Escritos
Son los pobres, los simples, los humildes, que tienen sed de la palabra de Vida y el agua de la Sabiduría. Al contrario, los hombres mundanos que se embriagan con el cáliz de oro del vicio, los sabelotodos, los consejeros de los poderosos, créanme, no se dejan anunciar el Mensaje divino.
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Escritos por Antonio
Es una gran señal de predestinación el escuchar de buena gana la Palabra de Dios. Como el desterrado, el que busca y siente con placer las noticias procedentes de su tierra, demuestra el querer su patria, así se puede decir que ya tiene el corazón vuelto al Cielo; el cristiano que escucha con interés quién le habla de la Patria celestial".
La oración.
"La oración es una efusión de cariño hacia Dios, un devoto y familiar dialogo con Él, un descanso de la mente iluminada desde el alto que trata de gozar de Él cuanto más es posible. La oración también es el solicitar los bienes temporales necesarios a la vida presente pero los que los piden al Señor con verdadero espíritu cristiano, siempre subordinan la propia a Su voluntad, aun cuando si el rezar los empuja únicamente la necesidad: sólo el Padre celestial sabe qué realmente nos es necesario en el orden temporal. La oración es la acción de gracias, es decir, reconocer los beneficios recibidos y ofrecer en cambio a Dios todas nuestras obras, de manera que nuestra oración sea continua".
La contrición.
"¿Cómo debe ser la contrición por el pecado? Escucha al salmista: "Un espíritu contrito es sacrificio a Dios, un corazón quebrantado y humillado. Dios, tú no desprecias", (Sal 51,19). En estas palabras son indicadas la compunción de espíritu por los pecados, la reconciliación del pecador, la contrición universal por todos los pecados y la humillación continua del pecador arrepentido. El espíritu del penitente, cuando es lacerado y cubierto de heridas, es un holocausto agradable a Dios. Él se reconcilia con el pecador y el pecador con Él."
"Con la gracia es el mismo Espíritu Santo que como un esposo se une al alma que el amor penitente ha purificado. Bodas divinas de la cual nace el cristiano, heredero de la vida eterna. Por tanto podemos decirle al Hijo de Dios: "He nos aquí, nosotros somos tus huesos y tu carne." ¡Señor Jesús, piedad de nuestra debilidad, perdonanos por nuestros pecados! Piedad de nosotros, miembros tuyos, oh Señor; tiendenos la mano fraterna, para que cada día de la vida terrenal sea un paso adelante en nuestro peregrinar hacia la Casa celestial. Haz que nosotros pecadores nos acerquemos a Ti, que Te escuchamos. ¡Dignate a acogernos contigo y confortarnos en la Mesa de la vida eterna!".
La Fe.
"La fe es la virtud principal y quién no cree es parecida a aquellos Judíos que en el desierto se rebelaron a Moisés. Sin la fe no se entra en el reino de Dios, ésta es la vida del alma. EI cristiano es el que, con el ojo del corazón iluminado por la fe, intuye los misterios de Dios y hace pública profesión.
La fe verdadera es acompañada por la caridad. Creer en Dios para el cristiano, no significa nada mas creer que Dios existe y ni siquiera creer que Él es verdadero, significa creer queriendo, creer abandonándose en Dios, uniéndose y conformándose a Él".
La esperanza
"La esperanza es la espera de los bienes futuros... A la desesperación falta la fuerza para progresar porque quien ama el pecado no puede esperar en la gloria futura. Sin embargo se necesita que la esperanza no se convierta en presunción, sino que sea acompañada por el temor, que es principio de sabiduría. Nadie en efecto puede llegar a gustar la dulzura de la sabiduría si primero no prueba la amargura del temor. Hasta que el hombre espera. Dios le concede el perdón, la gracia; si el hombre se arrepiente sus pecados, puede esperar la dulzura del perdón".
El amor.
"Hay un solo amor hacia Dios y el prójimo: es el Espíritu Santo, porque Dios es amor. El amor, San Agustín dice, ha tenido de Dios esta norma: que nosotros amemos de todo corazón Dios por Él mismo y al prójimo como a nosotros mismos; es decir por el mismo objetivo y por el mismo motivo por el cual amamos a nosotros mismos, por lo tanto en el bien.
¡Como es grande el amor de Dios por nosotros! Él nos manda a su Hijo unigénito para que nosotros Lo amemos, sin el cual, vivir es morir ya que quien no ama permanece en la muerte. Si Dios nos ha amado tanto de darnos a su Hijo predilecto, por el cual todo ha sido hecho, también nosotros tenemos que amarnos los unos a los otros".
"Tenemos que creer firmemente y abiertamente confesar que el mismo cuerpo que nació de la Virgen, fue colgado en la cruz, yació en el sepulcro, resucitó el tercer día, subió a la derecha del Padre, es el mismo cuerpo dado por Jesús como alimento a los Apóstoles y el mismo que la Iglesia consagra cada día y les distribuye a los fieles.
Sobre el altar, bajo las señales del pan y el vino, esta presente Jesús mismo, revestido de la humana carne con la que se ofreció al Padre divino y también ahora se ofrece cotidianamente. Quien lo recibe es colmado de todo bien: las tentaciones son apagadas, las amarguras se cambian en alegrías y la piedad encuentra su alimento".
La Cruz.
"EI cristiano debe apoyarse a la Cruz de Cristo como el viajante se apoya al bastón cuando emprende un largo viaje. Tiene que tener bien imprimida en la mente y en el corazón la Pasión de Cristo porque solamente de tal manantial deriva la palabra de la vida y la paz, de la gracia y de la verdad. ¡Dirijamos nuestros ojos a Jesús, al Señor nuestro clavado a la Cruz de salvación! Crucifiquemos nuestra carne a su Cruz mortificando nuestros sentidos; lloremos por las iniquidades que hemos cometido y por aquellas de nuestro prójimo".
El alma.
"En contacto con el Espíritu Santo el alma pierde poco a poco sus manchas, la frialdad, la dureza y se transforma toda en el fuego que la quema; el Espíritu Santo, en efecto, es inspirado en el hombre para infundirle su semejanza, por cuánto es posible. Bajo su acción el hombre se purifica, se calienta, llega al amor de Dios, como dice el apóstol: "El amor divino ha sido derramado en nuestros corazones, a través del Espíritu Santo que nos ha sido dado" Rm 5,5). Sí, el alma del justo, en la cual el Espíritu Santo habita con sus dones inefables, se vuelve fragante de divinidad como una habitación en la que se mantiene un bálsamo precioso".
La luz del mundo.
"¡Vosotros sois la luz del mundo! El sol es fuente de calor y de luz. Ahora bien, como de su Manantial, así de los testimonios de Cristo deben brotar vida y doctrina a beneficio de los otros. Sea ardiente de caridad tu vida, sea clara tu doctrina. El cristal, golpeado por los rayos del sol, los refleja. Así el creyente, iluminado por el fulgor de Cristo debe emitir chispas de palabras y de ejemplos y encender al prójimo."
Alma mia.
"Oh alma cristiana, si eres fiel en las pruebas terrenas, un día contemplarás lo que jamás el ojo humano vió. Nos dice la escritura: "Ni ojo vió, ni oído oyó, ni mente alguna ha podido comprender los que Dios tiene preparado para los que le buscan confiadamente". Entonces satisfarás tu vista, porqué verás a Aquél que todo lo ve. Tu corazón se hinchará de infalibles alegrías. ¡Grande es tu dulzura, oh Dios! Ahora como peregrinos del Cielo, podamos apoyar la cabeza sobre la piedra que es la constancia en la fe... pero un dia reclinaremos nuestra cabeza sobre el pecho de Jesús, como San Juan Apostol en la Ultima Cena.
Cuanto grande es tu dulzura, Oh Señor! Tu la tienes escondida para aquellos que te honramos. Ahora nos la escondes para que la busquemos con más afán, la busquemos y la encontremos, y amándola, la gocemos eternamente!".
La humildad.
El Santo pone a la humildad, como raiz y madre de todas las virtudes. La humildad lleva al hombre a conocerse a sí mismo y a Dios. Al igual que el fuego reduce a cenizas y baja las cosas altas, la humildad obliga al soberbio a plegarse y a humillarse, repitiendo las palabras del libro de Génesis: "Eres polvo y al polvo volverás" (3,19).
El verdadero humilde se considera un gusano, un hijo de gusano y podredumbre. El desprecio de sí (contemptus sui) es la principal virtud del hombre justo, con la cual él como lombriz de tierra se contrae y se alarga para alcanzar los bienes celestiales. La soberbia es el más grave pecado ante Dios y la humildad la más noble de las virtudes. Ésta soporta con modestia las cosas innobles y deshonestas y es ayudada por la gracia divina.
La humildad está comparada a una flor, porque como una flor posee la belleza del color, la suavidad del perfume y la esperanza del fruto. "Cuando veo una flor - observa San Antonio - espero en el fruto, así como cuando veo un humilde, yo espero en su beatitud celestial".
El Santo coloca en el corazón la sede de la virtud de la humildad. Del mismo modo en que el corazón regula la vida del cuerpo, la humildad preside la vida del alma. Igual que el corazón es el primer órgano que vive y el último que abandona la existencia, así la virtud de la humildad muere junto a él. Si el músculo cardíaco no puede soportar ni un dolor ni una grave enfermedad para no comprometer la vida de los demás órganos, la virtud de la humildad no puede ni lamentarse de las ofensas recibidas ni molestarse por el bienestar de demás, porque si ésta falta se arruina el edificio de las demás virtudes.
El avance del hombre en el camino de la perfeccion es proporcionado a su humillacion, ya que cada hombre que se enaltece sera humillado y quien se humilla sera enaltecido. En Antonio está viva la preocupación de "empequeñecerse", de poner a la sombra sus méritos y sacar a la luz sus defectos, por precaver cualquier ataque de soberbia.
"Tú, ceniza y polvo, ¿De qué te vanaglorias? ¿De la santidad de la vida? Pero es el espíritu el que santifica; no el tuyo, sino el de Dios. ¿Quizás te infunde placer el elogio que el pueblo reserva a tus discursos? Pero es el Señor quien concede el don de la elocuencia y la sabiduría. ¿Qué cosa es tu lengua, si no una pluma en manos de un escribano?". Si un adulador te dice: "Eres experto y sabes muchas cosas", es como si te dijera: "Eres un endemoniado" (los griegos llaman daimonion a un profundo conocedor de las cosas). Tú debes responderles con Cristo: "No estoy endemoniado", porque de mí mismo no sé nada y nada bueno hay en mí; glorifico a mi Dios, le atribuyo todas las cosas y le doy gloria. Él es el principio de toda sabiduría y de toda ciencia". El hombre virtuoso "junto con las cosas bellas que hace, considera los defectos para su humillación; y el no saber vencerlos, a pesar de su pequeñez, es para él un continuo reproche para vivir en la humildad".
La Obediencia.
La obediencia está íntimamente ligada a la humildad, como su más inmediato descendiente. Si el corazon es humilde, los sentidos del cuerpo son obedientes. De la humildad nace la obediencia. La obediencia, escribe el Santo, enaltece al hombre por encima de sí mismo y le ilumina el camino de la santidad, aunque si entre sus dotes la obediencia debe incluir la de ser "ciega". La ceguera se refiere más bien a la actitud de la voluntad ante la orden del superior; pero los ojos cerrados a la propia voluntad, observa Antonio con singular intuición, se abren por gracia divina a las visiones del cielo: "No lograrás ver nunca si no eres obediente. Si serás sordo a la voz de quien manda serás también ciego. Obedece pues con el afecto del corazón para poder ver a la luz de la contemplación".
La Caridad.
La vida del cristiano, observa poéticamente el Santo, se desarrolla en la tierra como se abre majestuoso el arco iris de un punto al otro del cielo. Son varios los colores del iris, pero en él predominan el rojo fuego y el cerúleo. De igual modo la vida del buen cristiano se colorea de virtudes que se fundan envueltas e iluminadas por la fulgurante llama del amor de Dios y del amor del prójimo. El amor debe estar acompañado de todas las virtudes ya que, apunta San Antonio con una imagen doméstica, "como es pobre y desprovista la mesa sin el pan, así son las virtudes sin el amor".
La Pobreza.
Antonio exalta la importancia de la pobreza en la vida espiritual. Él aspira sobre todo a la pobreza absoluta, vivida con tanto impulso personal por los primeros hijos del Poverello de Asís. Con la pobreza él pretendía calcar literalmente las huellas de Cristo. La pobreza es sólo la vía que conduce a Cristo, una participación a su reino.
La pobreza posee valor de salvación para el hombre. Es la vía hacia la salvación, más aún, es la vía que lo conduce a la participación en la obra redentora del propio Cristo. Es ésta la pobreza que había impresionado la imaginación y atraído el corazón de Antonio desde que había visto los hijos del Poverello de Asís pedir limosna a las puertas del monasterio de Coimbra, donde entonces residía como canónigo agustiniano. Aquel vivir al día del trabajo y de la caridad, aquel no poseer nada, ni en forma individual ni en común, se alejaba sin lugar a dudas de la disciplina de las antiguas órdenes monásticas y representaba un escalón más alto dentro de la escala de la perfección moral.
La pobreza es la verdadera riqueza, custodia y genera la humildad, es la fuente de alegría espiritual; la pobreza libera de los deseos que atan al hombre a las cosas. Y de liberación en liberación, la pobreza conduce al hombre a la gloria del cielo, donde él se hunde en el misterio inefable de la divinidad.
San Antonio siguió siendo fiel a su amor por la pobreza hasta la muerte. Pasó sus últimos días en Camposampiero, huésped del conde Tiso, feudatario del lugar, pero no en una habitación cualquiera de su rico castillo sino en la soledad de una celda pénsil preparada sobre un nogal secular que le recordaba las míseras cabañas de la ermita de Montepaolo.
Poco antes de morir, absorto en la escritura de sus Sermones festivos, el Santo se permitió escapar un lamento sobre la repugnancia que tantos mostraban por el ideal de la pobreza absoluta: "¡Cuántos son hoy - escribió - los que de buen grado y por largo tiempo vivirían en la estricta pobreza, si supieran con certeza el poder poseer en cambio un día el Reino de Francia o de España! En cambio no hay ninguno, hoy, que quiera vivir en la verdadera pobreza de Cristo, para ganarse el Reino de los Cielos.