Pecado
Percepción
El hombre de hoy se ha sacudido cada escrúpulo dictado por la conciencia y ha llegado a ser el árbitro de sí mismo. Ha llegado a ser él mismo principio del bien y del mal, y por soberbia se ha elevado al lugar de Dios.
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La percepción del pecado
Así se puede sintetizar el pensamiento moderno, impregnado de omnipotencia y de indiferencia al bien. Sí, el hombre, olvidando el "Pecado" ha perdido la percepción de Dios y la moral, y es arrojado a la noche del orgullo. Ha decidido actuar su realidad con las leyes éticas totalmente contrarias a Dios y al amor, sin embargo, las adapta al placer, al aprovechamiento, a la posesión y a la gloria personal. Ha demolido las barreras levantadas por la conciencia, que limitan el bien del mal, el odio del amor y, ahora, ningún obstáculo puede turbar su camino inmoral, que a muchos ha producido desesperación, ansia y pérdida.
Ya Pío XII escribía: "Puede ser que el mas grande pecado del mundo de hoy, es que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado" (26 octubre 1946). El motivo de fondo para olvidar la ley de Dios está en el lenguaje espiritual; pero la realidad de la experiencia de Dios no ha sido ciertamente eliminada, sólo está llena de oscuridad. Aquello que hay más condenable hoy en el discurso social es la búsqueda de Dios. Esta oscuridad en la relación con Dios, proyecta una sombra todavía más oscura sobre las referencias éticas. El silencio sobre los derechos de Dios provoca el vértigo en las relaciones humanas.
Hay una ignorancia espiritual que quiere imponerse, por la incapacidad de expresar con un lenguaje espiritual las realidades espirituales. Ahora, para reconocer los dones de Dios se necesita, no de la sapiencia humana, sino de un lenguaje "enseñado por el Espíritu, expresando cosas espirituales en términos espirituales". (I Cor 2,13).
Esta pérdida del lenguaje espiritual es el resultado de un proceso de secularización que data del siglo XV a finales del medioevo en Europa, fenómeno cultural fuertemente acentuado con el Renacimiento y la crisis de la Reforma; todavía más, por al influjo del materialismo.
En el ámbito de una sociedad sin esperanza, el desasosiego de la culpa no puede ser aceptado, más bien negado a través de la aceptación de la violencia en las relaciones sociales, en la propia justificación de sí mismo para desplazar a otra parte la propia culpa.
La necesidad de transferir a otra parte la culpabilidad es para encontrar una salida a un sufrimiento que no sabe darse un nombre, en espacios inalcanzables, lejos de lo cotidiano, totalmente al margen de nuestro mundo humano. Y si los laberintos del discurso no son suficientes, el sujeto puede perderse en la locura y, tal vez, terminar en el suicidio.
Solamente la confesión rescata al sujeto, cuando alguien se atreve a decir: "¡Soy yo!" reconociéndose responsable, y asumiendo su propio pasado y la totalidad de lo vivido, abriéndose a la palabra del otro. La locura no es necesariamente el desatino, pero sí es no tener en cuenta nada de la palabra del otro.
Nuestra sociedad sufre terriblemente por la falta de prácticas sociales y simbólicas de reconciliación. Sólo el perdón, precisamente porque proporciona un nombre a la culpa, puede permitir a un hombre ser liberado de la carga de la culpa y de aceptar ser amado así como es en verdad.
El pecado es una falta en contra de la religión, la verdad, la conciencia recta, y es una trasgresión del amor verdadero hacia Dios.
Percibir el pecado, ser consciente de su gravedad, significa participar en la manifestación divina a través del reporte divino del amor. La revelación no está separada de la conciencia de Su infinita misericordia, la cual nos permite ser invocada para alcanzar el perdón y para regresar, bajo Su luz, con una conciencia limpia. Los Evangelios nos invitan a que sea Cristo el centro de nuestras vidas, y a aceptar Su sublime mensaje de amor.
Es necesario decir "basta" a la lógica del interés, del suceso, del atropello y abrazar la verdadera libertad, que consiste en tener un corazón puro, una ética basada en el amor y un abandono en las amorosas leyes de Dios.