Condena
Gesù chiama gli abissi eterni: "Luogo di tormento".
(Lc 16, 28).
Jesús llama los abismos eternos: "Lugar de tormento"
(Lc. 16, 28).
Santo Tomás de Aquino define la pena de la condena como la "Privación del Sumo Bien", es decir, de Dios.
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La pena de la condena
Cuando el alma entra en la eternidad habiendo dejado en el mundo todo aquello que tenía y amaba, conociendo a Dios, así como su infinita belleza y perfección, se siente fuertemente atraída a unirse a Él, más que el fierro hacia una potente calamidad. Reconoce entonces que el único objeto del verdadero amor es el Sumo Bien, Dios, el Omnipotente.
Pero si un alma dolorosamente deja esta tierra en un estado de enemistad hacia Dios, se sentirá rechazada por el Creador: "¡Aléjate de mí, maldita!, al fuego eterno preparado por el diablo y por sus Ángeles" (Mt. 25, 41).
Haber conocido el Supremo Amor... sentir la necesidad urgente de amarlo y de ser amados por Él... y sentirse rechazados... por toda la eternidad, este es el primer y más atroz tormento para todos los condenados.
La pena del amor Impedido
¿Quién no conoce la fuerza del amor humano y los excesos que puede alcanzar cuando surge un obstáculo?
¿Qué es el amor humano en comparación con el Amor Divino...?
¿Qué cosa haría un alma condenada para llegar a poseer Dios...?
Pensando que por toda la eternidad no podrá amarlo, quisiera no haber existido nunca o desaparecer en la nada, si le fuera permitido, pero siendo esto imposible se ahoga en la desesperación.
Cada uno, incluso, puede hacerse una pequeña idea de la pena de un condenado que se separa de Dios, considerando lo que prueba el corazón humano con la pérdida de una persona querida. Pero estas penas, que son los sufrimientos más grandes entre todas los que pueden torturar el corazón humano sobre la tierra, son bien poca cosa delante de la pena desesperada de los condenados.
La pérdida de Dios es, pues, el dolor más grande que atormenta a los condenados.
- San Juan Crisóstomo dice: "Si tú mencionaras mil infiernos, no habrás dicho todavía nada que pueda igualar la pérdida de Dios."
- San Agustín enseña: "Si los condenados gozaran de la vista de Dios, no sentirían sus tormentos y el mismo infierno se cambiaría en paraíso."
- San Brunone, hablando del juicio universal en su libro de los, "Sermones" escribe: "Se añaden, incluso, tormentos a tormentos y todo es nada delante de la privación de Dios."
- San Alfonso precisa: "Si oyéramos a un condenado llorar y le preguntáramos "¿Por qué lloras tanto?", sentiríamos contestar: "¡Lloro porque he perdido a Dios!" ¡Si al menos el condenado pudiera querer a su Dios y resignarse a su voluntad! Pero no puede hacerlo. Es obligado a odiar a su Creador y al mismo tiempo lo reconoce digno de infinito amor".
- Santa Catalina de Génova, cuando se le apareció el demonio, lo interrogó: "¿Tú quién eres?" - "¡Yo soy aquel pérfido que se ha privado amor de Dios!"
La pena del tormento y del remordimiento
Hablando de los condenados, Jesús dice: "su gusano no muere" (Mc. 9, 48) Este "gusano" que no muere, explica Santo Tomás, es el remordimiento con el que el condenado es atormentado por siempre. Mientras el condenado está en el lugar de los tormentos piensa: Me he perdido por nada, por gozar de pequeñas y falsas alegrías en la vida terrenal que se han desvanecido en un relámpago... ¡Habría podido salvarme con mucha facilidad y en cambio me he condenado por nada, para siempre y por mi culpa!".
En el libro "Rumbo a la muerte" se lee que a San Humberto un difunto que se encontraba en el infierno se le apareció y éste le dijo: "¡El terrible dolor que continuamente me corroe es el pensamiento de lo poco por lo cual me he ocupado y de lo poco que habría tenido que hacer para ir al Paraíso!".
La pena del sentido
Se lee en la Biblia: "Por donde uno peca, por allí es castigado", (Sap 11, 16). Cuanto más, pues, uno que ha ofendido Dios en un sentido, tanto más será atormentado con ello. La más terrible pena es aquella del fuego, de las cuales nos ha hablado muchas veces Jesús.
San Agustín dice: "En comparación con el fuego del infierno, el fuego que nosotros conocemos es como si fuera pintado." La razón es que el fuego terrenal Dios lo ha querido por el bien del hombre, aquel del infierno, en cambio, lo ha creado para castigar sus culpas.
El condenado es circundado por el fuego, más bien, es sumergido en ello más que un pez en el agua; siente el tormento de las llamas y, como el rico Epulón de la parábola evangélica, grita: "... porque estoy atormentado en esta llama." (Lc 16, 24)
Hablando a quien vive inconscientemente en el pecado sin imponerse el problema de la rendición final de las cuentas, San Pier Damiani escribe: "Continúa, loco, a contentar tu carne; ¡un día vendrá en que tus pecados se volverán como pez en tus entrañas que hará más angustiosa la llama que te devorará para siempre!"
La pena del fuego también comporta la sed. ¡Cuánto tormento la sed ardiente en este mundo! ¡Y cuánto más grande será el mismo tormento del infierno!, como testimonia el rico Epulón en la parábola contada por Jesús. Una sed inextinguible.
El grado de la pena
Dios es infinitamente justo; por esto el infierno de penas mayores lo da a quien Lo ha ofendido más. Quien está en el fuego eterno por un solo pecado mortal sufre horriblemente por esta única culpa; quien es condenado por cientos o miles de pecados mortales, sufre cientos o miles de veces más.
Cuanto más leña se mete en el horno, más aumenta la llama y el calor. Por tanto, quien se encuentra hundido en el vicio, pisotea la ley de Dios multiplicando cada día sus culpas, si no se restablece en gracia de Dios y muere en el pecado, tendrá un infierno más angustioso de otros.
Para quien sufre es un alivio pensar: Un día acabarán estos mis "sufrimientos."
El condenado, en cambio, no encuentra ningún alivio; más bien, el pensamiento de sus tormentos, que no tendrán fin, es como un peñasco que hace más atroz cada dolor.
No es una opinión, es una verdad de fe, revelada directamente de Dios, que el castigo de los condenados no nunca tendrá fin. Recuerdo solamente cuanto ya he citado con las palabras de Jesús: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno..." (Mt. 25, 41)
San Alfonso escribe: "¡Cuánta locura sería aquella de quien, por disfrutar un día de gozo, aceptara la condena de estar encerrado en un foso por veinte o treinta años! Si el infierno durara cien años, o sólo dos o tres años, incluso, sería una gran locura que por un instante de placer, alguien se condenara a dos o a tres años de fuego. Pero aquí no se trata de cien o de mil años, se trata de la eternidad, es decir, de padecer para siempre los mismos tormentos.
Dice San Tomás: "La pena no se mide según la duración de la culpa, sino según la calidad del delito." El homicidio, aunque se comete en un momento, no es castigado con una pena momentánea.
Dice San Bernardino de Siena: "Con cada pecado mortal se hace a Dios una injusticia infinita, siendo Él infinito; y a una injuria infinita corresponde una pena infinita."
La pena del tormento del cuerpo
La resurrección de los cuerpos vendrá ciertamente y es Jesús mismo Quien nos asegura esta verdad. "No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio. (Jn. 5, 28-29) Entonces también el cuerpo, habiendo sido instrumento del mal durante la vida, tomará parte en los tormentos eternos.
Después de la resurrección todos los cuerpos serán inmortales e incorruptibles. No todos seremos transformados del mismo modo. La transformación del cuerpo dependerá del estado y de las condiciones en que se encontrara el alma en la eternidad: serán gloriosos los cuerpos de los salvados y horrorosos los cuerpos de los condenados.
Por lo que si el alma se encontrara en el Paraíso en estado de beatitud, reflejará en su cuerpo resucitado las características propias de los cuerpos de los elegidos: la espiritualidad, la agilidad, el esplendor y la incorruptibilidad.
Si, en cambio, el alma se encontrara en el infierno, en el estado de damnación, imprimirá en su cuerpo características completamente opuestas. La única propiedad que el cuerpo de los condenados tendrá en común con el cuerpo de los beatos es la incorruptibilidad: tampoco los cuerpos de los condenados estarán ya sometidos a la muerte.
¡Reflexionen mucho aquellos que viven en la idolatría de su cuerpo y lo satisfacen en todos sus deseos desenfrenados! Los placeres inmorales del cuerpo serán pagados con muchos tormentos por toda la eternidad.