Juan Vianney


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Santos "Yo te mostraré el camino al cielo", le dijo al pastor que le había mostrado el camino que conduce a Ars, que te ayudara a convertirte en un santo.

Invitaba a todos a dejarse santificar por Dios, para recibir los medios que nos ofrece la unión con Dios, que comienza aquí en la tierra y dura por toda la eternidad.

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La vida interior

A pesar de la afluencia continua de multitudes que lo importunaban en todos los sentidos, nada logró perturbar su vida interior. Él solía decir: "Me gustaría perderme y no encontrarme más que en Dios".

Su abandono a la voluntad de Dios era incondicional, e incluso en medio de la acción tan agotadora de su ministerio, permanecía siempre en recogimiento cuando realizaba ejercicios de piedad. Fue conducido por su celo y no por las inclinaciones naturales y en cualquier hora del día nunca fue turbada su libertad de espíritu, su dulzura de carácter, un reflejo de su paz interior. En todo momento, tanto en el púlpito, como en el confesionario, o entre las diversas ocupaciones de su ministerio, elevaba su corazón a Dios.

La oración era para él un dulce y suave consuelo del alma y su refugio habitual. "Es como una rosa perfumada, dijo; cuanto más se ora más se quiere orar. El tiempo no es largo cuando oras".

Don Vianney siempre anhelo en su vida la soledad para contemplar las cosas de Dios. Rodeado por la multitud, volvía a pensar en los recuerdos de su juventud, la cual transcurrió en la soledad del campo, y entonces su alma sólo profería gemidos "cómo era feliz, tenía muchas ocupaciones como ahora, y rece a Dios para que se haga su voluntad. Creo que mi vocación era la de seguir siendo un pastor toda mi vida".

Sólo en los primeros años de su vida de ministerio, había sido capaz de satisfacer el anhelo de oración y había llegado al grado superior de la oración, que se llama la oración de simplicidad", en la que la intuición forma gran parte de los razonamientos y los sentimientos se reducen a casi una única expresión".

Don Vianney estaba siempre en la iglesia, de rodillas y rezando sin utilizar ningún libro, porque su oración se había convertido en una oración del corazón. Todo su esfuerzo se concentraba en el deseo de unirse íntimamente con Dios, su vida se había convertido en una oración continua. Nunca hablaba del pecado y el pecador sin derramar copiosas lágrimas. ¿Cuándo hacia el Vía Crucis su palabra se quebraba por los sollozos y, a menudo, cuando distribuía la Santa Comunión, derramaba copiosas lágrimas.

Cuando el flujo de los peregrinos no le permitía efectuar una oración más larga, siguió la práctica de elegir un tema de meditación por la mañana, la cual tenía presente en todas las acciones del día.

En cada momento del día sus pensamientos se dirigían a un hecho de la vida de Nuestro Señor, la Virgen y los Santos, con una marcada preferencia por los misterios dolorosos, siguiendo al Salvador en diferentes estaciones, al Calvario, con los ojos húmedos de lágrimas de compasión para las diferentes escenas de la pasión.

Al cruzar la multitud estaba tan ensimismado en sus pensamientos, que parecía estar solo. Su vida era el cumplimiento total de este profundo pensamiento, nacido de la siguiente reflexión: "La fe es hablar con Dios como se le habla a un hombre."

Poco a poco los años y las labores heroicas doblaron su espalda e hicieron que aparezcan arrugas en su cara, pero su espíritu permanecía siempre joven, como si no hubiera conocido un periodo de constante renovación. Incluso en esto, en forma poética dijo: "En el alma unida a Dios, siempre es primavera."

La sensación de la presencia de Dios era el motivo de su inefable dulzura, expresada en su constante alegría. El santo no quería estos consuelos por sí mismos. "Cuando no se tiene ningún consuelo - dijo un día - se sirve a Dios por sí mismo; cuando se tiene consuelos, es tentador servirle por interés propio".

Sin embargo, esta dulzura íntima le ayudó a vivir y le dio coraje, porque sabía muy bien que, esta intimidad con el maestro, podría conseguir más favores.

Don Vianney había puesto en las manos de Dios su vida por completo, anulo todos sus deseos y trabajo duro y exclusivamente para convertir almas y llevarlas a la felicidad eterna. A pesar de su increíble éxito nunca hubo de su parte cualquier apariencia de ostentación, sin exclamación fuera de lugar, sin suspiro o cantidad de movimiento exagerado, pero todavía la inefable sonrisa, de otro mundo, que nunca se olvida de aquellos que una vez vio florecer en los labios.

Poco a poco los años y las labores heroicas encorvaron su espalda e hicieron aparecer las arrugas en su cara, pero su espíritu se mantuvo siempre joven, como si no hubiera sabido de esta renovación incesante. Incluso en esto, en forma poética, había dicho un pensamiento propio: "En el alma unida a Dios, siempre es primavera."

La sensación de la presencia de Dios era la causa de su inefable dulzura, expresada como fuente real de alegría. El santo no quería estos consuelos para sí mismo. "Cuando no se tiene ningún consuelo - dijo un día - se sirve a Dios por sí mismo; cuando se tiene consuelos, es tentador servirlo por interés propio".

Sin embargo, esta dulzura íntima le ayudó a vivir y le dio coraje, porque sabía muy bien que, si tenía una intimidad familiar con su maestro, él podría conseguir más favores.

Don Vianney había puesto en las manos de Dios por completo su vida, había anulado todos sus deseos, trabajado duro y exclusivamente para convertir almas y llevarlas a la felicidad eterna. A pesar de su increíble éxito, nunca hubo de su parte ninguna apariencia de ostentación, ni exclamación fuera de lugar, ni suspiro o cantidad de movimiento exagerado, aun todavía mantenía la inefable sonrisa de sus labios.