Devoción a Jesús

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Primera meditación

"Los laicos encontrarán por medio de esta amable devoción a mi Corazón, paz en sus familias".

Promete, entre otras, a través de este medio, reunir a las familias divididas y ayudar a las que se encuentren en necesidad.
A través de estas palabras nos hace comprender que la verdadera paz viene de Él; de Él y de nosotros al mismo tiempo. Pero entonces, la paz ¿ni es un don?. Lo es, porque Él nos ayuda con intervenciones particulares a empeñar las potencias o capacidad que ha puesto en nosotros para que este don, que es la paz, se verifique.
Las condiciones o potencias son: verdad, justicia, amor y libertad. Éstos son los sentimientos y actitudes que derivan desde el corazón, porque en él, Jesús las ha depositado y en el corazón sólo Jesús puede trabajar. Veamos brevemente cada una de estas potencias.

La verdad
Es fundamental para la paz y ésta sólo será posible si cada individuo, con honestidad, toma conciencia de los propios derechos y deberes hacia los demás.

La justicia
Contribuye a adificar la paz sólo si cada cual respeta no sólo los derechos, sino que se compromete seriamente con los deberes hacia el prójimo.

El amor
Será fermento de paz solamente si la gente siente las necesidades ajenas como propias y comparte con los demás cuanto possee: empezando por los valores del espíritu.

La libertad

alimentará la paz y la hará fructificar si, en la elección de los medios para conseguirla, los individuos siguen las razones y asumen con valor la responsabilidad de las propias acciones.

Si con esfuerzo se consigue aportar estos valores a la vida familiar, hombres y mujeres se harán más responsables de la importancia de su relación con Dios, que es fuente de todo bien y sólido fundamento para su vida individual como social. Comprendemos que la via hacia la paz debe pasar por la defensa y promoción de los derechos fundamentales de la persona: pues toda persona goza no como beneficio de una clase social o del Estado, sino que es una prerrogativa que le pertenece como persona.

En la Encíclica "Pace in terris" del Papa Juan XXlll leemos: "En una convivencia ordenada y fecunda es puesto como fundamento que toda persona humana es persona; una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre, y que está sujeta a derechos y deberes que brotan inmediata y simultáneamente de su misma naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales, inviolables, inalterables".

Al escibir estas palabras el Papa no exponía simples teorías abstractas, sino ideas vastas con consecuencias práctica, como la historia después ha demostrado. En la base está la convicción de que todo ser humano es igual en dignidad; por esta razón la sociedad civil debe adaptar las propias estructuras para favorecer tal verdad. Tras esta encíclica, bien pronto han nacido movimientos pro derechos humano que han agitado, y no poco, el sistema de vida, por ejemplo: la promoción de la libertad ha sido reconocida como componente indispensable del esfuerzo por la paz.

Analizando atentamente las circunstancias se debe reconocer que la paz no es cuestión de estructuras cuánto de personas. Las estructuras como los procedimiento de paz son ciertamente necesarios y afortunadamente presentes, pero ellas son fruto del sufrimiento y de la experiencia acumulada a lo largo de la historia mediante innumerables gestos de paz, de hombres y mujeres que han sabido esperar sin ceder ante el desánimo. Gestos de paz que nacen de personas que, cultivando en el propio ánimo constantes actitudes de paz, fruto de la mente y del corazón, llegan a ser "Operadores de paz".

Gestos de paz que son posible cuando se aprecia la dimensión comunitaria de la vida, con el fin de percibir los refugiados como las consecuencias de ciertos eventos que están en la propia comunidad.
Los gestos de paz crean también una tradición de cultura de paz. La misma religión tiene un papel vital en el suscitar gestos de paz y en consolidar las condiciones de paz. Este papel lo puede ejercer eficazmente cuánto más se concentra sobre lo que le es propio: la apertura a Dios, la enseñanza de una fraternidad universal y la formación de una cultura de solidaridad.

El Santo Padre Juan XXlll era persona que no temía al futuro. Lo ayudaba en esta actitud de optimismo que le invita a la confianza en Dios; el Señor que tiene en la mano los corazones y las inteligencias humanas, y confianza en el hombre. Confianza que le venía del profundo clima de fe en el que había crecido fuerte en el abandono en la providencia, aun en medio de los conflictos de su tiempo y que conocemos muy bien; el Papa jamás ha vacilado en proponer a los líderes de su tiempo, una nueva misión del mismo. Mirándole a él, hemos llegado a empeñarnos en aquellos mismos sentimientos que fueron los suyos.

Confianza en Dios misericordioso y compasivo, que nos llama a la fraternidad; confianza en los hombres y en las mujeres de este tiempo, como en el de los demás, motivo de la imagen impresa igualmente en los ánimos de todos. Partiendo de estos sentimientos, se puede esperar construir un mundo civil y doméstico de paz en la tierra.


Segunda meditación

Jesús ya ha venido y, sin embargo, nosotros lo esperamos aún como los antiguos hijos de Israel. Jesús ha venido en medio de nosostros y a pesar de todo vivimos la experiencia del exilio, "Bien sabiendo que aun viviendo en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor".
Todo el Nuevo Testamento está impregnado de esta espera de Jesús, que debe venir y que parece contínua y permanente. El medio auténtico para prepararnos a la venida gloriosa que se cumplirá al final del mundo, es vivir con la Iglesia, cada año, la serie de misterios vividos por Jesús, por amor a nosostros.

La Navidad se presenta como el punto de partida de nuestra Redención, puesta que ésta tuvo lugar cuando el Redentor, prometido largamente, esperado tras la caída del primer hombre, ha venido al mundo. La Iglesia, repitiendo las palabras de San León, ¿no saluda al día en el que ha nacido jesús como el día nuevo de nuestra redención?.

Navidad para nosostros es el día de nuestra redención: día en el cual se repara lo que se ha roto. En el mismo día de Navidad, por el cual se inició la era de nuestra salvación, la Iglesia honra de modo particularísimo a la Virgen María, la cual nos ha dado, en la persona del Salvador, el fruto bendito de su vientre: el hijo de su virginidad. La Navidad, en efecto, es la fiesta por excelencia de la maternidad divina. Nada podría parecer más legítimo que asegurar a la Virgen María, la siempre inseparable unidad con el Salvador. Podemos decir que la Virgen María es, por convalidar títulos, la personificación del Adviento. En primer lugar, cuando ha llegado la luz, ha preparado la venida del Salvador. Sin duda la Santa Virgen no ha merecido, en sentido estricto del término, la Encarnación de Jesús, pero la Divina Sabiduría había decidido desde la eternidad, no bajar a la tierra antes de haber encontrado un lugar lo suficientemente puro para acoger y proteger los inicios de su morada en medio de los hombres. Ahora la Virgen se ha ofrecido al Señor como tierra virginal cuya belleza sin mancha era la única capaz de atraerla al mundo.

Es verdad que el Verbo, Jesús, se ha preparado a sí mismo su casta morada, pero no hasta tal punto que la Virgen Inmaculada no pudiese corresponder a las atenciones divinas y poder dar, en cuanto que estaba en Ella, a la gracia de Dios que la colmaba, y aquel desarrollo maravilloso de merecer el llegar a ser Madre del Redentor. Es difícil imaginar cómo ha sido la espera de la Virgen, cuando ha concebido en su vientre al hijo que debía dar al mundo para que fuese el Salvador. ¿Qué criatura ha esperado jamás, deseado y preparado el nacimiento del Redentor como la Madre del Redentor?. ¿No es evidente que la Virgen está providencialmente cualificada para introducirnos en el misterio de la Navidad, y hacernos capaces para celebrar con fruto, una fiesta que, en cierto sentido, es la más grande y gloriosa de todas las fiestas?.
Desde un punto a otro del Adviento, estamos situados justamente de manera especialísima, bajo la influencia de la Virgen Madre que, en una conmovedora antífona, al final de cada hora canóniga, saludamos como "Venerable Madre del Redentor", "Alma Redemptoris Mater" y le suplicamos que nos ayude en nuestros esfuerzos de redención de las culpas. En el primer Domingo de Adviento, la Misa se celebra en la Basílica de Santa María la Mayor en Roma, el santuario tan bello y tan vasto erigido en el centro de la catolicidad en honor a la Madre de Dios.

Notamos que desde el inicio del Adviento, la Iglesia se vuelve a la Virgen María en numerosos versos litúrgicos, antífonas y responsorios, que libremente hacen resaltar, con alegre frescor y delicadeza, sus actitudes, en la escena de la Anunciación. Pero naturalmente, la parte de la Virgen María agiganta a medida que nos acercamos a la Natividad del Salvador. Y esto lo podemos imaginar, pensando que entra en la gloria de la maternidad perfectamente consciente de la dignidad del hijo que por su medio dará a luz: el Salvador, habiéndola llamado a este glorioso misterio de la Madre de Dios, no quiere que sea un simple canal de tal gracia, sino un instrumento voluntario que contribuye a la gran obra no sólo con sus excelentes disposiciones, sino también con el libre movimiento de su voluntad, el gran misterio, en efecto, se cumple sólo tras su libre consentimiento. De todos modos, es siempre cosa muy ardua, dificilísimo imaginar, como haya sido la espera de la Virgen para poder abrazar al hijo que el cielo le había dado para que se cumpliera la grandísima Obra de la Redención.

Un momento similar es vivido por la mujar cuando espera al niño; si, porque ella espera la ola de gracia que la ha acompañado durante los nueve meses de espera y cómo ésa ola crece hasta lo inverosimil, cuando se acerca el momento de verlo y abrazarlo...porque finalmente, para la madre es todo. ¿Cómo será mañana?. A la madre, en aquél momento, no le interesa el futuro: sólo le importa que en aquél momento es ssuyo y lo tiene entre sus brazos, mientras las dificultades permanecen para entender que la onda de amor está vivia. Para María está todo claro, clarísimo... nada menos que el hijo de Dios, Dios mismo se le ha dado para darlo a la tierra como don de salvación. Cómo había vivido nueve meses de espera, cómo había transcurrido los años con Él... es un misterio. Quizás lo entendemos algún día, si llegamos a la gloria del Cielo; por ahora no nos queda sino permanecer en silencio adorador, lleno de gratitud y pleno de gracia. Para Ella, en este momento, Dios Hijo está cerca de nosotros, nos mira, nos ama, nos espera. Gracias a Él, gracias a María.