espectáculo? Sin embargo, su rabia aún no estaba satisfecha; desataron a Jesús y lo ataron de nuevo a la columna, esta vez con la espalda vuelta hacia ella. No pudiéndose sostener, le pasaron cuerdas sobre el pecho, debajo de los brazos y por debajo de las rodillas, y le ataron las manos por detrás de la columna. Su abundante sangre y la piel destrozada cubrían su desnudez. Entonces, se echaron sobre Él como perros furiosos. Uno de ellos le pegaba en la cara con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era una sola llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos arrasados de sangre y parecía que les suplicara misericordia, pero la rabia de ellos se redoblaba y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles.

La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora sin interrupción, cuando un extranjero de la clase inferior, un pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, surgió de la multitud y se precipitó sobre la columna con una hoz en la mano, y gritó indignado: «¡Basta! ¡Deteneos! No podéis azotar a este inocente hasta matarlo.» Los verdugos, borrachos, se detuvieron sorprendidos; él cortó rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna y se escondió en la multitud. Jesús cayó casi sin conocimiento al pie de la columna, sobre el suelo empapado en sangre. Los verdugos lo dejaron allí y se fueron a beber.

Jesús vejado y coronado de espinas.

La coronación de espinas se llevó a cabo en el patio interior del cuerpo de guardia. Había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, esbirros y esclavos, y otros de la misma calaña. La muchedumbre permanecía alrededor del edificio. Pero pronto fueron apartados de allí por los mil soldados romanos.

Le quitaron a Jesús nuevamente la ropa y le colocaron una capa vieja, colorada, de un soldado, que no llegaba a sus rodillas.

La capa se encontraba en un rincón de la habitación y con ello los criminales eran cubiertos después de la flagelación. El Señor fue sentado al centro de la plaza, sobre el tronco de una columna revestida de pedazos de vidrio y piedras.

No se puede describir el tormento de aquella coronación: alrededor de la cabeza de Jesús fue colocada una corona hecha con tres varas de espino bien trenzadas, la mayor parte de las puntas torcidas a propósito hacia adentro. Al amarrar posteriormente la corona a la santa cabeza, los verdugos la apretaron brutalmente de tal modo que las espinas del grosor de un dedo se enterraron en su frente y en la nuca. Después le pusieron una caña en la mano; hicieron todo esto con una gravedad irrisoria, se pusieron de rodillas delante de Él y escenificaron la coronación como si realmente coronasen a un rey.

No contentos, le arrancaron de la mano aquella caña, que debía figurar como cetro de mando y le pegaron con tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador se inundaron de sangre. Sus verdugos, arrodillándose delante de Él le hicieron burla, le escupieron a la cara y le abofetearon, gritándole: "¡Salve, Rey de los judíos!" Su cuerpo era todo una llaga, tanto que caminaba encorvado y chueco. No podría repetir todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. Jesús fue así maltratado por espacio de media hora en medio de la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor del Pretorio.

El Salvador sufría una sed horrible, su lengua estaba retirada, la sangre sagrada, que corría de su cabeza, refrescaba su boca ardiente y entreabierta. El pobre Jesús llegó a las escaleras ante Pilatos, suscitando hasta en este hombre tan cruel un sentido de compasión. El pueblo y los pérfidos sacerdotes lo escarnecían continuamente..

Según las revelaciones de Sor Ana Catalina Emmerick.