La Penitencia


Juan Climaco

Monasterio Sobre la penitencia amarga de los santos que declaran su vida consciente y sobre la cárcel en la que se condenan.

La penitencia reaviva el bautismo. Ella es renovada alianza vital con Dios. de la cual chorrea la humildad. Penitencia quiere decir también sospecha ininterrumpida frente a los reclamos del cuerpo, autocrítica íntima, cautela sin ansiedad en cuanto que es hija de la esperanza y negación de la desesperación.

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DISCURSO V

Invitación a la penitencia. Naturaleza y efectos.

Quien hace penitencia no se condena pero no tiene vergüenza, porque ella reconcilia con el Señor mediante comportamientos santos opuestos a los pecaminosos. La penitencia purifica la conciencia e implica una libre y paciente aceptación de las aflicciones de todo género, porque es quien se arrepiente el quiere obrar como castigador de sí mismo. Por eso penitencia quiere decir demasiado hacer violencia al propio estómago y golpear virilmente a la sensiblidad.

Acelerad y venid, es hora de prestar atención a cuanto voy a deciros, oh vosotros, que habéis indignado a Dios. Reuníos en asamblea, prestad atención a cuanto Él me ha revelado para vuestra edificación. En primer lugar recordemos con veneración a los homenajeados siervos de Dios, hechos objeto de mofa: escuchemos, conservemos en el corazón, y con los hechos, sus enseñanzas, cuando hemos hecho triste experiencia de algunos que caían. Luego, postrados, a causa de sus caidas, levantáos y permaneced erguidos, atentos a mis palabras, hermanos mios, prestad atención, vosotros que con una verdadera conversión, queréis reconciliaros con Dios.

Hacer penitencia en la prisión de Tanabo: entre desesperación esperanzada.
Yo, pobre de mí, había odio hablar de una grave y extraña condición de vida que conducían humildes del departamento llamado prisión solitaria, dependiente de la recordada luminaria ascética del lugar. Por eso, mientras me encontraba allí, recé para que el hombre de poder visitar. Él me lo permitió, no queriendo descontentarme en nada: y luego me fui a la morada de los penitentes, un verdaero lugar de la compunción, donde ví de verdad cosas que - si no es demasiado decir - ojos de hambre distraido munca vió ni oído de hombre desatento osó imaginar, un actuar y un hablar tales para forzar al mismo Dios, métos y prácticas de vida capaces de inclinarlo rápido a la clemencia.

Ví a alginos de los llamados a rendir cuentas de las que eran inocentes, estar de noche hasta la mañana al aire libre con los pies inmóviles y hacer violencia con esfuerzo miserable a la natural necesidad del sueño, sin concederse distensión alguna, de hecho para despertar cubriéndose de palizas y groserias. Ví a algunos levantar los ojos al cielo y con gemidos y suspiros invocar ayuda del cielo y proferir palabra, sonido y oración a Dios, bajo el peso de sus pensamientos y de la conciencia de cosciencia incapaz de palabras y argumentos con los que rezar, y llenos de confusión nublada y de ligarea desesperación, levantando a Dios sólo el espíritu obnubilado y el pensamiento sordo. Encontré a algunos que estaban acostados en el pavimento sobre sacos de ceniza escondiendo la cara entre las rodillas y golpeando en la tierra la frente, otros que se golpeban repetidamente el pecho recordando casos de su alma y de su vida.
Entre palaizas algunos derramaban su lágimas al suelo, otros faltándoles las lágrimas se ingligían palizas: algunos gritaban su dolor por las condiciones de la propia alma no pudiendo contenerlo en el pecho, otros frenaban el llanto ruidoso por la garganta llorando en la intimidad de su corazón, aunque a veces no pudiendo soportarlo más prorrumpieron en sollozos. Yo ví entonces quien se comportaba y fijaba sus pensamientos como si hubiese sido liberado: quien casi fuese insensible a todas las necesidades de la vida, ahora profundizaba en un abismo de humillaciones, destruido interior mente por la angustia que revelaba en las lágrimas de los ojos, quien estaba acostado meditando con la cabeza inclinada que retorcía ininterrumpidamente, en la forma de León, mostrando los dientes con gritos de sincera ferocidad.

Contritos y humillados, entre gritos e imploraciones:
Quien oraba lleno de esperanza, como podía, para obtener remisión, quien juzgándose indigno, con inefable humildad, emitía un juicio de condena para sí mismo, gritando que no encontraba argumentos para justificarse. Quien imploraba al Señor para que lo castigase allá abajo y usase misericodia con ellos allá arriba. quien cargado con el peso de la conciencia se reconocía absolutamente indigno de ser castigado y de ser premiado en el Reino. Todos oraban: "Líbranos, Señor". Aquellas almas que veía humildes y arrepentidas inclinaban su rostro en tierra: "Sí, lo sabemos: reconocemos no ser dignos de pena y de castigo, las merecemos justamente porque no somos capaces, en el tiempo, de repensar en la multitud de nuestros pecados, cuando incluso llamásemos a llorar con nosotros a toda la tierra; te rogamos, sólo, te suplicamos, te imploramos, diciéndote. no nos castigues según tu furor, no nos castigues según tu ira, sino que perdónanos y preservanos de tu gran amenaza, libéranos por el indecible juicio envuelto en el misterio de tu justicia: no podemos pedirte la plena remisión porque ho hemos permanecido irreprensibles según la profesión hecha, de hecho estamos manchados por tantos pecados, incluso tras ser ya objeto de tu misericordia y de tu perdón".

Se evitaron curvas y desplomados:
Allí verdaderamente se podía meditar las palabras de David, alrededor de aquellos, hasta la muerte desplomados y encorvados, que todo el día se encontraban tristes curando las pútridas llagas de su cuerpo, si bien dejándolas fétidas, y olvidados del natural alimento, beben su agua meaclada de lágrimas, en vez de pan comían polvo y cenizas y así tienen los huesos pegados a la piel, secos como árido heno. Entre ellos no se oían más que esta voz: "Ay, ay, ay. Ay de mí, ay de mí. Es justo, es justo. Señor perdona". Algunos gritaban: "Piedad, piedad". Y otros suscitando verdadera piedad, repetían: "Señor, misericordia: porque tú eres misericordioso".
Habríais podido ver qué escenas. Quien sacaba la lengua seca como hacen los perros: quien se atormentaba exponiendose a los rayos ardientes; quien se sometía al frío escalofriante. Algunos habían probado apenas un poco de agua para no morir de sed, se detuvieron de inmediato; otros apenas habían ingerido un poco de pan, con la misma mano lo tiraban lejos, considerándose indignos de tomar alimento, porque habían obrado como bestias.

Era un lugar donde jamás había habido una sonrisa, donde no se oía una plabra ociosa, resentida o indignada, donde no se sabía si entre los hombres pudiera existir la ira porque la compunción perfecta elimina toda ira. Allí no había discusión, ni festines o excesivass libertades. ¿Dónde nunca ninguno cuidaba su cuerpo o mostrase pista de una gloria?. ¿Dónde alguien que buscaba delicadezas esperaba alcanzarlas?. ¿Quién pensaba beber vino o gustar fruto, consolarse entre las ollas o contentar a la garganta?Aquella gente había negado por ahora el deseo de tales posibles satisfacciones terrenales. Nadie se preocupaba y nadie se erígía en juez de los demás. Ninguno se permitía criticar, no hacían sino hablar en voz alta con el Señor, algunos, golpeándose el pecho como delante de la puerta del cielo, suplicaban a Dios: "ábrenos, oh buen juez, ábrenos porque nos hemos cerrado al pecado, ábrenos". Algunos sólo así oraban: "Muéstranos tu rostro y seremos salvos"; uno decía: "Muéstrate a nosotros sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte", el otro suplicando: "Señor, haznos alcanzar pronto tu misericodia, porque nos ha envuelto la desesperación a causa de nuestros imperdonables olvidos". Uno se preguntaba "¿Al final vendrá el Señor a visitarnos?". Un segundo: "¿Ha pasado nuestra alma el punto intransitable? ¿A quién consolará al final el Señor? ¿Oiremos su voz anunciándonos a nosotros, atados con nudos inextricables? Liberadnos sumergidos en el abismo del dolor? ¿Llegarán nuestros gritos a los oídos del Señor".

Terrores y esperanzas:
Luego todos tenían ininterrumpidamente ante sus ojos, el pensamiento de la muerte. Se preguntaban entonces. "¿cual será nuestra suerte? ¿cual nuestra sentencia?¿dónde acabaremos ¿quién nos llamará a sí? ¿quien nos perdonará a nosotros envueltos en las tinieblas, pobres condenados? ¿podrá nuestra oración alcanzar la presencia del Señor, o será justamente rechazada, humillada y desevergonzada?. Si alcanzara su presencia, ¿cuánto podrá influir para aplacarlo?, ¿qué obtendrá, cuanto beneficiará, cuanta fuerza tendrá estando hecha de bocas y de cuerpos impuros?, ¿hasta qué punto nos ha reconciliado con el juez, en todo o en parte?, ¿quizás nos ha curado la mitad de nuestras llagas? ¿porqué demasiado graves exigen más gemidos y tribulaciones?. Nuestros custodios, ¿están ya cerca o aun están lejos de nosotros?. Si ellos no nos asisten, nuestra penitencia será inútil, vana. Porque nuestra oración, por sí misma, no tiene la fuerza de elevarnos libremente como hijos de Dios sobre las alas de la pureza, nuestros ángeles se acercan para elevarla hasta el Señor.
Algunos con frecuencia se manifestaban mutuamente las propias angustias, preguntándose, por ejemplo: "¿hasta qué punto somos hermanos? ¿el Señor escucha nuestra oración, nos acoge una vez, nos abre la puerta". Y he aquí que respondían otros: "Como decían los ninivitas, nuestros hermanos, quien sabe si de alguna manera el Señor cambiará su sentencia. Pero aunque no nos rescatara, dándonos un terrible castigo, a nosotros nos tocará hacer algo. Él nos abra bienaventurados nosotros y bendito el Señor Dios que justamente nos había excluido: no dejamos de llamarlo nunca en vida, y tal vez a fuerza de importunarlo lo induciremos a abrirnos".
Por eso el uno hacía de despertador para el otro con tal exhortación: "Corramos, hermanos, corramos: es necesario correr sin parar para recuperar en la santa carrera de esta comunidad en viaje, correr sin guardar esta nuestra carne impura y pobre, condenándola a muerte como ella ha hecho con nosotros, según el ejemplo de los santos viviendo en obediencia". Qué espectáculo se veía: de rodillas endurecidas por las muchas genuflexiones, de ojos hundidos, sin cejas ni pestañas, en las mejillas surcadas y erosionadas por el fuego de las lágrimas, de los rostros demacrados y pálidos en nada diferentes a los cadáveres, de los pechos doloridos por los golpes: los esputos de sangre revelaban también los golpes que se daban en el pecho.

Comportamientos lúgubres antes y después de la muerte en el país de la penitencia:
¿Dónde estaba allí el lecho para extenderse y una indumentaria limpia y no raída?. vestían ropas harapientas y manchadas por los insectos, pero no se comportaban como endemoniados o como quien llora a los muertos, como condenados o exiliados por asesinato. entre las penas sufridas por estos y aquellos voluntarios de los nuestros ho hay comparación que hacer. Y no penséis, hermanos,suplico que cuando tenga lecho sea una fábula. Con frecuencia imploraban al gran juez que regía el cenobio, como pastor Ángel, para que les pusiese los hierros en las muñecas y en cuello, los cepos en los pies como a los condenados, para que no les permitiese moverse de allí hasta el momento de la sepultura, aunque serían enterrados.
No quiero, de hecho no puedo ni quisiera ocultaros el hecho que sigue, índice de las tremendas humillaciones a que se sometieron aquellos santos y de su espíritu excelso de caridad y de contricción ante Dios. Cuando ya estaba para rendir el alma al Señor y presentarse a su justísimi tribunal, los santos ciudadanos de la patría de la penitencia, sintiéndose próximos al final, ante todos, cada uno, por medio de su particular propósito, oraban al superior conjurándolo a no darles una sepultura digna de los hombres sino una de la de las bestias, en la corriente de un rio, o de un campo donde pudiesen acabar como pasto de las fieras. Solicitud que con frecuencia y lúcido discernimiento oiría, ordenando que fuesen llevados a la sepultura sin salmos ni honores fúnebres.

Terror del jucio y modo anormal de asistir a los moribundos.
Qué espectáculo tan tremendo y digno de conmiseración era el de su última hora. Cada vez que los penitentes oían que algunos de ellos les estaba precediendo para la eternidad, se les ponían alrededor mientras estaban todavía en sí, quemado por la sed de las lágrimas, con gestos de suma compasión y con expresión de oscuro dolor, sacudiendo la cabeza interrogaban al moribundo manifestando el dolor que les quemaba dentro: "¿cómo te sientes hermano del compañero de penitencia? ¿qué puedes decirnos? ¿cómo piensas que se realizará tu esperanza? ¿crees haber alcanzado cuanto te proponías con tantas tribulaciones o no lo hiciste? ¿se te ha abierto la puerta o aun has tenido que rendir cuentas? ¿lo has alcanzado o no? ¿tienes la segura certeza o una vaga esperanza? ¿Has obtenido la libertad o tus pensamientos rabian indecisos en tu mente? ¿se ha iluminado tu corazón o aun está envuelto en tinieblas y en la ignomiania? ¿Has oído la voz que te ha anunciado íntimamente que ya estás curado, que se te han redimido los pecados y que tu fe te ha salvado o aun oyes la otra voz que te dice. los pecadores deben ir al infierno, atadlo de manos y pies, el ejemplo se ha dejado llevar de aquí para que no vea la gloria del Señor'. Dilo claramente, hermano: haznoslo saber, te lo rogamos, para que también nosotros conozcamos el fin que nos espera: porque para tí la partida ha acabado, no me podrá ser nunca de utilidad". A tales preguntas responden algunos de los que allá yacían: "Sea bendito el Señor que no rechazó mi plegaria y no me ha negado su misericordia". Otros aseguraban de vuelta: "Bendito sea el Señor que no nos ha consignado a la fiera ni nos ha dado como presa a sus dientes". Pero otros todavía dolorosamente se preguntaban como antes: "¿Podrá pasar nuestra alma el torrente intransitable de los espíritus del aire?". Estaban en el colmo de la desconfianza pensando en el balance que deberemos hacer al final. Hubo quienes más angustiados respondían a aquel arrendatario. "Ay del alma que no ha seguido fielmente la vocación. Sólo en aquella hora se acordará de la pena que le está reservada".

Y todavía aquel arrepentimiento parecía aceptable a los presos.
Al ver y al oír todo esto, yo, con ellos, estaba por dejarme coger por la desesperación, porque constataba mi indiferencia especialmente si la comparaba a su espíritu de mortificación, al ver qué clase de vida habían elegido al habitar en aquel lugar, todo oscuro, todo maloliente, todo inmundo y miserable, justamente llamado cárcel y penitenciaría en cuanto que se presentaba como una verdadera tierra de la penitencia, como magisterio de la compunción. Y todavía que los nobles decaídos espiritualmente, por la riqueza de la virtud de la vida, por otras difíciles e insoportables, parecía agradable y aceptable.
De hecho, un alma privada de la libertad de los hijos Dios pierde con frecuencia la esperanza de alcanzar la apatía: habiendo roto el sello de la virginidad y habiendo sido depredada de sus ricos carismas, se enjena por las divinas consolaciones, habiendo violado el pacto estipulado por el Señor y se apaga por la carencia del fuego santo de las lágrimas espirituales, permanece frustrada a us recuerdo. Entonces perforado por el dolor, concibe la compunción, el alma acepta no sólo con toda la prisa los sufrimientos de los que hemos hablado, sino que hace de todos para desgastarse píamente en el ascetismo, reavivando en sí las llamas del amor y temor del Señor. Así hacían aquellos bienaventurados. De ello, teniendo lleno el corazón, reclamando a la mente de qué altura habían caido, algunos decían. "nos acordamos de los dias que fueron, cuando nuestro cuidado era tener vivo aquel fuego"; otros gritaban a Dios: "¿dónde estan oh Señor los tramos de la misericordia en tu palabra prometida un tiempo a nuestra alma?. Acordáos del oprobio y de las tribulaciones de tus siervos", y otros: "¿quién nos llevará al mes de los tiempos que fueron, cuando Dios me custodiaba y resplandecía en mi corazón el rayo de tu luz". He aquí como reclamaban a la memoria su primitiva santidad de vida, llorando como niños incapaces de expresarse de otro modo. Murmuraban: "¿Dónde ha ido a para la oración pura y la libertad confiada, las almas dulces y amargas como ahora, la esperanza de una total castidad o purificación, la espera de la beatífica apatía, la plena confianza en el pastor y los beneficios de su oración por nosotros?. Todo ha acabado desapareciendo como si nunca hubiese existido". Y mientras así decían, algunos hacían encantamientos como obsesionados, otros apelaban al Señor como afectados por un mal caduco; algunos se deseaban perder los ojos y tomar un aspecto miserable, otros de ser privados de fuerzas y oprimidos de los tormentos de allá abajo para no deber experimentarlos allá arriba. Estando allí, queridos míos, en aquel lugar de la compunción, me olvidaba de mí mismo con la mente todavía dirigida a ellos por un impulso irresistible que no podía dominar.

Un ejemplo de confesión saludable.
Tras haber permanecido en la cárcel alrededor de 30 dias, impaciente me alejé para volver al gran cenobio del gran pastor. Y él, viendo del todo alienado y fuera de mí, y dándose cuenta de aquel gran sabio que era, tal era el tipo de mi alienación, me dirigió la pregunta: "¿Qué hay padre Juan? ¿Has observado lejos hasta el agotamiento?". Y yo: "No sólo lo he observadoo, sino que he permanecido asombrado. Te aseguro que he magnificado en mi corazón otras caídas punzantes más que aquellas que, no habiendo caído no se dan a la compunción, porque el camino de las caidas se han elevado a un estadio superior en cuanto al seguro riesgo de caer".

Extraido de "la escalera del paraiso"
Editorial Ciudad Nueva.