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LIBRO PRIMERO
La diosa Juno, resentida con los troyanos por el juicio de Paris y
temerosa de un presagio que decía que de
sangre troyana provenía la raza que un día llegaría a derrocar los alcázares
tirios, logra que Eolo, rey de los vientos, desencadene una fiera tempestad
contra las naves troyanas. Neptuno, apiadándose de ellos, interviene y apacigua el oleaje. Después de muchos
infortunios Eneas arriba a una tierra desconocida para él. Su madre, la diosa
Venus, se le aparece bajo la apariencia de una muchacha espartana y le dice dónde
está. Ella nos da a conocer por primera vez a Dido:
El reino que estás viendo es púnico.
Dido
ejerce el poder, la que salió de Tiro huyendo de su hermano. Largo sería
referir sus cuitas; largo sus intrincadas correrías. Voy a seguir sus hitos
principales. Su esposo fue Siqueo, rico en tierras como nadie en Fenicia. Le
amaba con hondo amor la infortunada Dido. Su padre se la había dado intacta en
los auspicios del primer enlace. Pero reinaba en Tiro su hermano Pigmalión, el
monstruo más atroz en maldad que ningún otro. Surge un odio feroz entre estos
dos. El malvado hermano, enfebrecido del amor del oro, coge desprevenido a
Siqueo delante del altar y lo asesina a hierro sin cuidarse del amor de su
hermana. Oculta largo tiempo su crimen y entre engaños y vanas esperanzas burla
inicuo la ansiedad del amante. Pero se le aparece a ésta entre sueños la
sombra del marido insepulto, que adelanta a sus ojos la sorprendente lividez del
rostro, y descubre el altar ensangrentado y el pecho atravesado por el hierro, y
le va revelando todo el crimen secreto de la casa. Le aconseja apresurar la
huida y alejarse de la patria. Desentierra tesoros de otro tiempo para ayuda del viaje, ingente cantidad de
plata y oro ignorada por todos. Dido se apresta a huir y va alistando compañía.
Se le juntan los que sienten encono o acuciante temor hacia el tirano. Se
apropian de unas naves que había casualmente preparadas, las cargan de oro y se
van por el mar los caudales del avaro Pigmalión. Acaudilla la hazaña una mujer.
Arriban al paraje donde ahora puedes ver ingentes muros, donde ahora está elevándose
el alcázar de la nueva Cartago.
Venus, igualmente, le indica a Eneas el camino a seguir para llegar a
Cartago. Una vez allí se sorprenden al ver la ciudad y la laboriosidad de sus
gentes:
Igual
que las abejas que al albor del estío bullen de afán al sol, cuando unas sacan
las adultas crías, otras van espesando la miel líquida; y de su dulce néctar
llenan hasta los bordes las celdillas, o descargan del peso a las que
vuelven, o en marcial escuadrón ahuyentan de su hogar
el hato de los zánganos tumbones. Todo es hervor de afanes; la miel fragante
exhala aromas de tomillo.
Eneas va envuelto en una nube para que nadie pueda verlo ni hacer le daño.
Sigue caminando y ve por primera vez a Dido:
En medio de la
ciudad había una arboleda de sombra exuberante, donde los fenicios, al
arribar lanzados por las olas y los vientos, desenterraron el símbolo que Juno,
la regia inspiradora, les había predicho, la cabeza de un brioso caballo, señal
de que sería su pueblo egregio en guerra y abundante en recursos por los siglos.
Allí en aquel pasaje estaba alzando la sidonia Dido un ingente templo a Juno,
rico en dones y por la manifiesta
presencia de la diosa.
Dido aparece majestuosa en medio de su pueblo, Eneas sigue contemplándola:
… la reina Dido, radiante de
belleza se encamina hacia el templo
entre un tropel de jóvenes que le van dando escolta. Lo mismo que Diana, que a
orillas del Eurotas o a lo largo de las cumbres del Cinto, va guiando la danza
de sus coros – la siguen mil Oréades apiñadas
a izquierda y derecha -, ella al hombro la aljaba camina y a su paso se destaca
sobre todas las diosas,(…) así
va Dido, ufana en medio de los suyos, alentando las obras y el esplendor futuro
de su reino.
Eneas ve a algunos de sus hombres que van a hablar con la reina. Ésta
los acoge con agrado en su reino. Ellos le cuentan todos sus avatares y ella
dice lo siguiente: y ¡ojalá que Eneas,
vuestro rey, se presentase aquí en persona a favor del mismo viento . Por
primera vez Dido nombra a Eneas. En ese momento desaparece la nube que lo envolvía:
Quedó Eneas erguido – deslumbraba en la
viva claridad –semejante en la cara y en los hombros a un dios. Pues su madre
le había inhalado un efluvio de gracia a sus cabellos, y la lumbre purpúrea de
lozana juventud y un vislumbre de gozo a su mirada. Era como el realce de
belleza que da al marfil la mano, o como el viso de la plata o del mármol de
Paros circundado del amarillo resplandor del oro.
Le habla a Dido y le dice que era la única
que había sentido piedad por ellos y sus desventuras. La reina ya conocía su
historia y así se lo hace saber. Seguidamente se dirigen todos al palacio donde
Dido va a ofrecerles un grandioso banquete. Eneas envía a unos hombres para que
acuda también su hijo Ascanio.
Entretanto Venus, temiendo a Juno y
por esto mismo la hospitalidad de Dido, por si se tornaba enemiga de su hijo a
instancias de ésta, decide adelantarse y ganarse a Dido para su hijo. Traza un
plan: que Cupido, cambiando de aspecto y rostro, acuda en vez del dulce
Ascanio y que al hacerle entrega de sus dones enardezca a la reina en loco amor
y le infunda su fuego hasta la médula, pues teme la falsía de la casa y las
dobleces de los tirios. Habla con Cupido y éste accede pues su único fin
es: quiero tenerla de mi parte, cautiva de un intenso amor a Eneas.
Ascanio será sumido en un profundo sueño y cuando Dido estreche entre sus
brazos a Cupido infundirá su secreto fuego en ella y sus filtros de amor sin
que se dé cuenta.
Se hace un
suntuoso banquete y Cupido cumple su misión:
Con los ojos, con todo el corazón
ella le va estrechando contra sí y a ratos le acaricia en su regazo sin saber,
pobre Dido, qué poder tiene el dios que acoge por su mal. (…) Comienza a
borrar poco a poco la imagen de Siqueo, y porfía en asaltar con llama de amor
vivo el alma largo tiempo sosegada y el corazón que había ya perdido la
costumbre de amar.
Cumplido el deseo de Venus prosigue la cena y tras hacer una libación la
reina le pide a Eneas lo siguiente: Ea, cuéntanos
ya desde el principio, huésped mío, - le dice -, las tretas de los dánaos,
los trances de infortunio de los tuyos y tus andanzas sin rumbo, ya que es éste
el séptimo verano que te trasiega errante por un sinfín de tierras y de mares.
Comienza Eneas a relatar en el libro
segundo la caída de Troya y su huida al frente de los suyos camino del
destierro. Virgilio envuelve este libro con un halo de pesar y misterio que
merece la pena mencionar, aunque no esté dentro del cometido de esta selección:
Todos enmudecieron y atentos mantenían
el rostro fijo en él. Entonces desde su alto diván el padre Eneas comenzó a
hablar así: “Imposible expresar con palabras, reina , la dolorosa historia
que me mandas reavivar: cómo hundieron los dánaos la opulencia de Troya y
aquel reino desdichado, la mayor desventura que llegué a contemplar y en que
tomé yo mismo parte considerable.
En el libro
tercero sigue contando su “odisea” particular.
LIBRO CUARTO
En este libro se desencadena la pasión y tragedia de
Dido por Eneas. Es un poema amoroso sin parangón alguno. Y resulta curioso que
se inserte dentro de un poema épico como es La Eneida. Es un libro que hay que
leer de corpore toto (con los cinco
sentidos), según comentaba Ovidio.
La reina está magistralmente descrita y su sufrimiento parece que es del
lector. Aparece en escena la hermana de Dido, Ana , que toma un protagonismo
singular.
Dido sufre el mal de amores:
Pero la reina herida hacía
tiempo de amorosa congoja la nutre con la sangre de sus venas y se va
consumiendo en su invisible fuego. Da vueltas y más vueltas en su mente a las
prendas de Eneas y a su gloriosa alcurnia. Lleva en su alma clavados su rostro y
sus palabras. Su mal no les deja a sus miembros ni un punto de paz ni de sosiego.
El amor la
ha cautivado y así se lo comenta a su hermana:
“¡Ay,
Ana , hermana mía , qué sueños tan horribles me tienen angustiada! ¿Quién
es ese huésped que acaba de entrar en nuestra casa? ¡ Qué gallardo su aspecto!
¡Qué valiente y qué diestro en las armas!
Pero
no está dispuesta a romper sus juramentos por más que esté presa del amor:
Si
no tuviera la firme decisión inquebrantable de no unirme a otro alguno después
del desengaño que sufrí con la muerte de mi primer amor, si no sintiese hastío
del tálamo y las teas nupciales, a esta sola flaqueza a esta sola pudiera, si, quién sabe, haber cedido. Ana, te
lo confieso, al cabo de la muerte de Siqueo, mi esposo infortunado, una vez que
arrasó mi hogar mi criminal hermano, sólo éste ha doblegado mi energía y le
ha forzado a vacilar mi ánimo. Vuelvo a sentir en mí el resquemor de la
primera llama. Pero desearía que para mí se abriera la sima de la tierra o el
Padre Omnipotente me arrojara a las sombras con su rayo, a las pálidas sombras
del Erebo y la noche profunda primero que violarte, honestidad, o quebrantar tus
leyes. El que primero me tuvo unida a sí, se me llevó mi amor, que él lo
retenga y lo guarde consigo en el sepulcro.
Su hermana le aconseja que ame y que aproveche la ocasión, ya que con la
ayuda de Eneas podrá forjarse la gloria de Cartago. Le dice que pida el favor
de los dioses, que se muestre acogedora y que planee pretextos para que el
troyano se quede en Cartago. Estas palabras hacen mella en la reina:
Inflaman sus palabras el pecho
enardecido ya de amor y aviva la esperanza de su mente indecisa
y libra su pudor de escrúpulos.
Se dirigen a varios templos para hacer sacrificios y libaciones buscando
Dido la paz en cada altar. Se interpretan los auspicios, pero:
A quien ciega la furia del amor, ¿de
qué le sirven votos?, ¿de qué santuarios?. Entretanto la llama se va cebando
hasta en su blanda médula. En silencio late viva la herida en lo hondo de su
pecho. En su fuego se abrasa la infortunada Dido. Vaga fuera de sí por toda la
ciudad igual que corza herida por la flecha que un pastor le clavó de lejos a
la incauta en los bosques de Creta, mientras la perseguía con sus tiros, y el
hierro volador le dejó hincado sin saberlo él siquiera. Ella atraviesa huyendo
los bosques y los sotos dicteos clavada en el costado la saeta mortal. Dido unas
veces lleva consigo a Eneas por el centro de la ciudad. Le muestra la riqueza
sidonia y la urbe ya dispuesta. Empieza a hablarle y se le cortan las palabras.
Ya al caer la tarde le invita a otro banquete como aquél y le pide una vez más
en su delirio oír los infortunios de Ilión. Y mientras habla, está pendiente
de nuevo, embebecida, de su boca. Después al separarse, cuando va reduciendo en
su giro la luna su luz palidecida y
ya invitan al sueño las estrellas que van cayendo, sola en la mansión vacía
se entristece y de pechos se echa sobre el diván que él ha dejado.
Debido al malestar de la reina todo queda paralizado en Cartago. Viendo
esto la diosa Juno invita a Venus a unirse para que los tirios
y los prófugos troyanos formen una sola ciudad. Con el himeneo de Dido y
Eneas podrán sellar la paz estas dos diosas, pues cada una conseguirá sus propósitos.
Juno tendrá en Cartago su segunda morada después de Samos, ya que es su
preferida por su opulencia y su ardor guerrero. Venus no tendrá que temer por
una venganza de Dido, instigada por Juno, sobre su hijo Eneas. Venus no acababa
de fiarse y le pide a Juno que consulte con su esposo Júpiter este plan para
ver si está dispuesto a permitirlo. Juno asiente, pero antes le cuenta y urde su plan. Dido y Eneas iban a salir de cacería:
… En tanto corretean los monteros
y acordonan los sotos con sus redes, yo arrojaré sobre ellos un negro turbión
de aguas cargado de granizo y haré que el cielo entero retumbe al estampido de
los truenos. Huirá la comitiva envuelta
en sobras de noche. Juntos Dido y el caudillo troyano irán
a refugiarse en una misma cueva. Estaré yo presente y si puedo contar con tu
aquiescencia, uniéndolos allí con lazo estable se la daré al troyano por
esposa. Será éste el himeneo.
Venus accede finalmente. Todo transcurre según lo previsto, pero la Fama
se encarga de propagar lo que está pasando:
Al instante la Fama va corriendo
por las grandes ciudades de Libia. No hay plaga más veloz… Veloz de piés, de
raudas alas, horrendo monstruo, enorme, cela bajo las plumas de su pecho,
maravilla decirlo, igual número de ojos siempre alerta, tantas sus lenguas son,
tantas como sus bocas vocingleras y sus orejas erizadas… divulgaba a la par
nuevas ciertas y falsas: que ha arribado Eneas, descendiente del linaje troyano;
que se ha dignado unirse con él la hermosa Dido y están pasando juntos en la
molicie aquel invierno entero sin cuidar de sus reinos, entregados a las
delicias de su torpe amor. Tales infundios hace correr de boca en boca de los
hombres aquí y allí la repulsiva diosa.
La Fama se dirige con estas noticias al rey de los libios, Jarbas, que
había vendido a Dido el terreno, colindante con el suyo,
donde fundar su reino y que había sido rechazado por ella como marido.
Éste, enfadado, hace una plegaria a Júpiter lamentándose de lo que está
sucediendo. Júpiter oye su lamento y ve con sus propios ojos estos hechos que
se apartan completamente del destino de Eneas. Decide enviar a Mercurio para que
hable con Eneas: No fue, por cierto, así
como su madre, la diosa más hermosa, me prometió obraría, ni lo salvó su
madre para eso dos veces de las armas de los griegos. Fue para que
rigiera Italia“… ¡que se haga a
la mar! Es todo lo que tengo que decir, es el mensaje que tienes que llevarle de
mi parte”. Así lo hace:
“¿Qué tramas?. ¿Qué esperanza
te mueve a malperder tu vida ocioso en estas tierras libias? Si la gloria de tan
altas empresas no te incita, ni abrazas sus fatigas acuciado por tu propia
alabanza, pon los ojos al menos en Ascanio, que se va haciendo mozo, en la
promesa de Julo, tu heredero, a quien se debe el reino de Italia y la tierra
romana”.
Eneas decide echarse a la mar sin que lo sepa Dido, pero:
Pero la reina - ¿quién podría
engañar a quien ama? -, adivina la añagaza. Es ella la primera en percibir lo
que iba a suceder, ella que recelaba de todo cuando estaba a seguro. La Fama,
sin entrañas, da cuenta a su delirio de la nueva: que ya están aprestando la
flota y disponen la marcha.
Dido se enfurece y como loca va a buscar a Eneas para
hablar con él:
“¡Traidor, con que esperabas
poder disimular tan gran maldad y sin decir palabra marcharte de mi tierra!
Pero, ¿no te detiene nuestro amor ni la diestra que un día te di en prenda, ni
la muerte cruel que espera a Dido?.
Dido le suplica que se quede:
…¿dirigirías tus naves hacia
allí con un mar tan borrascoso? ¿Huyes de mí? Por estas lágrimas, por la
mano que uniste con la mía, te lo pido, pues no me queda ya, pobre de mí, nada
más que invocar, por nuestro enlace, por nuestra boda comenzada, si he merecido
alguna gratitud de ti, o te ha sido dulce alguna cosa mía, ten piedad de una
casa que se arrumba y si existe todavía un resquicio para el ruego, te lo pido,
echa de ti esta idea.
Por él ha perdido la reina la confianza de los suyos,
el respeto de los gobernantes de otros pueblos. El abandono que siente es
infinito:
Si antes que me abandones a lo
menos me hubiera nacido un hijo tuyo, si viera en mis salones retozar un Eneas
pequeñuelo, que a pesar de todo reflejase en su rostro los rasgos de tu rostro,
no, no me sentiría burlada, abandonada por entero.
Eneas, manteniendo inmóviles sus ojos y acallando el dolor en lo más
profundo de su pecho, le agradece su hospitalidad y le dice que nunca la olvidará,
pero también pone las cosas claras: Ni he
pretendido, no te lo imagines, ocultarte mi huida con amaños, ni te he ofrecido
las antorchas de boda ni he llegado a tal pacto contigo. Debe
cumplir con su destino: Pero ahora Apolo
me manda ir a la gran Italia, a Italia me mandan los oráculos de Licia. En ella
centro mi amor: mi patria es ella… Deja de consumirte y consumirme por tus
quejas. No voy a Italia por propia voluntad.
Dido enfurecida, las Furias ¡ay!
me abrasan, me arrebatan, le recrimina todo lo que ha hecho por él ; que
ponga como excusa los hados y la divinidad y su actitud: Vete,
sigue a favor del viento a Italia. Ve en busca de tu reino por las olas. Espero,
por supuesto, si tiene algún poder la justicia divina, que hallarás tu castigo
ahogado entre las rocas. Y que invoques entonces el nombre de Dido muchas veces…
Y aunque arranque el alma de mis miembros la negra muerte, mi sombra estará a
tu lado en todas partes. Pagarás tu crimen, malvado…
Eneas sigue su tarea imperturbable:
… Pero Eneas, sumiso a la
divinidad, aunque ansía consolarla y aliviar su dolor y hablándole ahuyentar
sus sufrimientos, cumple la orden divina entre gemidos con el alma rendida a su
hondo amor, y se vuelve hacia las naves.
Dido vuelve a intentar que se quede y le pide a su hermana que vaya a
convencerle, ya que sólo a ella la atiende y le confía sus secretos:
… Que conceda a su amante
infortunada este último favor: que espere la ocasión propicia para huir, a que
soplen los vientos favorables. Ya no le pido el vínculo anterior del
matrimonio, que él ha traicionado, ni que prescinda del hermoso Lacio ni
renuncie a su reino. Pido un plazo de tregua, de reposo que calme mi delirio,
mientras le enseña a mi alma vencida la fortuna a rendirse al dolor.
Ana entre lágrimas le transmite el mensaje de su hermana a Eneas, pero: a
él no le conmueve llanto alguno ni hay ruego a que se allane. Los hados se lo
impiden…y su gran corazón siente en lo hondo el taladro de la angustia, pero
su voluntad permanece inflexible y van rodando sus lágrimas en vano.
Dido en su delirio y desesperación decide morir y ve algunos presagios:
La infortunada Dido, aterrada ante su hado, entonces sí que pide morir.
Ya mira con hastío la bóveda del cielo y se afirma aún más en su propósito
de abandonar la luz, cuando mientras impone en los altares humeantes de incienso
sus ofrendas, ve – horroriza decirlo – cómo el agua sagrada se ennegrece y
el vino derramado se torna sangre impura. A nadie le da cuenta de lo visto, ni
siquiera a su hermana. Aún más. Tenía en su palacio un templete de mármol
dedicado a su primer esposo, todo orlado de níveos vellones y festivo follaje.
De allí dentro oía salir voces – así le parecía -, llamadas de su esposo
cuando la oscura noche cubría ya la tierra, y las quejas incesantes del búho
solitario que emitía en su alero su canto funeral diluyendo sus notas en un
largo lamento.
…Cuando vencida del dolor las
Furias le enloquecen el alma y decide morir, fija en su mente el momento y el
modo….
Engaña a
su hermana diciéndole que ha encontrado el remedio, aun en contra de su
voluntad, que podrá devolverle a Eneas o que la librará de su amor para
siempre: una hechicera de Etiopía que libra los corazones de sus cuitas con sus
ensalmos. Le pide que encienda una hoguera con las armas y prendas que dejó
Eneas, ya que una sacerdotisa así lo ha ordenado para hacer un ritual que la
libere del hechizo del amor: Así le habló
y queda en silencio. Ana ni se imagina que su hermana está encubriendo su
inminente muerte bajo ese extraño rito.
Encienden
la hoguera y la sacerdotisa, suelta la
cabellera, con voz de trueno va invocando los nombres de los trescientos dioses
y llama al Érebo, y al Caos y a Hécate la triforme…. Dido también está
presente, descalzo un pie, la veste desceñida,
invoca por testigos a punto de morir a los dioses y a los astros que saben de su
destino. Después suplica al divino poder, si alguno existe, que justo y
vigilante ampara a los amantes no correspondidos. Era de noche, los
cansados cuerpos disfrutaban de la dulzura del sueño sobre el haz de la tierra.
Ya los bosques y el iracundo mar yacían sumidos en reposo. No así Dido, no
el alma infortunada de la reina fenicia. Ni un instante se rinde al sueño ni
los ojos ni el corazón le embebe la noche. Se le doblan los pesares y renace su
amor y se embrabece y se encrespa en un mar de ira Se pregunta qué va a ser
de ella: ¿será motivo de burla para sus antiguos pretendintes?, ¿seguirá, si
le dejan, las naves de los teucros sometiéndose a sus dictados? o dará órdenes
a los suyos para que la
escolten en pos de ellos?. ¡No! muere como mereces. Corta tus sufrimientos con la espada.
Entretanto Mercurio vuelve a hablar con Eneas: ¿eres
capaz de conciliar el sueño en este trance?. ¿No estás viendo que los
peligros prestos a descargar sobre ti, insensato, ni sientes el soplo favorable
de los céfiros? Ella maquina ardides y una horrenda maldad, decidida a morir, y
alza en su alma incesante marejada de cólera. ¿ No te apresuras?. ¿No huyes
raudo de aquí?. Se marchan.
Al amanecer Dido lleva a cabo su propósito:
Al
punto en que la reina ve alborear de su atalaya el día y alejarse la flota, las
velas a la par firmes al viento y contempla desierta la ribera y el puerto sin
remeros, hiere su hermoso pecho tres veces, cuatro veces, y mesándose su rubia
cabellera: “¡Oh Júpiter! ¿se irá este advenedizo haciendo escarnio de mi
reino? – prorrumpe . ¿Y no corren los míos a las armas y no salen de toda la
ciudad a perseguirle y no arrebatan las naves de los diques? ¡Ea, presto, las
teas! Traed dardos, volcaos en los remos. ¿Qué digo? ¿Dónde estoy? ¿Qué
locura me transtorna la mente?.
Prorrumpe en conjuros de venganza dirigidos a Eneas y los suyos, deseando
que no llegue a su destino y tenga una “mala muerte”. Pide a sus gentes que
nunca tengan amistad con el pueblo de Eneas. Mientras habla así dice a su
nodriza que llame a Ana. Aun en su terrible agonía aparece majestuosa: “Ve,
querida nodriza, tráeme aquí a mi hermana Ana, dile que corra a rociarse el
cuerpo con el agua lustral y que traiga las víctimas y ofrendas de expiación
prescritas. Que venga preparada como le digo. Tú cúbrete la frente con la ínfula
sagrada. Pienso acabar los ritos de a Júpiter Estigio que tengo, como cumple,
preparados y que ya he comenzado, y poner término a mis penas entregando a las
llamas la pira de ese dárdano.
Así habla... En tanto, Dido temblando, arrebatada por su horrendo
designio, revirando los ojos inyectados en sangre, jaspeadas las trémulas
mejillas, pálida por la muerte ya inminente, irrumpe por la puerta en el patio
del palacio y sube enloquecida a lo alto de la pira y desenvaina la espada del
troyano, prenda que no pidió con ese fin. Después que contempló los vestidos
traídos de Ilión y el conocido lecho, llorando se detuvo un momento en sus
recuerdos. Luego se echó de pechos sobre el tálamo profiriendo estas últimas
palabras: “¡Dulces prendas un tiempo, mientras el hado y el dios lo
permitieron, tomad mi alma y libradme de esta angustia! He vivido mi vida, he
dado cima al curso que me había fijado la fortuna. Ahora caminará mi sombra,
plena ya, bajo la tierra. He fundado una noble ciudad, he visto mis murallas, he
vengado a mi esposo y le he cobrado el castigo a mi hermano, mi enemigo. ¡
Feliz, ay, demasiado feliz si no hubieran arribado jamás naves troyanas a mis
playas!”. Dice así, Y hundiendo rostro y labios en su lecho: “Moriré sin
venganza, pero muero. Así, aún me agrada descender a las sombras. ¡Que los
ojos del dárdano cruel desde alta mar se embeban de estas llamas y se lleve en
el alma el presagio de mi muerte”. Fueron sus últimas palabras.
En ese momento llegan las doncellas y la Fama se extiende por la ciudad
con la noticia de su muerte: el griterío
asciende a la alta bóveda. La Fama va danzando delirante por la ciudad atónita.
Lamentos y gemidos y alaridos de mujeres estremecen las casas. Va resonando el
aire cimero de plañidos imponentes, igual que si Cartago entera o si la antigua
Tiro se vieran invadidas de enemigos y avanzara rodando la furia de las llamas
por lo alto de las casas de los hombres y los templos de los dioses. Lo escucha
su hermana sin aliento.
Llega Ana, despavorida se abalanza corriendo a través de la turba hiriéndose la
cara con las uñas y en el pecho con los puños y gritando llama a la moribunda
por su nombre: “¡Esto te proponías, hermana! ¡Pretendías engañarme”!...
Te has destruido a ti y a mí contigo, hermana,
y a tu pueblo y al senado de Sidón y a la misma ciudad. Dejad lave con
agua las heridos y si vaga algún soplo de vida por sus labios todavía, dejadme
recogerlo en los míos”... la abrigaba en su seno entre sollozos y trataba con
su ropa de resteñar los brotes de oscura sangre.
Finalmente muere Dido ayudada por la diosa Juno:
Dido intenta alzar los párpados
pesados. De nuevo desfallece. La honda herida de la espada clavada borbollea en
su pecho. Tres veces apoyándose en el codo intenta incorporarse, otras tres cae
hacia atrás rodando sobre el lecho. Sus ojos extraviados buscan la luz del día
por la bóveda del cielo. Al hallarla prorrumpe un gemido. Entonces apiadada la
omnipotente Juno de su largo dolor y penosa agonía manda a Iris que descienda
del Olimpo a que libere su alma, que lucha por soltarse de los lazos del cuerpo.
Pues como no moría por designio del hado ni por muerte merecida, pero la
infortunada moría antes de tiempo arrebatada de súbita locura, no había
Proserpina todavía cortado el rubio blucle de su frente, ni lo había ofrendado
al Orco estigio. Al punto Iris, brillantes de rocío las alas de azafrán,
cobrando al sol frontero su espejeo de mil varios visos, desciende por el cielo
volandera y sobre su cabeza amaina el vuelo. “Tomo, como me mandan, esta
ofrenda consagrada a Plutón. Te desligo de tu cuerpo” Dice y le corta el
bucle con su mano. Al instante se disipa todo el calor del cuerpo y su vida se
pierde entre las auras.
LIBRO SEXTO
Los troyanos llegan al puerto de Cumas, al norte de Nápoles,
y Eneas sube a la caverna del templo de Apolo donde escucha su oráculo de
labios de la Sibila. Cumple sus instrucciones y en su compañía desciende al
reino de las sombras. Cruza la laguna Estigia y se detiene primeramente en los
campos de las lágrimas donde moran los que han muerto antes de tiempo. Allí se
encuentra con Dido:
No lejos aparecen extendidos en
todas direcciones los campos de las lágrimas –así se los designa- . A los
que el duro amor fue consumiendo con su cruel congoja, allí escondidas sendas
los adogen en los claros de una umbría de mirtos. Ni en la misma muerte les
abnadona su ansiedad.
... entre ellas iba la fenicia Dido vagando por un bosque espacioso con
su herida abierta todavía. Así que el héroe troyano estuvo cerca de ella y
conoció su sombra velada entre las sombras, lo mismo que se ve o parece verse
la luna nueva alzarse entre las nubes, dejó correr las lágrimas y su amor le
habló así con dulce acento: “¡Infortunada Dido, con que era cierta la
noticia que me había llegado de tu muerte, que te habías quitado la vida con
la espada! ¿He sido yo, ¡ay! , la causa de tu muerte? Por los astros te lo
juro, por los dioses de lo alto, por lo que hay de sagrado – si algo existe-
en lo hondo de la tierra, contra mi voluntad, reina, dejé tus playas. El
mandato divino que me obligaba a caminar ahora por estas sombras,... me forzó a
someterme a su imperio. Mas no pude pensar que iba a causarte tan profundo dolor
con mi partida. Detén el paso. No esquives mi mirada.
¿De quién huyes? Es la última vez que me concede el hado hablar
contigo”. Así trataba Eneas de apaciguar la cólera de su alma y su torva
mirada. Ella le vuelve el rostro y mantiene los ojos clavados en el suelo y no
le mueve más toda su plática que a un duro pedernal o al mismo mármol de
marpesia roca. Se aparta brusca al fin y se va huyendo hostil de su presencia y
se acoge a la umbría en que Siqueo, su esposo de otro tiempo, comparte su
ternura y con el mismo amor le corresponde. Eneas, no menos apenado de su duro
infortunio, la sigue largo trecho con la vista, bañada en llanto y en piedad de
alma.
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