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PURGATORIO
 
Traducido por Bartolomé Mitre
 
 
 
CANTO I

     Por correr mejor mar, alza la vela
la navecilla de mi ingenio errante,
que deja tras de sí tan cruel procela.

     Canto el segundo reino, en que anhelante
se purifica el alma humana, en vía
de alzarse digna al cielo bienandante.

     Resurja aquí la muerta poesía,
¡oh, santas Musas que me dais confianza!
¡Alce Caliope un tanto su armonía,

     y acompañe mi canto la pujanza,
con que de nuevo Urrucas el respiro,
ahogó, de remisión, sin esperanza!

     Dulce color del oriental zafiro
que en el sereno espacio difundía
el éter, hasta el fin del primer giro,

     de nuevo deleitó la vista mía,
fuera del aura muerta y sus dolores,
que ojos y pecho contristado había.

     Bello planeta que conforta amores
hacía sonreír todo el oriente,
velando en luz los Peces precursores.

     Volvíme a diestra mano, y puse mente
al otro polo, y vide cuatro estrellas
que sólo vió la primitiva gente.

     Parecía gozarse el cielo en ellas.
¡Oh, viudo septentrión entristecido,
que estás privado de mirar aquéllas!

     Cuando su luz de vista hube perdido,
volvíme un poco hacia el opuesto polo
donde el Carro se había sumergido,

     y cerca vi de mí un anciano solo,
que al verle, reverencia era debida,
cual la que el hijo al padre da tan sólo.

     Larga barba, algún tanto emblanquecida,
llevaba, y cabellera semejante,
en trenzas sobre el pecho repartida.

     Las santas luces de esplendor radiante
alumbraban su rostro con su fuego,
como si el sol tuviera por delante.

     «¿Quiénes sois, que subiendo el río ciego,
salido habéis de la prisión eterna?»,
dijo, y la noble barba movió luego;

     y siguió: «¿Quién os guía? ¿qué lucerna
os alumbró en la noche que allá enluta
el valle siempre negro en que se inferna?

     »Del hondo abismo ¿qué su ley inmuta?,
¿o ha revocado el cielo su decreto,
que, malditos, venís hasta mi gruta?»

     Mi guía, entonces, me cogió discreto,
y con señas, con voces y con mano,
me hizo de hinojos tributar respeto.

     Y luego respondió: «Virtuoso anciano,
yo no vengo por mí; mujer del cielo
me ha pedido que acorra a un ser humano.

     »Si el saber quiénes somos es tu anhelo,
lo diré con palabra verdadera,
que al decirlo, de ti nada recelo.

     »Este que ves, no vió noche postrera;
por su demencia se encontró afligido,
tanto, que en su camino se perdiera,

     »si en su auxilio no hubiese yo acudido;
y como no hay más vía en la jornada
que la seguida, por aquí he venido.

     »Le he mostrado la gente condenada,
y mostrar los espíritus pretendo
que purgan bajo ti, su alma manchada.

     »Largo es, cómo decir, y no me extiendo:
de arriba baja la virtud que ayuda
para verte y oírte conduciendo.

     »Que tu valer en su favor acuda:
busca la libertad, que sabe cara,
quien por ella de vida se desnuda.

     »Lo sabes tú, que amarga no encontrara
en Utica la muerte, en que has dejado
la carne, que el gran día hará preclara.

     »Ningún decreto eterno hemos violado:
éste es un vivo, y Minos no me manda.
Donde los castos ojos me han mirado,

     »de Marzia, estoy, y aun te demanda,
gran corazón, la tengas por esposa.
Acoge por su amor nuestra demanda.

     »Déjanos ir por tu región piadosa,
de siete reinos; que éste, agradecido,
de ti en la tierra hará mención honrosa.»

     «Marzia», dijo, «a mis ojos grata ha sido
mientras viví en el mundo en otra hora,
y consiguió de mí cuanto ha querido.

     »Si más allá del Aqueronte mora,
yo aparte estoy del mal, por ley dictada,
cuando salí del limbo en buena hora.

     »Mas si te guía Bienaventurada,
como lo dices, ella te asegura;
que tu demanda sea propiciada.

     »Anda, y ciñe de un junco la cintura
de ese mortal, y lava su semblante,
para quitarle toda mancha impura.

     »No es bueno se presente así delante,
con sombras que sorprendan la mirada,
del que es del paraíso el anunciante.

     »En torno de esta islilla, a la bajada,
por el costado que la bate la honda,
el junco crece, en playa empantanada:

     »ninguna planta que produzca fronda
o pueda endurecerse, tiene vida,
cuando inflexible a percusión responda.

     »No renovéis la senda recorrida:
el sol que nace os mostrará el camino,
y de este monte la mejor subida.»

     Y desapareció, y acto contino
miré en silencio, de mi guía al lado,
escrutando en sus ojos mi destino.

     «Mis pasos», díjome, «sigue, hijo amado:
volvamos hacia atrás, que aquí declina
esta llanura que hemos contorneado.»

     El alba vence la hora matutina,
que huye delante de ella, y aun lejano
percibo el tremolar de la marina.

     Seguimos solitarios por el llano,
como quien busca la perdida estrada,
y, mientras tanto, todo es tiempo vano.

     Al llegar a la parte resguardada,
que pugna con el sol, donde el rocío
no evapora la luz de la alborada,

     ambas manos impuso el maestro mío
sobre la húmeda hierba, blandamente;
y yo que penetré su intento pío,

     mis mejillas tendíle prontamente,
en llanto humedecidas; y borrado
el infernal color quedó en mi frente.

     Llegamos hasta el borde desolado,
donde mortal que al mundo retornara
en sus aguas jamás ha navegado.

     Y como el buen anciano aconsejara,
me ciñó la cintura con un junco;
y, ¡oh, maravilla», al punto retoñara

     la humilde planta, de su gajo trunco.




CANTO II
 

     Ya estaba el sol al horizonte junto,
que cubre con su cerco meridiano
Jerusalén en su más alto punto.

     La noche, opuesta en círculo lejano,
sale del Ganges con la fiel Balanza,
que al levantarse el sol cae de su mano;

     y del blanco y del rojo la semblanza,
marcando el paso de la bella aurora,
pasa al fin del dorado a la mudanza.

     Aun cerca de la mar estamos ora,
tal como aquel que piensa en su camino
con deseos, y el cuerpo se demora;

     y como vese en cielo matutino,
de Marte, entre el vapor, la luz rojiza,
al ocaso bañar campo marino,

     así me pareció venir de prisa
una luz por el mar, y que volaba,
tal que un ala veloz fuera remisa.

     Y mientras al maestro interrogaba,
apartando mi vista, al remirarla
vi que con más fulgor la luz brillaba.

     Por ambos lados puede contemplarla,
y vi una blanca forma reluciente,
y abajo, otra más blanca, al observarla.

     Mudo el guía, miraba atentamente,
y al ver el ala blanca en la barquilla,
al nauta conoció distintamente.

     Y exclamó: «¡Dobla en tierra la rodilla:
es el ángel de Dios: plega las manos!
Ministro de divina maravilla,

     »ve cual desdeña bártulos humanos;
no emplea remos; cual celeste vela,
su ala cruza los mares más lejanos.

     «Ve cuan erguido sobre el agua vuela,
batiendo el aire con eterna pluma,
que no es mortal cual pelo que se pela.»

     Así miro avanzar entre la bruma
aquella ave divina de luz viva,
tan deslumbrante que su vista abruma.

     Doblo la faz; y entonces a la riba
toca el esbelto esquife, tan ligero
que apenas roza el agua fugitiva.

     Viene a la popa el celestial nauclero,
de beatitud el signo en él inscripto,
con cien almas que trae al surgidero.

     «¡In exitu Israel», cantan, «de Ægypto!»,
las almas a una voz, fervientemente,
con todo lo demás del salmo escrito.

     De la cruz hizo el signo reverente,
y, dejando en la playa a los viajeros,
volvió, como al venir, rápidamente.

     Parecía que fuesen forasteros,
pues, asombrados, todo lo miraban,
cual quien mira con ojos noveleros.

     Rayos de sol los cielos saeteaban,
y sus certeras flechas al poniente
a Capricornio del cenit lanzaban.

     Cuando la nueva turba alzó la frente,
se vino hacia nosotros, preguntando:
«¿Por dó al monte se va derechamente?»

     Virgilio respondió: «Estáis pensando
que almas somos del sitio habitadoras;
pero vamos también peregrinando.

     »Hemos llegado aquí no ha muchas horas,
por vía que es tan áspera y tan fuerte,
que estas breñas nos son halagadoras.»

     Al verme sin el signo de la muerte,
y respirando como lo hace un vivo,
palideció la grey, quedando inerte.

     Mas luego, como al ramo del olivo
que levanta de nuevas mensajero,
nadie se muestra de acudir esquivo,

     así corrieron con el pie ligero,
las fortunadas almas adelante,
olvidando hermosear su ser primero.

     Una de ellas llegó de mí delante,
y me abrazó con tan cordial afecto
que movióme a cariño semejante.

     ¡Oh, sombras vanas, fuera de su aspecto!,
tres veces a su espalda eché los brazos,
y otras tantas hallé sólo aire escueto.

     En mi rostro de asombro vió los trazos
la sombra, y sonrióse levemente;
y yo, siguiéndola, fuí tras sus pasos.

     Que parara, me dijo dulcemente:
la conocí; pedí se detuviera
para hablarme, aunque fuese brevemente.

     Y respondióme: «Así cual te quisiera,
con mi carne mortal, te amo sin ella.
Mas ¿dónde vas con planta tan ligera?»

     «Casella mío», repliqué, «la huella
sigo a que he de tornar en otro viaje:
pero tú, como muerto, ¿por qué estrella,

     »tanto tardaste?» Y él: «Ningún ultraje,
si por acaso retardó el permiso
de realizar hasta ahora este pasaje,

     »el que pudiera hacerlo, a mí me hizo:
que en tres meses seguidos ha pasado
a todo aquel que en santa paz lo quiso.

     »Me hallaba donde el Tíber es salado,
cuando sus aguas en el mar derrama,
y allí benigno me acogió a su lado.

     »Su ala hacia el Tíber otra vez lo llama,
do se ve todo espíritu arribado,
que el Aqueronte oscuro no reclama.»

     Y yo: «Si nueva ley no te ha privado
de la memoria de amoroso canto,
que a veces en un tiempo me ha encantado,

     »consuélame, si bien te place, un tanto,
porque el ánima mía y mi persona
se han llenado en el tránsito de espanto.»

     «¡Amor che nella mente mi ragiona!»,
a cantar comenzó tan dulcemente,
que la dulce canción aun mi alma entona.

     Mi buen maestro y yo, y aquella gente,
parecíamos seres bien contentos,
sin cuidados ningunos en la mente.

     Sus notas escuchábamos atentos,
cuando el viejo de cara respetuosa
gritó severo: «¡Espíritus, que lentos

     »os detenéis en negligente posa,
id al monte, limpiando la impureza
que os oculta de Dios la faz piadosa!»

     Cual palomas que en medio a la dehesa
trigo y cizaña tienen por pastura,
tranquilas, sin arrullos de braveza,

     y que, si algo las turba, con pavura
súbitamente dejan la comida,
porque mayor cuidado las apura;

     tal la nueva mesnada sorprendida
el canto abandonó, y a la ribera
corrió cual quien no atina con la huída.

     Nuestra fuga no fué menos ligera.




CANTO III
 

     Así que hubo las almas dispersado
La subitánea fuga en la campaña,
hacia el monte que purga del pecado,

     yo me estreché contra mi fiel compaña.
¿Cómo sin él habría yo corrido?
¿Quién me habría llevado a la montaña?

     Me pareció de sí desavenido:
¡Oh, conciencia tan digna como pura!
¡Cómo tan leve falta te ha dolido!

     Al verle detenerse en la premura
que despoja la acción de su nobleza,
mi mente, en un principio algo insegura,

     se dilató, volviendo la cabeza
al monte que mi vista concentraba,
y que en la tierra sube a más alteza.

     El sol, detrás de mí, rojo flameaba,
y, rompiendo sus rayos mi figura,
adelante mi sombra proyectaba.

     Yo me volví hacia un lado, con pavura
de abandonado estar, cuando veía
delante mí sólo la tierra oscura.

     Mas, confortándome, dijo mi guía:
«¿Por qué tu desconfianza? ¿Tú has pensado
que no te guíe siempre en compañía?

     »Vésper está do se halla sepultado
mi cuerpo, que antes sombra proyectara,
y Nápoles a Brindis ha quitado.

     »Si ora ninguna sombra a mí se encara,
no te admire, que no es propio del cielo
que rayo a rayo asombre su luz clara.

     »Para sufrir tormento en fuego y hielo
Dios del cuerpo nos da la semejanza,
Guardando su secreto a nuestro anhelo.

     »Insensato quien tenga la esperanza
de hallar razón en la infinita vía,
que en uno y tres substancia es y semblanza.

     »Basta a la humana gente con el quia,
pues, si todo supiese en absoluto,
no era preciso el parto de María.

     »Aspiraron a más, pero sin fruto,
los que, perdiendo anhelo sosegado,
alcanzaron tan sólo eterno luto.

     »De Platón y Aristóteles he hablado
y de otros, muchos más.» Y aquí su frente
inclinó silencioso, asaz turbado.

     Al pie de la montaña, en su pendiente,
vimos rocas tan ásperas e inciertas
que atajaran al pie más diligente.

     Entre Lerice y Turbia, más desiertas
no son las sendas figurando escalas,
pues, a éstas comparadas, son abiertas.

     «¿Por dónde este camino tendrá calas»,
dijo el maestro, el paso reposando,
«si se puede subir sin tener alas?»

     Mientras tanto, su rostro doblegando,
recorría el camino con la mente,
e iba en torno la roca contemplando;

     cuando a la izquierda apareció una gente,
que eran almas de andar tan retardado,
que venían muy lenta, lentamente.

     «Alza la vista», dije al maestro amado.
«He aquí quien darnos puede cierta seña,
si es que acaso te encuentras extraviado.»

     Miróme entonces, y con grata seña
dijo: «Vamos, pues vienen tan despacio:
y tú, hijo mío, la esperanza empeña.»

     Lejos estaban con su andar reacio,
y después de mil pasos recorridos,
a buen tiro de piedra en el espacio.

     Vimos a los espíritus reunidos
estrecharse a la roca titubeantes,
como quien sitios ve desconocidos.

     «¡Oh, espíritus, selectos bienandantes»,
dijo Virgilio, «por la paz benigna,
que creo alcanzaréis perseverantes,

     »decidnos, donde el monte aquí se inclina,
si es posible subir al alto risco;
que es triste perder tiempo, al que imagina!»

     Cual corderas que salen del aprisco,
una, dos, tres, y el resto quieto espera,
con timidez y gesto medio arisco;

     Y hacen todas lo que hace la primera,
se detienen o van atropelladas,
sin saber el porqué que las moviera,

     de tal suerte las almas fortunadas
vi yo moverse en pos su cabecera
púdico el rostro, honestas las pisadas;

     pero la sombra que cabeza hiciera,
al ver la luz, en tierra interceptada,
y que mi sombra a diestra se extendiera,

     se detuvo y quedó maravillada:
y el resto de la banda, símilmente,
sin saber el porqué quedó parada.

     «Sin que lo preguntéis: es un viviente»,
el guía dijo por calmar su anhelo;
«y por eso oscurece el sol luciente.

     »Y no os asombre, pues lo quiere el cielo,
que pueda traspasar esta barrera,
por especial virtud, fuera del suelo.»

     Y aquella gente digna respondiera:
«Tornad y de nosotros id delante»,
y saludó con mano placentera.

     Y uno de ellos, llegando a mí delante,
así empezó: «Quién seas no pregunto:
mira bien si conoces mi semblante.»

     Lo miré con fijeza en su conjunto:
rubio era y bello y de gentil aspecto,
mostrando un golpe, de la ceja junto.

     Humildemente confesé mi aprieto:
no lo reconocí, y él dijo: «¡Cuida!,
de la imperial Constanza soy el nieto.»

     (Y sobre el pecho me mostró una herida.)
«Soy Manfredo», agregó: «yo te suplico
que si llegas a ver a mi hija querida,

     »de Aragón y Sicilia, timbre rico,
generatriz que fué de su corona,
le digas la verdad, cual la publico.

     »Cuando fué traspasada mi persona
por mortales heridas, repentido
me consagré lloroso al que perdona.

     »He muy grandes pecados cometido;
mas la bondad de Dios es infinita,
y en sus brazos acoge al convertido.

     »Si el pastor de Cosenza, que en mi cuita
mandó Clemente a perseguirme, en su hora,
leído hubiese de Dios la ley escrita,

     »yacerían aún mis huesos ora
a la entrada del puente en Benevento
bajo pesada losa protectora.

     »Hoy la lluvia los baña y mueve el viento,
fuera del reino, casi sobre el Verde,
enterrados con cirios de escarmiento;

     »pero el eterno amor nunca se pierde
por maldición contra la eterna gracia,
mientras florece la esperanza verde.

     »Verdad es que quien muere en contumacia
de nuestra Iglesia y tarde se arrepienta,
debe sufrir su pena y su desgracia

     »en este sitio, tantas veces treinta,
sobre la edad en que murió obstinado,
si con un ruego, remisión no cuenta.

     »Por eso, si me atiendes con agrado,
cuenta por caridad a mi Constanza
cómo me has visto y cómo estoy penado,

     »que aquí la prez del mundo mucho alcanza.»




CANTO IV
 

     Cuando por el placer o la congoja
que alguna facultad nuestra comprenda,
el alma bien a su interior se acoja,

     no es posible a ninguna otra se extienda,
y esto prueba ser falsa la doctrina.
que un alma sobre otra alma luz encienda;

     porque al mirar y oír se determina
cosa que el alma absorba arrebatada,
y corre el tiempo que a medir no atina;

     que a una potencia afecta la escuchada,
y a la otra aquella que en el alma impera;
pues una es libre, la otra aprisionada.

     De esto tuve experiencia verdadera,
al espíritu oyendo y admirando,
cuando a cincuenta grados de la esfera

     estaba el sol sin yo notarlo, y cuando
varias almas gritaron de la altura:
«Aquí tenéis lo que venís buscando.»

     No es mayor de la viña la abertura
que cierra el viñador con un espino
cuando la uva negrea de madura,

     cual era aquel estrecho salvajino
en que el maestro y yo fuimos entrando
y las sombras nos dieron por camino.

     De Noli a San León se va bajando,
y en Bismantova súbese a la cumbre
con los pies; pero aquí sólo volando

     con alas que contrasten pesadumbre;
mas me las dió el deseo, y el buen guía,
que era de mi esperanza única lumbre.

     Por una rajadura se subía,
y era tan escabrosa su estrechura,
que de los pies y manos me valía.

     Cuando llegamos a pisar la altura
y dominar la playa descubierta,
clamé: «¿Qué nos reserva la ventura?»

     Y de él a mí: «Sigue mi paso alerta
hasta alcanzar el punto culminante,
donde encontremos una escolta cierta.»

     Y era la altura tal, que trepidante
la vista se ofuscaba, y sus costados
como una línea a plomo del cuadrante.

     Yo sentía los miembros extenuados,
y dije al dulce padre: «Vuelve y mira,
que voy sólo a quedar con pies cansados.»

     «Hijo», me dice, «anímate y respira.»
y me mostró una peña dominante
que en el contorno de aquel monte gira.

     Me espoleó su palabra confortante,
y a gatas me arrastré en su seguimiento
hasta pisar la roca circundante.

     Ambos tomamos al llegar asiento
y volvimos la vista hacia el levante,
que ver camino andado es un contento.

     Miré primero el fondo colindante,
y luego el sol, y mucho me admiraba
ver a izquierda su rayo centellante.

     Dijo el poeta al ver que absorto estaba
viendo del carro las chispeantes huellas
que entre nosotros y Aquilón pasaba:

     «Si de Cástor y Pólux las estrellas
se hallaran en compaña de ese espejo
que esparce en las esferas luces bellas,

     »rotar verían con fulgor bermejo
el zodíaco a las Osas muy cercana,
si recorriese su camino viejo.

     »Si quieres penetrar bien este arcano,
recapacita y piensa, que este monte,
aunque opuesto a Sión y en mar lejano,

     »tienen ambos idéntico horizonte
en los dos hemisferios, que es la senda
que con su carro no acertó Faetonte;

     »y por eso conviene que se atienda
que ambos montes están de opuesto lado,
a fin que tu intelecto bien me entienda.»

     «Comprendo», respondí, «que no he mirado
con ojos claros, y ahora bien discierno
lo que antes mi razón no hubo alcanzado.

     »Este es el semicírculo superno
del movimiento, el Ecuador llamado,
que siempre está entre el sol y entre el invierno,

     »de suerte que - según me has explicado -
se acerca al Septentrión, cuando el Hebreo
puede mirarlo del candente lado.

     »Mas si te place, colma mi deseo:
¿Mucho hay que andar en la áspera subida?,
porque su fin ni en lontananza veo.»

     Y él: «La montaña se halla repartida
de tal manera, que el comienzo es grave,
Y más arriba, a más subir convida.

     »Más adelante has de encontrarla suave
y sentirás tu paso tan ligero
como con viento en popa anda la nave.

     »Hallarás al final de este sendero
tregua a tu afán: en tanto, aquí reposa.
Y nada más, que esto es lo verdadero.»

     Y en pos de esta palabra cariñosa
se oyó cerca una voz que nos decía:
«Tal vez será la ruta fatigosa.»

     Y al volvernos notamos que salía
a la izquierda de un risco vigoroso
que aun ni uno ni otro percibido había.

     Al acercarnos vimos silencioso
un grupo de su sombra cobijado,
como en el suelo se echa el perezoso:

     uno me pareció más fatigado,
que ocultaba en sus brazos la cabeza
de sus propias rodillas abrazado.

     «Maestro», pregunté, «¿qué sombra es ésa
que entre las otras es más indolente,
cual si fuese su hermana la pereza?»

     En nosotros, la sombra puso mente,
por debajo la pierna el ojo echando,
y dijo: «Sube tú, que eres valiente.»

     Quién era entonces conocí, y aun cuando
la angustia del cansancio me afligía,
me aproximé a su lado jadeando;

     Y él la cabeza apenas si movía,
diciendo: «¿Has visto el sol cuando se mueve
y hacia el hombro siniestro el carro guía?»

     Su floja acción y su palabra breve
a sonreír me habían provocado,
y comencé: «No a compasión me mueve,

     »Bellacqua, tu penar. ¿Por qué sentado
estas aquí? ¿Aguardas algún guía,
o es que has vuelto a tu ser acostumbrado?»

     Y él: «En subir yo nada ganaría:
ángel de Dios que vela en la portada
ir al martirio no me dejaría.

     »Antes que al purgatorio tenga entrada,
dispone el cielo que transcurra un giro
igual al tiempo de la vida andada;

     »y la expiación aplaza hasta el suspiro,
a menos que plegaria de alma humana
a tanta penitencia dé un respiro.»

     «El sol alcanza ya su meridiana»,
dijo el maestro, que adelante iba;
«ven, que la noche se halla muy cercana,

     »pisando de Marruecos la otra riba.»




CANTO V
 

     Y a las sombras se habían disipado:
yo seguía las huellas de mi guía,
cuando delante a mí, con dedo alzado,

     una gritó: «¡Ved cual apaga el día
el que a la izquierda va por el costado:
que es viviente tal vez parecería!»

     Volví mis ojos al que había hablado,
y vi a la turba ver, maravillada,
a mí, tan sólo a mí, y el sol quebrado.

     «¿Por qué sientes el alma conturbada»,
dijo el guía, «y tu marcha es insegura?
¡Qué importa lo que diga esa mesnada!

     »Sigue y deja esa gente que murmura;
sé fuerte como torre en el embate,
que el viento no conmueve y la asegura;

     »que el hombre que entre ideas se debate,
trepida y su potencia debilita,
y pierde su objetivo en el combate.»

     ¿Qué podía decir con alma aflicta,
sino empezar? «Te sigo avergonzado,
con rubor que perdones solicita.»

     En tanto, y de través al otro lado,
vi gente de la vía en el entronco
cantando un Miserere compasado:

     al acercarse y ver que con mi tronco
apagaba los rayos planetarios,
trocóse el canto en ¡oh! muy largo y ronco.

     Y dos de ellos a modo de emisarios
se avanzan y preguntan asombrados:
«¿Quiénes sois? ¿De dó sois originarios?»

     «Volved», dijo mi guía a los enviados,
«y decid que es de carne verdadera
el cuerpo de este ser. Id sosegados.

     »Si por su sombra ver, estáis a espera,
basta que os diga: le debéis honores,
que él puede hacer la pena más ligera.»

     Nunca vi de la tarde los fulgores
tan pronto atravesar cielo sereno,
ni sol de agosto penetrar vapores,

     como a las sombras vi volver de lleno
al punto de partida, y darnos frente,
cual jinetes corriendo en desenfreno.

     «Avanza hacia nosotros muchas gente
y viénente a rogar», dijo el poeta:
«no te pares y escucha atentamente.»

     «Alma que vas a la mansión selecta,
y con los propios miembros que has nacido»,
llegó clamando: «un tanto el paso aquieta:

     »mira si alguna nuestra has conocido,
para dar en el mundo buena cuenta.
¿Por qué te vas?, deténte complacido.

     »A todas nos hirió muerte violenta:
pecadoras, al fin de última hora
en que la luz celeste nos alienta.

     »En paz con Dios salimos en buena hora,
de la vida, y a tiempo arrepentidas
invocando su gracia bienhechora.»

     Yo respondí: «Me son desconocidas
vuestras faces, fijando las miradas;
pero por vuestras almas bien nacidas,

     «serán vuestras demandas propiciadas,
en la paz que yo busco con mi guía,
de mundo en mucho en tierras encontradas.»

     Y uno de ellos repuso: «En ti se fía
cada uno, sin que le hagas juramento,
que de tu buen querer no desconfía.

     »Yo, que te hablo con pío sentimiento,
te ruego que, si ves el caro suelo
que entre Carlo y Romaña tiene asiento,

     »me otorgues tu plegaria de consuelo,
en Fano, descargando el alma mía
de culpas que aquí lloro en desconsuelo.

     »Allí nací; después la sangre mía
brotó por mis heridas, cuando estaba
en Antenoria, donde asilo había;

     »y donde más seguro me juzgaba
matóme el duque d'Este lleno de ira,
el derecho violando que amparaba.

     »¡Ah!, si me hubiese refugiado en Mira
cuando en Oriaco fuera yo alcanzado,
gozara el aire que tu mundo aspira;

     »mas corrí a las lagunas desalado,
donde entre fango y cañas, ¡que aun lo veo!,
en un lago de sangre caí postrado.»

     Y otro habló: «Que se cumpla el gran deseo
que te conduce a este elevado monte;
que al mío ayudarás lo pienso y creo.

     »Yo soy de Montefeltro: soy Buonconte:
nadie, no, ni aun mi Juana, de mí cura,
porque hoy mi baja frente nada afronte.»

     Y yo a él: «¿Qué fuerza, qué aventura
te hizo desaparecer de Campaldino;
pues se ignora cuál fué tu sepultura?»

     Y él respondió: «Al pie del Casentino
hay un río que llaman el Arquiano,
y sobre el Yermo nace en Apenino,

     »y que pierde su nombre en el rellano:
allí llegué la gola traspasada
huyendo a pie y ensangrentando el llano;

     »ciego, con la palabra anonadada,
murmuré el dulce nombre de María,
y allí cayó mi carne mutilada.

     »Te diré la verdad, por si algún día
ruegas por mí: un ángel del infierno
a un ángel celestial que me acogía,

     »gritó: Me quitas tú lo que es eterno
por una lagrimilla en recompensa;
pero este cuerpo es mío y lo gobierno.

     »Bien sabes que en el aire se condensa
el húmedo vapor, que agua se vuelve
del alto frío en la región inmensa.

     »Allí el genio del mal, que el mal resuelve,
mueve maligno el humo con el viento
por el poder que su natura envuelve.

     »Iba ya a oscurecer, y en un momento,
de Prato al monte nube tempestuosa
llenó el valle, toldando el firmamento.

     »El aire se volvió lluvia copiosa,
y al descender corrió por las pendientes
la que no se bebió la tierra ansiosa.

     »Y reunidas las rápidas corrientes
a las del Arno, todo fué arrastrado
con fuerza irresistible de torrentes.

     »El Arquiano arrastró mi cuerpo helado
hasta el Arno, y deshizo enfurecido
la cruz que, con mis brazos, figurado

     »había yo, por el dolor vencido;
me llevó por su cauce a lo profundo,
y entre su fango me dejó sumido.»

     Siguió un tercer espíritu al segundo:
«Cuando descanses de tu larga vía
y vuelvas otra vez a ver el mundo,

     »acuérdate de mí: yo soy la Pía:
Siena me hizo, y me mató Marema;
lo sabe aquél que, en nuevo anillo, un día

     »puso en mi dedo desposoria gema.»




CANTO VI
 

     Cuando termina el juego de la zara,
y el que pierde, retírase doliente,
repitiendo las suertes que compara;

     con el que gana va toda la gente,
los unos por detrás y otros delante,
o hacen el lado muestra de presente:

     escucha el ganador con buen semblante,
esquivando la mano, y va de priesa,
y, defendiéndose, sigue adelante;

     tal me encontraba entre la turba espesa
volviendo el rostro al uno y otro lado,
y librarme merced a una promesa.

     Allí vi al Aretino, a quien airado
con fiero brazo Tacco dio la muerte,
y aquel que perseguido murió ahogado,

     suplicaban allí con mano inerte,
Novello, y el Pisano que sin vida,
reanimó de Marzucco el alma fuerte.

     Vi al conde de Orso; y el alma dividida
del cuerpo (por malicia o por envidia,
según él, no por culpa cometida),

     de Pier de Broccia, digo (y de su insidia
se guarde la princesa de Brabante
para no verse en más penosa lidia).

     Libre ya de la turba suplicante
que oración redentora me pedía
para alcanzar la gracia edificante,

     yo comencé: «Paréceme, luz mía,
que expresas en las hojas de tu texto,
que un decreto del cielo no podría

     »la plegaria alterar. Si piden esto,
de éstos sería la esperanza vana,
o tu dicho ¿no está bien manifiesto?»

     Y de él a mí: «Su inteligencia es llana,
y la esperanza de éstos no es quimera
si bien se mira con la mente sana;

     »pues el juicio supremo no se altera
porque fuego de amor haya pagado
lo que un alma cumplir aquí debiera.

     »Y allí donde otra cosa yo he afirmado
enmienda no cabía, por efecto
que Dios del ruego estaba separado.

     »No te es dado aclarar tan gran secreto;
disipa toda duda y sólo fía
en la verdad que alumbra el intelecto.

     »Entiendes que a Beatriz me refería:
tú la verás en la encumbrada meta
de este monte, sonriente de alegría.»

     Yo exclamé: «Caro guía, el paso aprieta:
la fatiga pasó que me afligía:
ve que el monte su sombra ya proyecta.»

     «Caminaremos mientras haya día»,
repúsome, «cuanto nos sea dado;
pero la empresa es ardua todavía.

     »Antes que la eminencia hayas pisado
verás de nuevo el sol, que en el presente
no se halla por tu cuerpo interceptado.

     »Pero diviso un alma penitente,
sola, muy sola, que parece aguarda:
tal vez nos ponga en vía prontamente.»

     Y al acercarnos, ¡oh, ánima lombarda!,
¡cómo estabas altiva y desdeñosa,
con profunda mirada, honesta y tarda!

     Ella en tanto yacía silenciosa;
pero dejaba hacer, fijo mirando
a guisa de león cuando se posa.

     Virgilio, empero, se acercó, rogando
que nos mostrase la mejor subida:
y contestó, a su vez interrogando

     sobre la tierra nuestra y nuestra vida;
y el dulce guía, apenas comenzaba
«Mantua»... a decir, la sombra estremecida

     vino del sitio en que parada estaba,
exclamando: «¡Oh, Mantuano! ¡Soy Sordello!
¡Soy de tu mis tierra!»..., y lo abrazaba.

     ¡Oh, Italia esclava, habitación del duelo;
nave en gran tempestad, sin su piloto;
señora de un burdel, no de tu suelo!

     Para el alma gentil, bastó el remoto
dulce recuerdo de nativa tierra,
para brindar al compatriota el voto,

     mientras tú vives en perpetua guerra,
y con tus mismas manos te destrozas,
aun entre muros que igual foso cierra.

     Mira, ¡infeliz!, las playas espaciosas
de tu marina, y busca si en tu seno
en parte alguna con la paz te gozas.

     ¿De qué sirvió que te ajustase el freno
Justiniano, si está la silla rota?
Sin él, tu oprobio fuera menos pleno.

     ¡Ay!, gente, que debieras ser devota
al César en su trono bien sentado,
¡entiende bien lo que tu Dios te nota!

     ¡Ve la fiera que brava se ha tornado
porque sólo la brida manejastes
sin haberla de espuelas adiestrado!

     ¡Oh, tú, tudesco Alberto, que dejaste
que ella se hiciera indómita y salvaje
porque en sus hombros nunca cabalgaste!

     ¡Justa sentencia desde el cielo baje
sobre tu sangre; y sea tan de cierto
que a tu heredero el miedo le trabaje;

     pues por ti, con tu padre de concierto,
por codicia de tierras apartadas,
el jardín del imperio fué un desierto!

     ¡Ven, y verás facciones desalmadas;
Montescos, Filipescos, Capuletos
Y Monaldos, y gentes contristadas!

     ¡Ven a ver a tus nobles predilectos,
y su magaña dura y opresora,
y ve si en Santafior se encuentran quietos!

     ¡Mira a tu Roma que al presente llora
viuda y sola, que en día y noche clama:
«¿Por qué mi César me abandona ahora?»

     ¡Ven a mirar cuánto la gente se ama!
Y si piedad alguna no has sentido,
¡ven a tener vergüenza de tu fama!

     ¡Oh, Jove, el invocarte es permitido,
pues fuiste por amor crucificado!
¿Tus justos ojos se han oscurecido?

     ¿O en tu profundo fallo has ordenado,
como presagio de una suerte buena,
que el bien por hoy nos sea denegado?

     Toda la tierra itálica está llena
de tiranos, tornándose en Marcelo
cualquier villano que facción ordena.

     Florencia mía, toma por consuelo
mi digresión, que a ti nada te toca,
merced del pueblo a su discreto celo.

     En muchos, la justicia que se evoca,
tarda dispara su arco, por cordura:
la de tu pueblo está sobre su boca.

     Muchos renuncian la común procura,
mas tu pueblo solícito responde,
gritando: «¡Yo la agarro!», y la asegura.

     Alégrate, que a ti te corresponde;
rica, en paz y regida con prudencia;
si hablo verdad, su efecto no se esconde.

     Lacedemonia, Atenas, con su ciencia,
con sus leyes antiguas, tan civiles,
buena hicieron, un poco, su existencia;

     pero tú, con tus leyes tan sutiles,
a mitad de noviembre has alcanzado
sin que tus leyes en octubre enhiles.

     ¡Cuántas veces en tiempo no olvidado,
leyes, moneda, cargos y costumbre,
al innovar gobiernos has mudado!

     Acuérdate; cuando la luz te alumbre
te verás como enferma que, tendida
sobre plumas, tan sólo pesadumbre

     al revolverse encuentra dolorida.




CANTO VII
 

     Después de la acogida placentera,
que renovaron ambos con dulzura,
Sordello al guía preguntó quién era.

     «Antes de que viniesen a esta altura
las almas que la gracia ha señalado,
Octavio dió a mis huesos sepultura.

     »Virgilio soy: no por mayor pecado,
de fe sólo por falta, perdí el cielo.»
Así repuso el maestro interrogado.

     Cual quien mira de pronto con anhelo,
maravillado, lo que está esperando,
y exclama: ¿Es o no es? en su desvelo,

     tal Sordello, los párpados bajando
humildemente, de respeto en signo,
de Virgilio las plantas abrazando,

     así exclamó: «¡Oh, gloria del Latino,
que el poder de su lengua ha revelado!
¡De donde yo nací, renombre digno!

     »¿Por qué gracia especial me eres mostrado?
Si digno soy de oírte humildemente,
¿di si vienes del mundo condenado?»

     «Por los cercos del ámbito doliente»,
respondió, «de muy lejos he venido
por virtud que me mueve providente.

     »No por hacer, más por no hacer, perdido
tengo el cielo, por ti tan anhelado,
y que tarde me fuera conocido.

     »Hay abajo un lugar entenebrado
en donde no hay aullidos ni tormentos,
donde sólo el suspiro ha resonado.

     »Allí estoy con los párvulos, no exentos
de la culpa que a tiempo no lavaron,
y la muerte mordió sin sacramentos;

     »allí conmigo los que no alcanzaron
las tres santas virtudes a vestirse,
aunque todas las otras practicaron.

     »Mas si sabes, y bien puede decirse,
indícanos cuál es mejor sendero
por donde al purgatorio pueda irse.»

     La sombra: «Aunque mi puesto no es certero,
hasta lo alto subir no me es vedado,
por lo que puedo ser tu compañero.

     »Pero al ocaso el sol está inclinado;
de noche no es posible la subida,
y es forzoso buscar sitio abrigado.

     »Hacia el lado derecho está reunida
una legión de sombras: si te place
a conocerlas la ocasión convida.»

     «¿Cómo?», dijo Virgilio. «¿Y qué más hace
de noche caminar?, nada recelo.
¿Habrá quien del camino me rechace?»

     Rayó Sordello con el dedo el suelo,
diciendo: «Cuando el sol se haya ocultado,
no ir más allá es voluntad del cielo.

     »No es que te sea el paso contrastado
por otra cosa que la noche umbría;
y lo que no se puede, está vedado.

     »Empero, descender bien se podría,
y recorrer la costa, en torno errando,
mientras que nos alumbre luz del día.»

     Virgilio, poco menos que admirando,
«Llévanos», dijo, «donde placentera
pueda sernos la noche, demorando.»

     No lejos, continuado la carrera,
vi un barranco cavado a los extremos,
que como un valle de los nuestros era.

     Dijo la sombra: «Luego llegaremos
donde el monte un recodo manifiesta,
y allí que venga el día esperaremos.»

     Entre el llano y la escarpa va una cuesta
que por tortuosa senda que se inclina
nos lleva donde el monte más se acuesta.

     Grana, plata con oro, leche albina,
esmeralda brillante en su fractura,
índico palo que el pulido afina,

     al lado de las flores y verdura
de este seno su brillo apagaría,
como en gran luz es la menor oscura.

     Mas no sólo colores esplendía:
suavísimos olores lo impregnaban,
que misteriosa esencia difundía.

     ¡Salve Regina!, a unísono entonaban
almas sentadas en florido prado,
que en aquel verde valle se ocultaban.

     Dijo el que nos había acompañado:
«No pidáis que os conduzca a la llanura
antes que el sol su luz haya anidado.

     »Mejor contemplaréis desde la altura
de esas sombras los rostros y el talante,
que bajando del valle en su procura.

     »El que está más arriba, con semblante
de haber grandes deberes descuidado,
y que enmudece entre la grey cantante,

     »fué Rodolfo, que pudo en su reinado
curar las llagas de la Italia muerta.
¡Vendrá muy tarde quien lo intente osado!

     »Quien lo conforta con mirada cierta,
rigió la tierra que agua en abundancia
da Molda al Elba, y Elba a mar abierta:

     »Otocar fue, que gobernó en su infancia
mejor que su hijo Wenceslao barbado,
que yace en lujuriosa intemperancia,

     »Ese romo que se halla junto al lado
de ese de noble aspecto, tan derecho,
murió huyendo, y el lis ha desflorado.

     »Mírale allá cual se golpea el pecho;
y al otro, que suspira y que convierte
crispada mano, de mejilla en lecho.

     »Padre y suegro del rey que en mala suerte
tocó a la Francia, por la torpe vida
de su hijo y rey, se duelen en la muerte.

     »Y el que ostenta estatura tan fornida,
y voz aduna al de nariz no escaso,
la cuerda del valor llevó ceñida.

     »Si rey no hubiera sido tan de paso,
el joven que detrás está sentado
bien pasara el valor de vaso en vaso.

     »De otros hijos decir tanto no es dado;
Santiago y Federico reinan ora,
pero el reino mejor no han heredado.

     »Porque no siempre de raíz creadora
la probidad humana ha retoñado;
que quien la da, concede al que la implora.

     »De ese nasón el hijo bastardeado,
cual los del otro que a su lado canta,
a la Apulia y Provenza ha desolado.

     »Tanto ha degenerado aquella planta,
cuanto más a Beatriz y a Margarita
y a Constanza, su muerto esposo encanta.

     »Ved al rey que vivió vida bendita,
que solo está: Enrique es de Inglaterra:
a éste su prole en la virtud imita.

     »Quien más abajo está tendido en tierra
mirando arriba, fué el marqués Guillermo,
por quien Alejandría hace en su guerra,

     »de Canavese y Monferrato un yermo.»




CANTO VIII
 

     Era la hora en que sentir consigo
el navegante enternecido quiere,
el día del adiós al dulce amigo;

     y al novel peregrino, amor le hiere,
si una campana suena en lo lejano,
como llorando el día que se muere;

     cuando sentí el oído como en vano,
mirando solo una de aquella almas,
que atención les pedía con la mano:

     uniendo y levantando sus dos palmas,
volvió sus ojos fijos al oriente,
como diciendo a Dios: ¡Sólo tú calmas!

     Te lucis ante, tan devotamente
de su boca brotó, con dulces notas,
que enajenaban corazón y mente;

     y dulcemente las demás, devotas,
siguieron entonando el himno entero,
con su ojo a las esferas más remotas.

     Busca, lector, sentido verdadero
a esta visión de velo transparente,
que es fácil traspasar por lo ligero.

     Vi ejército gentil, que penitente,
después del himno, contemplaba el cielo,
pálido, y esperando humildemente;

     y de lo alto bajar en raudo vuelo
dos ángeles con fúlgidas espadas,
sin punta, como en signo de consuelo:

     verdes, como las hojas renovadas,
sus vestes se agitaban levemente,
verdes alas, a espalda ventiladas.

     Uno de ellos bajó por nuestro frente
y el otro descendió por parte opuesta,
quedando en medio la piadosa gente.

     Vi que era blonda la cabeza, enhiesta,
mas contemplar sus rostros no podía,
a su esplendor mi vista contrapuesta.

     Dijo Sordello: «Mándalos María
a custodiar el valle amenazado,
porque se acerca la serpiente impía.»

     Y yo, que no sabía de qué lado,
interrogué del valle los extremos,
y me acogí a mi guía, todo helado.

     «Ora», agregó Sordello, «bajaremos;
que seréis recibidos con agrado,
y con las grandes sombras hablaremos.»

     Creo que ni tres pasos hube andado,
y a un espíritu vi que parecía
querer reconocerme con cuidado.

     El aire ya la noche ennegrecía,
pero no tanto que no fuese dado
discernir lo que el ojo percibía.

     El vino a mí; yo me acerqué a su lado.
¡Oh, Nino, noble juez, cual fué mi gozo
al no hallarte en el mundo condenado!

     Y después de un saludo cariñoso,
Nino me preguntó: «¿Cuándo has venido
al pie del monte, por el mar undoso?»

     «¡Oh!», respondí: «Por sitio entristecido,
esta mañana vine, en primer vida,
para la otra alcanzar arrepentido.»

     Nino y Sordello, mi respuesta oída,
hacia atrás se volvieron de improviso.
como acontece a gente desmarrida.

     Uno mira a Virgilio; otro remiso
se dirige a un sedente: «¡Sus! ¡Conrado!,
ven a ver lo que Dios por gracia quiso.»

     Y vuelto a mí: «Por el favor preciado,
que a Aquél le debes, que profundo esconde
su alto porqué; cuando hayas traspasado

     »el ancho mar y que te encuentres donde
mi Juana está, dirás que por mí clame
allá donde a inocentes se responde.

     »Pienso que ya su madre no me ame,
pues por otra trocó su blanca venda,
que mísera tal vez tarde reclame.

     »Y por ella es muy fácil se comprenda
lo que en mujeres fuego de amor dura,
cuando el ojo y el tacto no lo encienda.

     »No le dará tan bella sepultura
el Milanés, que en Víbora se acampa,
cual se la diera el Gallo de Gallura.»

     Así dijo, marcándose en la estampa
de su aspecto, su noble y recto celo,
que al corazón en su medida alampa.

     Mi vista ansiosa se tornaba al cielo,
donde los astros de amplitud decrecen,
cual rueda junto al eje acorta el vuelo.

     Y el guía: «¿A qué tus ojos obedecen?»
Y yo a él: «Miro esas tres estrellas
que más acá del polo resplandecen».

     Y de él a mí: «Las cuatro luces bellas
que viste esta mañana, están abajo,
y ascienden éstas donde estaban ellas.»

     Mientras tanto, Sordello a sí lo trajo,
diciendo: «Mira allá nuestro adversario.»
Y apuntó con el dedo hacia lo bajo.

     A la parte del valle solitario,
que es sin reparo, una serpiente estaba
(que a Eva tal vez le dió cebo nefario).

     Entre hierbas y flores se arrastraba
el mal reptil torciendo la cabeza,
y lamiéndose el lomo se lavaba.

     No vi, decir no puedo con certeza,
moverse a los halcones celestiales,
pero los vi volar con ligereza,

     y de sus alas verdes las señales
sentí en el aire, huyendo la serpiente,
y tornar a la vez, volando iguales.

     La sombra que acudiera prontamente
al llamado del juez, en el asalto
no dejó de mirarme fijamente.

     «¡Que en la luz que te guía a lo más alto»,
me dijo, «encuentres suficiente cera
para que subas hasta el gran resalto!

     »Y si quieres noticia verdadera
de Valdemagra y la región vecina,
dilo, que allí en un tiempo grande fuera.

     »Me llamaba Conrado Malaspina;
no el antiguo, mas fuí su descendiente,
y el amor a mi prole aquí se afina.»

     Y yo: «Vuestro país no vi presente:
mas ¿cuál es en Europa la demora
que no repita el nombre reverente?

     »La fama vuestra, vuestra raza honora,
por el pueblo y los nobles aclamada,
que hasta os conoce quien allí no mora.

     »Y os juro, ¡que así suba en mi jornada!,
que no ha perdido vuestra honrada gente
el honor de la bolsa y de la espada.

     »Su natura y su genio providente
hace que el genio malo no la aparte
de la senda que sigue rectamente.»

     Y respondióme: «Antes que el sol se aparte,
siete veces girando en su trascurso,
que Aries con cuatro pies monta y comparte,

     »será loado tu cortés discurso,
y quedará clavado en tu cabeza,
si el juicio divinal no cambia curso,

     »con más seguros clavos, con largueza.»




CANTO IX
 

     Del anciano Thytón, la concubina
ya asomaba al extremo del oriente,
al salir de sus brazos, blanquecina,

     con gemas que lucían en su frente,
de aquel frío animal en la figura
que con la cola hiere humana gente.

     Dos pasos daba allí la noche oscura,
replegando al tercero lentamente
sus alas, inclinadas de la altura;

     y yo, de Adán humano descendiente,
me recliné con sueño y con quebranto,
sentándonos los cinco juntamente.

     Era la hora del quejoso canto
que en la mañana da la golondrina,
quizá en memoria del prístino llanto;

     en que libre la mente peregrina,
su carne olvida y con el alma piensa,
contemplando visión cuasi divina;

     y en sueños parecióme ver suspensa
con plumas de oro, un águila en el cielo,
con ala abierta y de mirada intensa.

     Soñaba estar sobre aquel mismo suelo
do Ganimedes fuera arrebatado
y levantando al sumo en raudo vuelo.

     Yo pensaba que sitio acostumbrado
del águila sería, en su despego
de ejercitar sus garras de otro lado.

     Después me pareció que en insosiego
terrible cual relámpago venía
y me llevaba a la región del fuego.

     Y que con ella arder, me parecía;
y entonces, el incendio imaginado
el agitado sueño al fin rompía.

     No de otro modo, Aquiles, despertado,
volvió sus ojos con inquieto giro
al verse a extraño sitio transportado,

     cuando del lado de Quirón, a Scyro
su madre lo llevó, en donde fuera
por los griegos sacado del retiro.

     Así también mi ser se estremeciera,
huyendo el sueño, y pálido cual muerto,
por el espanto helado me sintiera.

     Al lado estaba mi guardián experto:
ya dos horas el sol subido había,
y mi rostro miraba el mar abierto.

     «No temas nada», dijo mi buen guía,
«hemos venido al punto deseado:
no restrinjas, dilata tu energía.

     »Al fin, el purgatorio has alcanzado:
míralo de altas rocas defendido
y ve la brecha de su entrada al lado.

     «El alba había el cielo aclarecido,
y el alma tuya dentro ti dormía,
con tu cuerpo entre flores extendido.

     »Cuando dijo una santa: Soy Lucía:
déjame levantar a ese dormido,
y así lo aliviaré por su alta vía.

     »Las otras bellas sombras no han venido.
Ella te trajo al despuntar el día,
y subiendo, sus huellas he seguido.

     »Sus bellos ojos en que amor lucía,
me señalaron esa brecha abierta,
y tu sueño se fué, cuando partía.»

     Como quien en sí mismo a ver no acierta,
y que cambia en confianza su pavura
cuando al fin la verdad ve descubierta;

     tal cambié yo, pasando la amargura.
Mi guía entonces traspasó el cercado
y yo seguí tras él hacia la altura.

     Lector, bien ves que el tono he levantado
de mi asunto, y así, con mayor arte,
no extrañes lo mantenga reforzado.

     Presurosos, llegamos a la parte
do el recinto mostraba una abertura,
como la brecha que muralla parte.

     Vi una puerta y tres gradas en bajura,
que de vario color cada una era,
y un inmóvil guardián sobre la altura.

     Y como mi ojo más y más se abriera,
lo vi sentado en grado soberano
con rostro que mi vista encegueciera.

     Empuñaba una espada en una mano,
que en nosotros sus rayos reflejara,
de modo que mirarla quise en vano.

     «¿A qué venís aquí?», nos preguntara.
«¿Quién encamina vuestra marcha encierta?
¡Guay, que no os cueste la venida cara!»

     «Mujer del cielo que nos guarda alerta»,
repuso el guía, «aquí nos ha enviado,
diciendo: Id a donde está la puerta.»

     «Que vuestro paso sea afortunado»,
cortés nos dijo el celestial portero:
«Podéis subir hasta el más alto grado.»

     Más cerca vi que el escalón primero
era de mármol blanco, y su tersura
tal, que era espejo de mi cuerpo entero;

     y el segundo, de piedra más oscura,
en ancho y largo de hendiduras plena,
y de color rojizo en su tintura;

     y que el tercero, que la cima llena,
pórfido parecía, tan flamante
como sangre que brota de la vena.

     Con sus plantas sobre éste, dominante
estaba el ángel, al umbral sentado,
que parecióme piedra de diamante.

     Con buena voluntad, de grado en grado
llevóme el guía, y dijo: «Solicita,
con humildad, corra el cerrojo echado.»

     Me prosterné ante su faz bendita,
pedí misericordia y que me abriera,
golpeando el pecho, con la faz contrita.

     Siete P en mi frente describiera
la punta de su espada, y luego: «Lave
estas llagas, adentro», me dijera.

     Ceniza o tierra seca que se cave,
mostraba en el color de su indumento
y de él extrajo entonces doble llave.

     Una era de oro, la otra era de argento:
con la blanca, después con la dorada,
tocó la puerta con mi gran contento.

     «Cuando una llave está desarreglada,
no puede hacer girar la cerradura»,
dijo, «y la puerta queda bien cerrada.

     »Es más precisa la una y más segura,
pero la otra requiere más prudencia,
porque desata el nudo con blandura.

     »Pedro me dijo al darlas: Ten conciencia
que es mejor puerta abierta que cerrada
si el pecador se postra en penitencia.»

     Abrió luego la puerta consagrada,
diciéndonos: «Tened bien entendido
que vuelve atrás quien vuelve la mirada.»

     Crujió la puerta con terrible ruido
sobre los quicios del dintel sagrado,
produciendo metálico sonido,

     cual no crujió el portón nunca violado
que en Tarpeya guardaba el gran tesoro
de que fué el buen Metelo despojado.

     Pensé escuchar después canto sonoro
y música que al canto se mezclaba,
y del Te deum laudamus dulce coro;

     y evocando el recuerdo, imaginaba
oír como en la tierra, vagamente,
el órgano que al canto acompañaba

     sin percibir las voces claramente.




CANTO X
 

     Traspasado el umbral de aquella puerta,
por mal querer del alma, desusada,
que hace parezca recta vía tuerta,

     por el ruido sentí que era cerrada.
¡De haber tornado el ojo a la salida,
qué excusa a la sentencia fuera dada!

     Allí, subimos una roca hendida,
que serpenteando luego se reparte,
cual ola por dos fuerzas combatida.

     «Aquí conviene usar de tino y arte»,
dijo el maestro, «bueno es inclinarse,
ya de una parte, ya de la otra parte.»

     Esto hacía la marcha dilatarse;
y el disco de la luna, ya menguante,
en su lecho empezaba a recostarse,

     y el barranco seguía hacia delante;
hasta que al fin pisamos suelo abierto,
del monte en un rellano circundante.

     Yo fatigado, y uno y otro incierto
del camino, paramos en un llano,
más solo que una senda del desierto;

     desde la orilla confinante al vano,
hasta el pie de la roca, mediría
tres veces el largo del cuerpo humano:

     en cuanto mi ojo allí volar podía
de la cornisa al uno y otro flanco,
de la misma extensión me parecía.

     Inmóviles, sin dar siquiera un tranco,
noté que en su contorno la subida
era todo de un mármol puro y blanco,

     sin presentar en su extensión salida;
con relieves, mas no de Policleto,
que por ellos natura era vencida.

     El ángel nuncio del pascual decreto
de la paz, que a la tierra que lloraba
abrió el cerrado cielo con afecto,

     su celestial imagen nos mostraba,
con tal verdad, con expresión tan suave,
que su boca en el mármol palpitaba,

     como si fuese a pronunciar el Ave;
y la pura y sin mancha estaba al lado,
que del divino amor tiene la llave,

     y en sus labios tenía modelado
el Ecce Ancilla Dei, tan propiamente
cual en cera se ve sello estampado.

     «No mires hacia un lado solamente»,
dijo el sabio que al lado me tenía
en donde el corazón tiene la gente.

     Y al apartar los ojos de María,
más allá de su imagen, donde estaba
el que mi incierto paso dirigía,

     otra historia la roca presentaba,
que me hizo levantar con más premura
donde mejor la vista dilataba;

     y contemplé en el mármol la escultura,
del carro con sus bueyes y arca santa,
que hacer lo que es de Dios, castigo augura.

     Formada en siete coros se adelanta
toda la gente; y con sentido intenso,
trepido entre si canta o si no canta.

     Creía ver las nubes del incienso,
y aun su olor en los aires percibía,
sin dar al Sí ni al No, seguro ascenso.

     Aquel bendito vaso, precedía
con humildad bailando, el gran Salmista,
que más que rey y menos parecía.

     A su frente, clavándole la vista,
Micol de su palacio lo admiraba,
como la esposa a quien despecho atrista.

     Moví mi pie del punto en que me hallaba,
para observar de cerca nueva historia,
que en blanco, tras Micol, se diseñaba.

     Allí estaba historiado en su alta gloria
el valor de aquel príncipe romano
que a Gregorio inspiró su gran victoria.

     Me refiero a la imagen de Trajano,
con una viuda asida de su freno,
bañando con sus lágrimas su mano.

     En torno suyo todo estaba lleno
de jinetes, y un águila dorada
a sus banderas daba vuelo pleno;

     y la infeliz, por el tropel cercada,
parecía decir: ¡Señor, venganza!
¡Mi hijo está muerto! ¡Estoy desamparada!

     Y que él responde: Guarda la esperanza
hasta mi vuelta. Y que ella: ¡Señor mío!
cual madre a la que apura la tardanza.

     ¿Y si no vuelves? Y él: Un hijo mío
te la dará. Y que ella: ¿Qué te tiene?
¡Bien de otro no aprovecha en su desvió!

     Y que él replica: ¡Alienta, que conviene
que a cumplir mi deber, presto me mueva!;
justicia manda, si piedad retiene.

     Aquél, que no conoce cosa nueva,
esculpió esta palabra viva y clara,
que cosa mundanal en sí no lleva.

     Mientras que con deleite contemplara
de tantas humildades el retraso,
que su divino artífice realzara;

     «Viene hacia aquí, pero con tardo paso»,
murmuraba el poeta, «mucha gente,
que hacia la altura nos endilgue acaso.»

     Y mi ojo, que anheloso e impaciente
a contemplar lo nuevo era llamado,
volvióse hacia lo nuevo prontamente.

     No quisiera, lector, que desmayado
vuelvas del buen propósito, si cuento
cómo hace Dios pagar al que ha pecado.

     No cuides de la forma del tormento:
piensa en lo que vendrá, que toda pena
tiene al juicio final su fijamiento.

     Yo comencé: «Mi vista se enajena,
al ver adelantar esas visiones,
que personas no son de forma plena.»

     Y él a mí: «Las severas condiciones
de su tormento las inclina al suelo,
tanto que ver no puedes sus facciones.

     »Pero contempla con mayor anhelo
ese que va de piedra recargado;
en él verás de los demás el duelo.»

     ¡Oh, soberbio cristiano, fatigado,
que con la vista de la mente insana,
caminando hacia atrás vas tan confiado!

     ¡Gusanos somos de la especie humana,
para informar celeste mariposa
que vuela a la justicia soberana!

     ¿Por qué gallea tu ánima orgullosa?
Tú eres un entomoide contrahecho,
abortado con forma defectuosa.

     Cual por sostén de vigas o de un techo,
a modo de soporte, una figura
se ve unida rodilla contra pecho,

     que al que la mira causa pesadura,
así también sentí mi alma afligida
al mirar de esas sombras la tortura.

     Más o menos cada una contraída,
según la espalda el peso les recarga,
parecía decir la más sufrida,

     llorando. ¡Ya no puedo con la carga!




CANTO XI
 

     «Padre nuestro que te hallas en el cielo,
no circunscrito, pues tu amor benigno
en lo infinito se difunde al suelo.

     »Sea alabado tu poder divino
y el tu nombre, por toda criatura,
que grata te tributa incienso digno.

     »Venga en paz el tu reino de ventura,
porque si de tu seno no desciende,
no alcanzaremos solos tanta altura.

     »Tu voluntad, que el sacrificio enciende,
y tus ángeles cantan en su Hosanna,
se haga en la tierra que tu amor comprende.

     »Danos del pan la gracia cotidiana,
porque sin ella, en árido desierto
marcha hacia atrás aquel que más se afana.

     »Y así cual perdonamos de concierto
recíprocos agravios, tú perdona
las culpas del humano desacierto.

     »Nuestra virtud que débil se abandona,
del enemigo guarda y del pecado,
y líbranos del mal que nos baldona.

     »Esta última plegaria, Padre amado,
no es por nosotros; son nuestros clamores
por los que allá en el mundo se han quedado.»

     Así oran por nosotros pecadores
las sombras, con sus cargas vacilando,
cual soñamos en sueños opresores.

     Su peso desigual sobrellevando,
recorren fatigadas la cornisa,
la niebla mundanal purificando.

     Si el ruego por nosotros se eterniza
allí, ¿qué debe el hombre en este suelo
hacer, si con las penas simpatiza?

     Debe ayudar al triste en desconsuelo
a que las manchas de la vida lave,
y suba puro al estrellado cielo.

     «¡Que piadosa justicia desagrave
vuestras almas, subiendo prontamente,
en alas del deseo, como el ave!

     »Decidme, de qué lado la pendiente
es más suave, y si hay otra, menos larga,
que pueda transitarse fácilmente.

     »Porque este compañero, con la carga
de la carne de Adán está vestido,
y aunque animoso, el peso al paso embarga.»

     Cuando hubo estas palabras proferido
el buen maestro, tas del cual yo iba,
un acento que me era conocido

     respondió: «Por la diestra de la riba
seguid, y encontraréis una bajada
que pueda transitar persona viva.

     »Si no fuera esta carga tan pesada
que la cerviz abate de mi sombra,
con la faz por lo suelos arrastrada,

     »a ese que vive aún y no se nombra,
mirara, por saber si es conocido,
y moverlo a piedad si es que se asombra.

     »Latino, de un gran Tosco fuí nacido:
Guillermo Aldobrandeschi es mi ascendiente:
no sé si el nombre suyo habréis oído.

     »La sangre antigua y gloria permanente
de mis mayores criaron la arrogancia
que a la madre común niega demente.

     »Los hombres desprecié, con tal jactancia
que por ello morí, cual sabe Siena,
y sabe en Campagnati hasta la infancia.

     »Humberto soy, y es lo que más me apena,
que mi orgullo a los míos ha perdido,
y por mí sufren mal y sufren pena.

     »Por aplacar a Dios, llevo dolido
este peso, las culpas compurgando
en muerte, que en la vida he cometido.»

     Yo bajé la cabeza, esto escuchando,
y uno de ellos (no el otro que me hablaba)
volvióse a mí, su peso soportando;

     y al verme, conocióme, y me llamaba,
en mí fijando su ojo atribulado,
mientras que con las sombras se arrastraba.

     «¿Oderizo», le dije, «te has llamado,
la prez de Agudio, honor de la pintura,
que se llama en París, iluminado?»

     Y él a mí: «Vale más la miniatura
de Franco Boloñés; no subiría,
sino en parte, de honor yo a tanta altura.

     »No en vida tan cortés yo sido habría
para con él, pues excederle ansiaba
por el amor del arte que en mí ardía.

     »Soberbia tal, a este castigo enviaba;
y ni alcanzara pena congojosa
si en tiempo a arrepentirme no alcanzaba.

     »¡Oh, gloria vana, de la humana cosa!
¡En tu cima cuán poco el verde dura
si el tiempo no la arraiga vigorosa!

     »Glorióse Cimabué de la pintura
el campo mantener: Giotto ha venido,
y su fama se ha vuelto sombra oscura.

     »Así arrebata el uno al otro Guido
la gloria de la lengua: y quizá breve
nazca quien a los dos eche del nido.

     »Es el rumor mundano soplo leve
que viene y va cual pasajero viento,
y nombre cambia al lado que se mueve.

     »¿Qué más fama tendrás desde el momento
que te separes de tu carne vieja,
o papa digas con pueril acento,

     »en mil años? Si Dios nueve la ceja,
ante la eternidad, su corto espacio
a una vuelta del mundo se asemeja.

     Ese que ocupa tan pequeño espacio,
de su nombre, Toscana estaba henchida,
que ora en Siena, si se oye, es muy despacio.

     »donde era el amo, cuando fué destruída
por florentina rabia, tan superba
entonces, y al presente prostituída.

     »Vuestro renombre es cual color de hierba,
que ora viene, se va, se descolora,
y marchita el que tierna la preserva.»

     Yo exclamé: «Tu palabra en mí atesora
saludable humildad, y más me afano;
mas ¿quién es ése de que me hablas ahora?»

     «Ese es», respuso, «el provenzal Salvano,
y se halla aquí por ser muy presuntuoso,
que a Siena pretendió tener en mano.

     »Así se va arrastrando sin reposo
desde su muerte: tal es el presente
que da el cielo a quien peca de ambicioso.»

     Y yo: «¿Cómo el que tarde se arrepiente,
cuando el término llega de la vida,
queda abajo como alma penitente,

     »si no es por la plegaria socorrida,
por todo el tiempo que en el mundo ha estado,
a éste ha sido acordada la subida?»

     «Es», dijo, «que en la gloria de su estado,
por propia voluntad, un día en Siena
mostróse humildemente arrodillado,

     »por rescatar de la cautiva pena
a un amigo en la Francia aprisionado,
y su sangre vibró de vena en vena.

     »No diré más: si oscuramente he hablado,
más tarde, por los tuyos explicada
la palabra será que has escuchado.

     »Por tal obra ha venido a esta morada.»




CANTO XII
 

     Cual bueyes van al par bajo su yugo,
iba yo con esa ánima cargada,
hasta que al dulce guía decir plugo:

     «Deja sufrir esa alma tormentada;
cada cual debe aquí con vela y remo
su barca dirigir bien gobernada.»

     Alcé la frente con esfuerzo extremo;
pero mi alma hacia abajo se inclinaba
por pensamiento de humildad supremo.

     Con voluntad mis pies escaminaba
en pos del guía, con mayor anhelo,
y cada cual su paso apresuraba;

     cuando de pronto dijo: «Mira al suelo,
pues el camino te será más grato
al ver lo que tú pisas sin recelo.»

     Cual por memoria, con piadoso boato,
en losa sepulcral, sobre los muertos
a flor de tierra, pónese el retrato,

     que hace llorar sobre los huesos yertos,
despertando doliente remembranza,
donde propicios ruegos son ofertos;

     otras efigies vi de más semblanza
al borde del camino, figuradas
en cuanto el monte por su falda avanza.

     La más noble criatura de las creadas
miré, desde los cielos despedida
como rayo por manos irritadas.

     Vi al Briareo con mortal herida,
por el rayo celeste fulminado,
y su gran forma en hielo convertida;

     y a Palas y a Timbreo, y Marte armado,
ver con Jove los miembros palpitantes
de titanes, en campo ensangrentado.

     Y vi al Nemrod, con ojos delirantes
de su obra al pie, mirar las locas gentes,
en Sennaar soberbios cooperantes.

     ¡Oh, Niobe! ¡Qué miradas tan dolientes
tuyas vi, figuradas en la estrada,
entre siete y siete hijos fallecientes!

     ¡Oh, Saúl! ¡Traspasado con tu espada,
tu cuerpo muerto en Gelbué yacía,
hoy montaña sin lluvia y desolada!

     ¡Oh, loca Aragne! ¡Cual me parecía
verte ya media araña, contristada
por tu propia labor y osadia!

     ¡Oh, Roboán! ¡Tu imagen cincelada
ya no amenaza: llena de aspaviento
se ve cono en tu carro era mostrada!

     Representaba el duro pavimento,
cómo Almeón tan caro hacer pagaba
a su madre el fatídico ormanemto

     Allí a Senaquerib se figuraba,
por su prole en el templo asesinado,
y cómo, muerto, allí le abandonaba.

     El crudo ejemplo estaba allí estampado,
cuando a Cyro, Tamyris le dijera:
¡Toma más sangre si no estás saciado!

     De los Asirios la legión que huyera,
veíase, con Holofernes muerto,
y las reliquias de su hueste fiera.

     Tus cenizas, ¡oh, Ilión!, cual polvo yerto,
y abyección y vileza a que has bajado,
mostrábase con signo no encubierto.

     ¿Qué pincel, qué buril sería osado
a retrazar las sombras y motivos
que el genio más sutil haya admirado?

     Muertos, los muertos, y los vivos vivos:
nadie lo vió cual yo, tan verdadero,
cual yo lo vi con ojos reflexivos.

     ¡Ora tu ojo levanta, tú, altanero
hijo de Eva: no bajes la mirada
para advertir que llevas mal sendero!

     Prosiguiendo del monte la jornada,
el sol la suya en tanto recorría
sin ser por nuestra mente calculada;

     cuando aquel que mis pasos precedía,
exclamó de repente: «Alza la testa:
no es caso de seguir marcha tardía.

     »Contempla ese ángel, que a llegar se apresta
a nuestro encuentro: mira cómo torna
del servicio del sol la sierva sexta.

     »De reverencia tu semblante adorna,
porque grato te lleva hasta la altura;
pues un día como éste, no retorna.»

     Comprendí del consejo la cordura,
de tiempo no perder, pues no era aquella
materia que a mi mente fuese oscura.

     A mí venía la criatura bella,
con un blanco ropaje, y parecía
su rostro luz de matutina estrella.

     Los brazos y las alas extendía,
al decirnos: «Subid por esas gradas
que os llevarán por accesible vía.»

     ¡Oh, voces pocas veces escuchadas!
¿Por qué los hombres a subir nacidos
dejan caer sus almas amenguadas?

     Nos mostró los peldaños derrüidos,
y con el ala me tocó la frente,
buen augurio de pasos prevenidos.

     Como a diestra, subiendo la pendiente
se percibe la iglesia que domina
a la buena ciudad, cerca del puente,

     y al subir Rubaconte, más se inclina
por las escalas hechas, cuando estaba
seguro el libro, sin la fraude indina;

     así también la roca se aplanaba
al conducir sin pena a otros jirones,
que el uno y otro lado limitaba.

     A tiempo de llegar a estas regiones,
Beati pauperes spiritu, cantaban
voces llenas de dulces emociones.

     ¡Cuán diverso ¡ay! las puertas resonaban,
de aquellas del infierno! ¡Un dulce canto
que los fieros lamentos contrastaban!

     Los escalones remontaba en tanto,
y al subir más liviano me sentía,
cuando en el llano me cansaba tanto.

     «¿Qué cosa es ésta», pregunté a mi guía,
»que me alivia de un peso, en tal manera,
que ya no siento la fatiga mía?»

     «Cuando las P que el ángel te imprimiera
se borren, como ya una se ha extinguido»,
repuso, «y desparezca la postrera,

     »tu pie, por buena voluntad movido,
no sentirá fatigas en la empresa,
en placer el cansancio convertido.»

     Cual quien lleva una cosa en su cabeza,
que no sospecha, presa es de la duda,
al ver señales que otro le endereza,

     y con el tacto su sentido ayuda,
y busca y halla, y mano socorrida
hace que a la visión incierta acuda,

     así la diestra levanté extendida,
y hallé de siete P una borrada,
que por la llave fuérame imprimida;

     y Virgilio sonreía en su mirada.




CANTO XIII
 

     Llegamos de la escala hasta la cima
donde otra vez el monte se replega,
y donde el alma mala se sublima.

     A otra cornisa en cerco allí se llega,
a manera que lo era la pasada,
pero en arco menor se cierra y plega.

     De imágenes y señas despojada,
con lívido color aparecía
de dura roca el largo de la estrada.

     «Si esperamos aquí que llegue un guía»,
reflexionó el poeta, «ciertamente
muy tarde encontraremos nuestra vía.»

     Miró al sol en seguida fijamente,
giró del diestro lado haciendo centro,
y a la izquierda volvióse prontamente.

     «¡Oh, dulce luz, en que confiado entro,
que a los nuevos caminos nos induces»,
exclamó, «y bien guías aquí adentro!

     »¡Tú calientas el mundo, sobre él luces,
y si causa contraria no nos tienta,
con tus rayos por siempre nos conduces!»

     Cuando una milla, por humana cuenta,
hubimos del camino recorrido,
con ágil paso y voluntad contenta,

     en los aire sentimos un volido
de invisibles espíritus, llamando
a la mesa de amor dulce sonido.

     La voz primera que pasó volando,
Vinum non habent, dijo con voz clara,
y a lo lejos sus voces reiterando.

     Y antes que el eco blando se apagara,
otra exclamó a lo lejos: «¡Soy Oreste!»,
sin que tampoco el vuelo se fijara.

     Al padre pregunté: «¿Qué acento es éste?»
Y al preguntar, clamó una voz tercera:
Amad al enemigo aunque os moleste.

     Y el maestro: «Se purga en esta esfera
la culpa de la envidia, que fustiga
con látigo de amor mano severa.

     »Blanda es aquí la brida que los liga;
y pienso lo has de ver, según colijo,
antes que el paso del perdón subsiga.

     »Pero ten en el aire el ojo fijo,
y verás muchas sombras por delante
sentadas todas en su afán prolijo.»

     Abrí mejor los ojos, y anhelante
sombras vi que vestían sendos mantos
de un color a la piedra semejante.

     Y oí clamar entre angustiosos llantos:
«¡Ora, María, por nosotros ora!
¡Oren Pedro y Miguel, todos los santos!»

     No pienso que haya un alma pecadora,
que al mirar estas penas, no sintiera
de compasión la espina punzadora.

     Cuando más cerca de ellas estuviera,
y tuve de cada una claro indicio,
gran dolor en mis ojos se exprimiera.

     Cubiertas todas con un vil cilicio,
las unas a las otras adosadas,
contra el muro sufrían el suplicio.

     Tal los ciegos, en fiestas consagradas.
demandan la limosna compungidos,
sus cabezas en grupo amontonadas,

     para excitar la compasión, dolidos,
agregando a la queja pronunciada
la vista que penetra en los oídos.

     La luz tienen los ciegos apagada:
y así a estas sombras, en su noche oscura,
de los cielos la luz está negada.

     Hilo de hierro horada cual costura
sus párpados, a modo que al salvaje
gavilán que se doma en su bravura.

     Me parecía cometer ultraje
al mirarlos sin ser por ellos visto,
y acudí de mi sabio al arbitraje.

     Bien que mudo, lo había él entrevisto,
y así, sin esperar a mi demanda,
dijo: «Puedes hablar; mas cauto y listo.»

     Virgilio caminaba por la banda
de la cornisa, el riesgo desafiando,
porque ningún reparo la enguirlanda.

     A otro lado, las sombras van penando,
cosidas con su bárbara costura,
de lágrimas sus pechos inundando;

     y yo así les hablé: «¡Gente, segura
de ver de lo alto la eternal lucencia,
que vuestro anhelo con ardor procura!

     »¡Que la gracia disipe en la conciencia
las espumas, y corra puro y claro
como un río, la noble inteligencia!

     »Mas decid por favor, que me es muy caro,
¿hay en esta mansión alma latina
a quien pudiera acaso dar amparo?»

     «¡Oh, hermano, aquí de una ciudad divina
cada alma es ciudadano! ¿O es que sería
que en Italia viviese peregrina?»

     Me pareció que aquella voz venía
no lejos del lugar donde me hallaba,
y adelanté , por si mejor oía.

     Un alma vi que entre otras esperaba,
según por su actitud lo coligiera,
pues cual ciego su barba levantaba.

     «Espíritu que sufres y que espera»,
le dije, «si a mi ruego has respondido,
dime tu nombre y cuál tu patria era.»

     Y respondióme: «Yo Sienesa he sido,
y aquí purgo con otros mala vida,
clamando al que perdona al afligido.

     »Y Sapia me llamaban, mas perdida
la razón, no fuí sabia, y en los daños
de los demás gocéme sin medida;

     »y no imagines que te cuento engaños:
oye y verás cuál fuera mi insanía
al descender el arco de mis años.

     »Los ciudadanos de la patria mía,
en Colle a sus contrarios contrastando,
yo su derrota al cielo le pedía.

     »Y Dios me oyó, sus huestes debelando,
en hora amarga; y yo me complacía
con alegría sin igual gozando.

     »Y desafiando al cielo me engreía
gritando a Dios: ¡De ti nada yo temo!,
como hace el mirlo en bonancible día.

     »Volvime a Dios en el momento extremo,
y en paz con El, no habría yo alcanzado
de penitencia este lugar postremo,

     »si no me hubiese pío recordado
Pier Pettignano en santas oraciones,
quien con su caridad me ha rescatado.

     »Mas tú, ¿quién eres, di, que tus razones
respiran al hablar con ojo abierto,
que inquieren nuestras tristes condiciones?»

     «Mi ojo será cosido cuando muerto;
pero por poco tiempo, pues la envidia»,
dije, «poco sentí, y esto es lo cierto.

     »De más grande terror siente la insidia,
mi alma allá abajo, y temo, dolorido,
de otro tormento la pesada lidia.»

     La sombra: «¿Quién aquí te ha conducido?
¿Piensas tornar a donde estabas antes?»
Y yo: «El que está inmóvil me ha traído,

     »y un vivo soy; son cortos mis instantes:
dime cuál quieres que en el mundo mueva
en tu favor mis plantas vacilantes.»

     Y ella a mí: «Lo que escucho es cosa nueva
y es señal de que Dios te es favorable.
¡Tu plegaria que a Dios por mí conmueva!

     »Yo te suplico, por lo más amable,
que a los míos, si pisas la Toscana,
hagas siempre de mí fama honorable.

     »Tú los verás entre la gente vana
que espera en Talamone, y que cual antes
perderá la esperanza de su Diana;

     »pero más perderán los almirantes.»




CANTO XIV
 

     «¿Quién es aquel que en nuestro monte gira
sin que la muerte el vuelo le haya dado;
que el ojo mueve y como quiere mira?»

     «No lo sé, pero viene acompañado;
pregunta tú, que estás más allegada,
invitándole a hablar con buen agrado.»

     Dos almas, la una a la otra recostada,
así hablaban de mí, por diestra mano,
y una me habló, la frente levantada:

     «¡Oh, tú que vienes con tu cuerpo humano,
y vas subiendo a la región del cielo,
consuélanos con habla de cristiano!

     »¿Quién eres? ¿Cómo vienes desde el suelo?
Nos maravilla la suprema gracia
nunca alcanzada por mortal anhelo.»

     «En la Toscana», díjeles, «se espacia
un riacho que nace en Falterona,
y en cien millas de curso no se sacia.

     »De sus márgenes viene mi persona.
Decir quién soy sería hablar en vano,
que el nombre mío poco se pregona.»

     «Según tu encarnación de ser humano,
entiendo que has nacio», me responde
el primero, «del Arno muy cercano.»

     Y el otro: «Si tal nombre corresponde
a ese río, ¿por qué su nombre oculta
como terrible cosa que se esconde?»

     Y la una y la otra sombra se consulta,
y una dijo»: «No sé; pero ¡es condigno
perezca un nombre que a la tierra insulta!

     »Desde el principio, en medio al Apenino
(de que es Peloro monte destacado,
que de abundantes aguas lleva signo),

     »hasta que al mar tributo le ha pagado,
y el sol marino su vapor prodiga
a otros ríos que en él se han derramado,

     »de virtud, cual de víbora enemiga,
se huyó en aquel lugar, por desventura
o por mal que en sí lleva y lo castiga.

     »Y han cambiado de suerte su natura
los habitantes que su valle acota,
cual los que Circe tuvo en su pastura,

     »entre cerdos, más dignos de bellota
que de gustar comida de las gentes.
Primero el Arno en pobre lecho brota,

     »luego encuentra al bajar cuzcos gruñentes
indignos de él, y en marcha desdeñosa
tuerce el hocico y sigue sus corrientes.

     »Así bajando, cuanto más se engrosa,
luego en lobos los perros se convierten
en la maldita y malhadada fosa.

     »Cuando aguas hondas sus gargantas vierten,
encuentra zorras llenas de malicia,
que a cogerlas no hay trampas que lo acierten.

     »Y nada callaré, porque es justicia,
que alguno al escucharme tome cuenta
de mi palabra, a la verdad propicia.

     »Tu nieto, ante mis ojos se presenta;
cazador de esos lobos en la riba
del fiero río, a todos amedrenta;

     »de unos vende la carne que está viva;
a otro degüella como a buey añoso,
y vende y mata, y de su honor se priva.

     »Y al salir de la selva, sanguinoso,
la deja tal , que al trascurrir mil años
no volverá a su estado, antes hermoso.»

     Como al anuncio de futuros daños
se turba el rostro del que escucha atento,
vengan de donde vengan desengaños,

     así de la otra sombra el sentimiento
se revela, y el rostro se contrista
al escuchar aquel fatal acento.

     De una al relato y la otra por la vista,
quise el nombre inquirir, y preguntado
que les fué, con plegaria dulce y mista,

     la sombra que primero había hablado
así empezó: «Mortal tú me has pedido
lo que no has hecho, pues no te has nombrado;

     »mas si el favor de Dios tan grande ha sido
para ti, yo seré condescendiente:
sabe, pues, que yo soy del Duca Guido.

     »Fué la envidia en mi sangre tan bullente,
que al mirar a otro ser afortunado,
la lividez mostrábase en mi frente.

     »¡De tal grano la paja he cosechado!
¿Por qué tu corazón, ¡oh, humana raza!,
el mal busca, de bienes divorciado?

     »Este es Rinier, prez y honra de la casa
de Calboli; después, nadie ha heredado
su alta virtud y su valor sin tasa.

     »Mas su sangre no sólo se ha apocado
entre el Reno y el Po, monte y marina;
mas noble herencia suya han disipado.

     »Tan sólo crece venenosa espina
en sus términos ya, y a paso tardo
vendrá, si viene, planta más benigna.

     »¿Dónde están Lizio y Arrigo Menardo,
Pier Traversaro y de Caspigna Guido?
¡El romañolo es hoy un ser bastardo!

     »¿Cuándo a Bolonia un Fabbro habrá venido?
¿Cuándo en Fiorenza, un Bernardino Fosco,
gentil retoño en humildad, nacido?

     »No te debe admirar que llore, ¡oh, Tosco,
cuando recuerdo yo a Guido da Prata
y Hugolín d'Azzo! (¡Con razón me enfosco!)

     »Y con Tignoso a su familia grata,
y la raza Anastagi y Traversara,
sin herederos de grandeza innata:

     »¡Damas y nobles de virtud preclara
que despiertan amor y simpatía,
cuando el vicio las almas acapara!

     »¡Por qué no huíste, Brettinoro, el día
en que fué tu familia desterrada,
con tanta gente, por no ser impía!

     »Bagnacavallo es bien no engendre nada;
y hace mal Castrocaro, y aun peor Conio,
dando condes con alma tan malvada.

     »Bien harán los Pagani, si el demonio
los abandona; mas su ser impuro
nunca dará virtuoso testimonio.

     »¡Oh!, Hugolino Fantoli, yo te auguro
que brillará tu nombre; que es certano
que ningún heredero lo haga oscuro.

     »Prosigue tu camino, ¡buen Toscano!,
callo, mis ojos por llorar ansían:
que al recordar la patria más me afano.»

     Sabiendo que las almas bien sentían
nuestras pisadas, su mudez notando,
nuestras plantas confiadas se movían.

     Y ya solos, la marcha continuando,
tal como rayo que los aires hiende,
sentimos una voz, así clamando:

     ¡Me matará cualquiera si me aprehende!
Y huyó la voz, cual trueno en lejanía
cuando rasga la nube en que se enciende.

     El clamor resonaba todavía,
cuando otra voz más alta y angustiada,
cual otro trueno el aire recorría:

     ¡Yo soy Aglaura en piedra transformada!
Entonces me estreché con mi poeta,
a la espalda cejando una pisada.

     El aura en derredor ya estaba quieta,
y él habló: «Tal debiera ser el freno
que al hombre tenga dentro de su meta.

     »Mas, ciego y sordo y de apetitos lleno,
el cebo muerde que el demonio tira,
desbocado en su loco desenfreno.

     »Lo llama el cielo y en contorno gira,
mostrando a todos su belleza eterna,
y el ojo nuestro sólo al suelo mira.

     »¡Y os castiga quien todo lo gobierna!»




CANTO XV
 

     Cuanto de la hora tercia al nacimiento
del día, cuando asoma en la alta esfera,
siempre a guisa de niño en movimiento,

     tanto distaba el sol en su carrera,
al tiempo que a occidente descendía:
véspero allá, y aquí de noche era.

     La luz de lleno el rostro nos hería,
pues girando del monte en la pendiente,
íbamos al ocaso en recta vía;

     cuando siento pasar sobre mi frente
un resplandor que al mismo día anima,
cosa, por nunca vista, sorprendente.

     Las manos levanté del ojo encima,
como resguardo que visión despeja,
cuando una luz muy viva nos lastima.

     Cual de un espejo o de agua en que se espeja,
salta rayo de luz a opuesta parte,
subiendo en línea por igual, pareja,

     al que desciende; y tanto se departe,
del caer de una piedra desplomada,
según lo enseña la experiencia y arte,

     tal la luz parecióme, refractada
al herir mi pupila, y deslumbrado
aparté de sus rayos la mirada.

     «¿Qué luz es ésa», dije, «padre amado,
que soportar no puedo, y que camina
al parecer, viniendo a nuestro lado?»

     «No te admire», repuso, «si benigna,
la familia del cielo, un mensajero
manda a mostrar la ruta peregrina.

     »Pronto verás con ojo más certero
el resplandor que causa tu conflicto,
y te será cual nada plancentero.»

     Y acercados al ángel benedicto,
nos dijo con voz leda: «Esta escalera
subid, que es la más suave del circuito.»

     Y al subir, lejos ya el canto oyera:
¡Beati misericordes!, y agregaban:
Al vencedor clemente el gozo espera.

     Solos, del maestro y yo los pies se alzaban,
y meditaba, al paso que iba andando,
lección que en sus palabras se encerraban;

     y a él me volví, su juicio demandando:
«¿Qué nos quiso decir el de Romaña,
del divorcio del bien y el mal hablando?»

     Y de él a mí: «De su mayor magaña
conoce el mal, que es natural condene,
para evitarnos pena que nos daña.

     »Si el bien buscáis que con el mal se aviene,
y se comparte, hasta que al fin se extrema,
la envidia aspira a más de lo que tiene;

     »mas si el amor a esfera más suprema
levanta el alma, con ferviente anhelo
no hay inquietud que pecho humano tema:

     »pues cuanto más se parte bien del suelo,
más se acrecienta el bien de cada uno,
y arde más caridad allá en el cielo.»

     «Satisfecho no estoy, y quedo ayuno,
cual si nada te hubiese requerido,
pues otras dudas en mi mente aduno.

     »¿Cómo un bien, entre muchos repartido,
más enriquece a cada poseyente,
que si fuera entre pocos distribuído?»

     Y él respondió: «Te fijas solamente
en pasajeras cosas terrenales,
que oscurecen las luces de tu mente.

     »Los infinitos goces celestiales
irradian hacia amor sus resplandores,
como un rayo de sol sobre cristales;

     »y se dilatan, cuantos más ardores
la caridad de todos y uno enciende,
y la eterna virtud fecunda amores;

     »y cuanto más el número se extiende
de los electos, más lo bueno se ama,
como un espejo en otro, luz trasciende.

     »Si aun mi razón a tu razón no llama,
ya verás a Beatriz, quien plenamente
te quitará el anhelo que en ti clama.

     »Procura que se borren de tu frente
como ya dos, las otras cinco llagas,
que cicatriza un repentir doliente.»

     Iba a decir: «Al persuadir halagas...»
Pero de un nuevo centro en las regiones
se contuvieron mis palabras vagas.

     Asaltado por súbitas visiones,
estático miré piadosa gente
prosternada en un templo en oraciones;

     y una mujer que entraba, dulcemente,
clamar con voz de madre: «¡Hijo querido!
¿Por qué has estado tanto tiempo ausente?

     »¡Ve a tu padre, que triste y afligido
como yo te buscaba!» Y entretanto,
se había la visión desvanecido.

     Y luego otra mujer, bañada en llanto,
destilando dolor su faz hermosa.
cual nace del despecho en el quebranto,

     dijo: «Si riges la ciudad gloriosa,
de nombre entre los dioses debatido
y de la ciencia antorcha luminosa,

     »véngate de quien loco se ha atrevido
a nuestra hija abrazar, ¡oh, Pisistrato!»
Y el buen señor, clemente y contenido,

     contestar con semblante blando y grato:
«¡Qué haremos con aquel que nos destriza
si al que ama condenamos por ingrato!»

     Gente vi que el rencor encoleriza,
y un joven lapidar, y con voz fuerte
gritarse: ¡Martiriza! ¡Martiriza!

     Y al joven inclinarse ante la muerte,
doblando la cabeza hacia la tierra,
y en el cielo al buscar suprema suerte,

     pedir a Dios, en medio a tanta guerra,
perdón para sus crueles matadores,
con el aspecto que piedad encierra.

     Vuelta mi alma a las cosas exteriores,
borradas como imagen entrevista,
comprendí no eran falsos mis errores.

     Virgilio me seguía con la vista,
y al verme como a un hombre que despierta,
dijo: «¿Qué tienes?, ¿qué es lo que te atrista?

     »¡Más de una media legua, en marcha incierta,
las rodillas doblando, has caminado,
cual quien el sueño o vino desconcierta!»

     «Escúchame», le dije, «padre amado;
te diré lo que he visto en mis visiones,
cuando sentí mi cuerpo quebrantado.»

     «Cien caretas cubriendo tus facciones»,
repuso, «no me harían más oscura
tu mente con sus varias impresiones.

     »Lo que tú has visto, la esperanza augura
de que te bañes en la eterna fuente
que difunde de paz el agua pura.

     »Si pregunté ¿qué tienes?, no inconsciente
lo hiciera por no ver lo que se mira,
dejando el cuerpo andar cobardemente.

     »Sí, por dar a tus pies fuerza que inspira;
que es bueno amonestar a la pereza
que en su corta vigilia lenta gira.»

     Absortos de la tarde en la belleza,
seguimos, espaciando la mirada
en contra al sol que declinaba a priesa;

     y por grados, cual nube condensada
vimos venir, cual noche, un aire oscuro,
sin encontrar guarida descansada,

     perdiendo, con la vista, el aire puro.




CANTO XVI
 

     Bruma de infierno, en noche nebulosa
sin un planeta bajo pobre cielo,
cuanto puede ser negra y tenebrosa,

     no me cubrió con más espeso velo
como el del humo aquel que me tapaba,
al sentir sobre mí su áspero pelo.

     La oscuridad mis ojos ofuscaba,
y mi fiel compañero me ofrecía
su hombro amigo, y en él me reclinaba.

     Tal como fuera un ciego en pos del guía,
por no extraviarse a tropezar cuitado
en cosa que lo hiriese o mataría,

     tal por el aire amargo iba angustiado,
escuchando al maestro, que así hablaba:
«Cuida bien no apartarte de mi lado.»

     Rumor piadoso el aire aquel llenaba,
pidiendo, en dulce paz, misericordia,
al cordero de Dios que manchas lava.

     El Agnus Dei cantaban en su exordia
al unison, en modo compasado
que parecía acorde de concordia.

     «Maestro», dije, «¿qué es lo que he escuchado?»
Y él: «Aquí, la verdad oye y aprende,
de iracundia es el nudo desatado.»

     «¿Quién eres tú que el humo nuestro hiende,
y de nosotros hablas, todavía
por las calendas que tu tiempo entiende?»

     Una voz escuché que así decía:
y el maestro: «Responde, y solamente
pregunta si de lo alto ésta es la vía.»

     Yo: «Criatura, que sufres penitente,
para tornar al ser que te ha creado,
sigue, y oirás historia sorprendente.»

     «Te seguiré cuanto me sea dado»,
repuso, «en medio de esta noche oscura,
por el oído el ojo reemplazado.»

     Yo comencé: «Con esta vestidura
que disuelve la muerte, voy arriba,
cruzando del infierno la amargura;

     »y si Dios, con su gracia compasiva,
que hasta su corte llegue, quiere en suerte,
por senda nueva para gente viva,

     »di lo que fuiste antes de la muerte;
dime también si voy descaminado,
y haz que con tu palabra el rumbo acierte.»

     «Lombardo fuí y Marco fuí llamado;
el mundo conocí, y amé en la vida
la virtud, que es hoy arco destemplado.

     »Tú vas derechamente en la subida»,
así repuso, y agregó: «Te pido
me ampares en la corte bendecida.»

     «Por mi fe cumpliré con tu pedido»,
le contesté; «mas tengo acá en mi mente
una duda, sin dar con su sentido.

     »Antes me trabajaba, y doblemente
ora con tu palabra, que concierto
con otra que me ha dicho un penitente.

     »Si cual dices, el mundo está desierto
de la virtud, que al vicio se pospone,
y todo de maldad está cubierto,

     »dime la causa, a fin que lo pregone,
si lo alcanzo, pues ora me confundo,
que uno en el cielo, y otro, abajo pone.»

     Alto suspiro, con dolor profundo
de su pecho exhaló, y dijo: «Hermano,
el mundo es ciego, y tú vienes del mundo.

     »Todas las causas busca el ser humano
sólo en el cielo necesariamente,
cual si todo moviéralo su mano.

     »Si así fuere, no habría alma consciente,
ni libre arbitrio, y fuera una injusticia
el premio al bien, al mal luto doliente.

     »Las acciones del hombre el cielo inicia,
no digo todas, y aunque así lo diga,
os dió luz para el bien y la malicia,

     »y libre voluntad, que se fatiga
contra celeste influencia en lucha dura,
pero que, bien nutrida, al bien obliga.

     »Fuertes y libres, a mejor natura
sometidos estáis, que el cielo cría
la mente libre, de que no se cura;

     »y si al presente el mundo se desvía,
la causa está en el hombre que la crea;
y en verdad, te diré más todavía.

     »Sale de manos de El (y le recrea
un alma antes de ser) como el infante,
que llorando y riendo balbucea.

     »Aquella alma sencilla es ignorante;
mas del seno feliz de Dios nacida,
a lo que hace feliz busca anhelante.

     »Por efímeros bienes seducida,
se engaña y deja los caminos buenos,
si por freno o mentor no es contenida.

     »Y así convienen de la ley los frenos,
y conviene quien rija y quien discierna
de la vera ciudad la torre al menos.

     »Las leyes son, mas sin acción externa,
pues si el pastor rumea todavía,
ya con uñas hendidas no gobierna.

     »Y así la gente, tal cual hace el guía,
se harta con vanos bienes de la vida,
buscando el pasto del presente día.

     »Y así se ve que al ser mal conducida,
vicia la especie con su ser fecundo,
no la naturaleza corrompida.

     »Roma, que un día dió saber profundo,
tuvo dos soles, que nos han mostrado
el camino del cielo y el del mundo.

     »El uno por el otro se ha apagado,
el báculo juntando con la espada,
y es fuerza, todo ser mal gobernado,

     »pues el temor en ambos se anonada.
Si aun dudas, ve la espiga de la siega:
por el grano la hierba es apreciada.

     »El país que el Po con el Adige riega,
centro fué de virtud y cortesía
antes de Federico y de su brega.

     »Al presente, seguro bien podría.
quien por vergüenza huyera de los buenos.
no tenerlos jamás por compañía.

     »Tres ancianos virtuosos guarda al menos,
de aquella edad, a quienes se hace tardo
que Dios los llame a días más serenos:

     »Conrado da Palazzo, el buen Gerardo
y Guido da Castel, que se apellida
en el modo francés, el buen Lombardo.

     »Hoy la Iglesia de Roma está abatida
por confundir en sí dos regimientos,
¡y por su peso, al fango cae rendida!»

     «¡Oh, Marco!», díjele, «tus argumentos
comprendo, y el porqué de rica herencia
los hijos de Leví fueron exentos.

     »Pero ¿quién es Gerardo, la excelencia,
según lo dices, de la antigua gente,
que avergüenza a este siglo en decadencia?»

     «O me engasñas o tientas diestramente»,
me replicó la sombra. «Si hablas tosco
sabes quién fué Gerardo ciertamente.

     »No por otro dictado lo conozco,
de no tomarle del de su hija Gaya.
Seguir no puedo más: Dios sea vosco.

     »Mira el albor que el humo negro raya
con blanca luz, viniendo a prevenirme
que antes del Angel, fuerza es que me vaya.»

     Así dijo, y no quiso más oírme.




CANTO XVII
 

     Si en los Alpes, lector, te has encontrado
entre niebla mirando inciertamente,
como el topo al través de ojo velado,

     cuando espeso vapor de húmedo ambiente
comienza a disiparse, y que la esfera
del sol en él penetra débilmente;

     una imagen tendrás, aunque ligera,
de cómo el sol a contemplar volvía,
cuando ya hacia el ocaso descendiera.

     Emparejando el paso con mi guía,
salimos fuera de la nube oscura,
con la luz que del monte al pie moría.

     ¡Oh, fantasía, que en sublime altura
nos enajenas, que ni mil trompetas
percibe en sus arrobos la criatura!

     ¿Quién te da impulso? ¿Cómo te completas?
¡Muévete luz que el cielo mismo informa
y por querer de Dios aquí concretas!

     Vi la mujer, que trasmutó su forma
en avecilla, a quien deleita el canto,
y que fué de crueldad horrible norma.

     La mente mía concentróse tanto
dentro de sí, que nada percibía
al exterior del misterioso encanto.

     Brotó después en la alta fantasía
la imagen de un crucificado fiero
que con mirada de desdén moría.

     En torno suyo estaba el grande Asuero,
y Esther su esposa; el justo Mardoqueo,
que en decir y en hacer fué siempre entero.

     Esta visión por sí romperse veo,
como burbuja de aire disipada
cuando cesa del agua el gorgoteo.

     La imagen de una joven desolada
surgió clamando: «¡Madre! ¡Mi regina!
¿Por qué con ira te tornaste en nada?

     »¡Te has muerto por salvar a tu Lavina,
y me has perdido: en mi alma te lamento,
aun más que a Turno en su funesta ruina!»

     Cual se disipa un sueño, en el momento
que nueva luz los párpados golpea,
antes que se despierte el pensamiento,

     así pasó la visionaria idea,
ante una luz que el ojo me golpeara,
con brillo que en el mundo no clarea.

     Volvíme para ver dónde me hallara,
cuando uno dijo: «Por aquí se sube»,
con voz que mis potencias embargara.

     Desde ese instante voluntad no tuve
sino para buscar al que me hablaba,
y sólo en su presencia me contuve;

     pues así como el sol la vista grava
y su fulgor produce incertidumbre,
así sentí que aliento me faltaba.

     «De espíritu divino es la vislumbre
que, para encaminar, ruego no espera,
y que se vela con su misma lumbre.

     »Hace lo que uno por sí mismo hiciera:
quien ruego espera ante peligro ajeno,
de prestar el auxilio se exonera.

     »A ir nos invita por camino bueno,
antes que el sol se oculte, pues tendría
en noche, que esperar día sereno.»

     De este modo me habló mi sabio guía.
Volvemos nuestros pasos a una escala,
y al pisar la primera gradería,

     siento de cerca blando golpe de ala,
que aire a mi rostro da, y en grato acento,
el Beati Pacifici se exhala.

     El reflejo del sol subía lento,
anunciando la noche, y a otro lado
de estrellas se cubría el firmamento.

     «¡Oh, valor! ¿Por qué me has abandonado?»,
dije triste entre mí, cuando sintiera
doblarse mis rodillas, fatigado.

     nmóviles allí, de la escalera
en lo alto nos paramos, do acababa,
como nave que atraca a la ribera.

     Yo puse mi atención, por si escuchaba
en este nuevo cerco algún sonido,
y dije a mi maestro, que esperaba:

     «¡Oh, dulce padre! ¿Cuál la ofensa ha sido
que se purga en el cerco en que nos vemos?
Ande tu voz, si el pie se ha detenido.»

     Y él: «De culpa y castigo son extremos:
amor del bien que tarde se practica,
y tiene aquí que manejar sus remos.

     »Y si tu mente bien no te lo explica,
óyeme, y algún fruto hallar procura
en la mora que el caso justifica.

     »Ni al gran Creador ni a mísera criatura
nunca el amor faltó -muy bien se sabe-,
o por instinto, o bien por su natura.

     »Lo natural no incurre en falta grave,
y el otro puede errar por mal objeto,
o vigor que lo exceda o menoscabe.

     »Si los bienes primeros busca recto,
y en los segundos guarda su mesura,
el placer que se encuentra no es defecto.

     »Mas si se tuerce al mal, o no procura
seguir al bien con toda su eficiencia,
contra su Autor procede la criatura.

     »De aquí puedes sacar la consecuencia:
de la virtud, amor es la simiente,
y de acción que merezca penitencia.

     »Como el amor reside en el paciente,
que busca por su medio su ventura,
el odio contra sí no es procedente.

     »Y no puede, por tanto, la criatura
desligarse por sí del amor primo,
con un odio contrario a su natura.

     »Queda, si en mis distingos, bien estimo,
que se ame el mal ajeno, y rebajado
de tres modos, amor nazca en tu limo.

     »Hay quien, porque el vecino es humillado,
espera levantarse, y que reclama
fundar sobre su ruina grande estado.

     »Hay quien gracia, poder y honor o fama
teme perder porque otro se levante,
y contristado por su ruina clama.

     »Y quien, por una injuria avergonzante
tiene sed de venganza noche y día,
y es natural que el odio en él se implante.

     »Ese triforme amor aquí se expía.
Ora te explicaré cómo se entiende
otro que corre al bien por mala vía.

     »Cada cual un confuso bien comprende,
que satisfaga su alma en lo que aspira,
y por su logro cada cual contiende.

     »Si lento amor su voluntad le inspira,
de su pereza purga aquí el pecado,
y arrepentido, con dolor suspira.

     »Ningún bien que haga al hombre desgraciado
puede llegar a darle dicha cierta;
pues de fruto y raíz está privado.

     »El amor que al exceso se despierta,
se llora más arriba, en tres circuitos;
mas, como tripartito se concierta,

     »te dejo a ti que indagues sus conflictos.»




CANTO XVIII
 

     Terminado que fué el razonamiento,
el gran doctor atento me miraba
para observar si hallábame contento;

     y yo, que aun de saber sediento estaba,
fuera callaba y dentro me decía
si el mucho preguntar le fastidiaba;

     pero él, padre benigno, que veía
la timidez que me quitaba aliento,
me habló y me hizo hablar con osadía.

     Y así dije: «Se aviva el pensamiento
con tus luces, que veo claramente
cuanta razón comporta en su elemento;

     »pero te ruego alumbres aún mi mente,
explicando ese amor que nos desvía
del bien y el mal, alternativamente.»

     «Alza y fija tu mente en la luz mía»,
contestó, «y verás de una mirada,
del que, el error ciego, se hace guía.

     »El alma para amar ha sido creada,
mas se complace en cosas pasajeras,
cuando por los placeres es llamada.

     »Vuestra aprehensión convierte en verdaderas
las ilusiones, que al deseo incitan,
y el ánimo seducen placenteras.

     »Si se recogen los que así se agitan,
inclínanse al amor de la natura,
y el amor y el placer juntos palpitan.

     »Después, cual viva llama que en la altura
se mueve por la esencia que la asciende,
a donde más en su elemento dura:

     »así el deseo el alma noble enciende,
y en movimiento espiritual se exulta
y en busca de lo amado, vuelo emprende.

     »Ora, ya ves cual la verdad se oculta
a la gente obcecada, que asevera
que de cualquier amor el bien resulta;

     »tal vez porque pensaron que amor era
buena materia en sí, sin ver que un signo
no siempre es bueno, puesto en buena cera.»

     «De tu ingenio siguiendo en el camino»,
repuse, «qué es amor me has enseñado;
pero otras nuevas dudas me imagino.

     »Si en lo externo el amor nos es brindado,
y el alma con el propio pie camina.
tuerto o derecho, prejuzgar no es dado.»

     Y él: «No más lejos la razón atina
en la cuestión: en lo demás, espera
ver a Beatriz, porque es de fe divina.

     »La forma substancial, sea cualquiera,
distinta es en materia, y a ella unida
y por propia virtud por sí se entera.

     »La cual, cuando no actúa, no es sentida,
y sólo se demuestra por su efecto,
como en planta el verdor revela vida.

     »Pero de donde viene al intelecto
la primera noción, nadie la sabe,
ni al apetito su inicial afecto;

     »pues, como abeja labra miel süave,
por instinto, en los actos naturales
ni la censura ni el elogio cabe.

     »Lo innato, en las virtudes esenciales
todo condensa, y bien os aconseja
la razón al tenerse en sus umbrales.

     »Este principio la razón refleja
de merecer del bien el don fecundo,
que toma el buen amor y el malo deja.

     »Los sabios, razonando en lo profundo,
proclaman esta innata libertad,
y esta moral herencia es hoy del mundo.

     »Y aunque de la fatal necesidad
surja el amor que el apetito enciende,
de enfrenarlo tenéis la potestad.

     »La más noble virtud, Beatriz entiende,
es el libre albedrío y pon cuidado
de acordarte si te habla y si te atiende.»

     A medianoche, el paso retardado,
la luna las estrellas eclipsaba,
en forma de un caldero rescaldado,

     contra el cielo, la vía transitaba
que el sol inflama, cuando visto en Roma
entre Cerdeña y Córcega bajaba.

     Mi sombra amiga, de quien fama toma
Piétola, honor de la región mantuana,
quitóme un peso que la mente doma,

     pues yo, con mi razón abierta y llana,
habiendo las cuestiones comprendido,
sentí reposo en somnolencia vana.

     Pero fuí de repente interrumpido
por el tropel de tumultuosa gente
que a nuestra espalda había aparecido.

     Como el Ismen y Asopo, antiguamente,
vieron en Tebas multitud furiosa,
de noche, a Baco reclamar rugiente,

     tal corría la turba presurosa,
tras justo amor las sombras galopando,
con buena voluntad, no perezosa.

     Muy pronto se acercó, pues siempre andando
movióse toda aquella turba extraña,
y al frente dos gritaban sollozando:

     «María, corre presto a la montaña;
César, Lérida quiere sometida:
sitia a Marsella, y luego corre a España.»

     «¡Pronto! ¡Pronto!», gritó turba afligida;
«no perdamos el tiempo en la indolencia,
para alcanzar de gracia nueva vida.»

     «Gentes, que con fervor y diligencia
purgáis vuestra tibieza, que fué en daño
del bien obrar, tal vez por negligencia,

     »este que vive -y cierto, no es engaño-
quiere subir así que luzca el día;
mas ¿cuál de la subida es el peldaño?»

     Estas palabras pronunció mi guía,
y uno dijo: «Seguid por el sendero
tras de nosotros, y hallaréis la vía;

     »la voluntad nos mueve a andar ligero,
sin podernos parar, y así perdona
que no sea contigo lisonjero.

     »De San Zeno el abad fuí yo en Verona,
en los tiempos del bueno Barbarroja,
cuyos dolores aún Milán pregona.

     »Con un pie ya en la fosa, se acongoja
uno que llorará su monasterio,
y su poder que a la virtud despoja.

     »Pues a su hijo, que es hijo de adulterio,
y malo en cuerpo y alma, le ha donado
del pastor verdadero el ministerio.»

     Si dijo más o si quedó callado,
no lo sé, pues ya lejos caminaba;
mas lo que oí retuve con agrado.

     Y dijo el que en afanes me amparaba:
«Mira esos dos, que muerden el pecado
de la acidia.» Y atrás el par clamaba:

     «El mar la muerta gente se ha tragado,
que no alcanzara hasta el Jordán perdido,
y sólo su heredero ha disfrutado.

     »Y aquellos que cobardes no han seguido
con el hijo de Anquises sus consejos,
vida sin gloria sólo han merecido.»

     Cuando las sombras iban ya muy lejos,
que apenas si confusas se veían,
de nueva idea tuve los reflejos,

     de la que otras ideas más nacían:
y en alternado vagaroso ensueño
sentí al fin que mis ojos se adormían,

     y el pensamiento trasmutóse en sueño.




CANTO XIX
 

     En la hora aquella, en que el calor diurno
templar no puede el frío de la luna,
vencida por la tierra o por Saturno,

     cuando el geomanta ve mayor fortuna
antes del alba, al lado del oriente,
surgir del cielo, en la penumbra bruna,

     una mujer vi en sueños, balbuciente,
manca de manos, de mirar torcido,
color de muerte, coja y repelente.

     Al mirarla, cual cuerpo entumecido
conforta el sol después de noche fría,
con mi vista, su lengua dió un sonido.

     Después de hablar, un talle esbelto erguía,
y cual lo pide amor, vi colorear
su faz que antes marchita embellecía;

     su boca una armonía hizo brotar,
y un canto comenzó, tan bien, que pena
sería tales notas no escuchar.

     «Yo soy», cantaba así, «dulce sirena,
que extravía en el mar al navegante.
¡De tal encanto tengo la voz llena!

     »Detuve a Ulises en su viaje errante,
y mi voz es por todos tan amada
que quien me oye, me sigue siempre amante.»

     Aún su boca no estaba bien cerrada
cuando santa mujer vi de repente,
confundirla con sólo su mirada.

     «¡Oh, Virgilio!», decía fieramente.
«¿Quién es ésta?» Y Virgilio se acercaba,
contemplando a la santa fijamente,

     que a la otra los vestidos desgarraba,
descubriendo su vientre en el desnudo,
y desperté al hedor que él exhalaba.

     Volvíme al guía de sorpresa mudo,
quien me dijo: «Tres veces te he llamado:
se abre la puerta de este centro crudo.»

     Me levanté: vi todo iluminado
el sacro monte y toda su gradiente;
y marchamos, dejando el sol a un lado.

     Seguía yo con encorvada frente,
cual quien la carga del pensar concentra,
a modo de mitad de arco de puente;

     cuando escuché: «¡Por esta puerta se entra!»,
y su acento tan blando parecía,
como en vida mortal jamás se encuentra.

     Y el que me habló, sus alas extendía,
blancas como del cisne: iba mostrando
nuestro camino por estrecha vía;

     y así exclamó, mi frente ventilando:
«¡Qui lugent!, ¡venturoso el afligido,
y que padece, su alma consolando!»

     «¿Por qué miras al suelo compungido»
dijo el maestro con su voz amiga,
«después que el vuelo el ángel ha tendido?»

     «Nueva visión», le dije, «que me obliga
a caminar así con planta vaga,
porque mi pensamiento a ella se liga.»

     «Has visto», me repuso, «aquella maga,
por quien abajo lloran sin consuelo,
y has visto conjurar su influencia aciaga.

     »¡Bástete! ¡Tu salón golpee el suelo!
¡Vuela al reclamo que el Eterno gira
moviendo magnas ruedas en el cielo!»

     Como el halcón que bien el pie se mira
del cazador al grito, vuela apriesa
en busca de la presa que le estira;

     tal hice yo, subiendo con presteza
por la estrechura de la roca hendida,
hasta el fin, donde nuevo cerco empieza.

     Ya del quinto jirón en la salida,
veo gente que triste lagrimea,
y boca abajo en tierra está tendida;

     ¡Adhœsit pavimento anima mea!
Percibo que murmuran suspirando,
con acento que sordo titubea.

     «¡Oh, elegidos, que estáis aquí esperando
la justicia que alivia males duros!
Venimos la subida aquí buscando.»

     «Si exentos de penar estáis seguros
y queréis encontrar pronto la vía,
seguid siempre por fuera de los muros.»

     En la respuesta al ruego de mi guía,
por las palabras entrever yo creo
que algo más en su fondo se escondía.

     Miro al poeta, y en su rostro leo,
al dirigirme plácida mirada,
que su vista responde a mi deseo.

     Viendo que mi demanda era acordada,
me dirigí a la infeliz criatura
que antes por el maestro fuera hablada,

     diciéndole: «¡Oh, tú en quien madura
el llanto, la expiación que lleva al cielo!
¡Suspende a mi pedido tu amargura!

     »¿Por qué te hallas tendido contra el suelo?
Y dime, si lo quieres, quién has sido,
y si algo puedo hacer por tu consuelo.»

     Y él a mí: «Te diré por qué, dolido
la espalda doy al cielo; mas primero,
sabe que el sucesor de Pedro he sido.

     »Entre Chiavari y Sestro, su sendero
un río labra, que su nombre ha dado
de mi familia al título altanero.

     »En poco más de un mes, hallé pesado
el manto, que del lodo no se guarda:
pluma es todo, a su peso comparado.

     »Mi conversión, ¡aymé!, fué ya muy tarda:
cuando elegido fuí pastor romano,
comprendí que la vida era bastarda;

     »sentí que inquieto el corazón humano
levantarse no puede en esa vida;
y aspiré al bien eterno y soberano.

     »Era, hasta aquel instante, alma perdida,
apartada de Dios; de todo avara:
y por eso la ves aquí punida.

     »De la avaricia la expiación es clara,
de los que están echados en el suelo,
la más crüel que el monte les depara.

     »Como antes no miraron hacia el cielo
por mirar de la tierra la malicia,
nos postra la justicia, sin consuelo.

     »Cual extingue en cada uno la avaricia
el amor hacia el bien, viviendo en vano,
aquí nos tiene estrechos la justicia,

     »atados por los pies y por la mano;
y aún estará esta gente en tierra echada
cuanto le plazca al justo soberano.»

     Tenía la rodilla yo doblada;
y al empezar a hablar, mi reverencia
por él, si no fué vista, fué escuchada.

     «¿Por qué te inclinas», dijo, «en mi presencia?»
Y yo: «La dignidad del soberano
reverenciar me manda la conciencia.»

     «¡Levántate sobre tus pies, hermano!»,
repuso. «Soy un siervo sometido,
cual los demás, al solo soberano.

     »Si bien el sacro texto has entendido,
que dice Neque nubent, claramente,
mi pensamiento habrás ya comprendido.

     »No te detengas; vete prontamente,
que el llanto que hace madurar la gracia,
interrumpes, estando tú presente.

     »Allá, una nieta que se llama Alasia,
dejé, muy buena, si no la ha viciado
de nuestra casa el mal, por su desgracia:

     »nada más de lo mío allí ha quedado.»




CANTO XX
 

     Contra mejor querer se lucha en vano;
y por esto, la esponja aun no empapada,
del agua retiré, no sin desgano.

     Mi guía, por la roca no ocupada,
siguió, y yo tras él, cual se rodea
una muralla estrecha y almenada;

     pues la gente que triste lagrimea
por el mal que en el mundo se congloba,
por el opuesto lado se codea.

     Que maldita seas tú, ¡oh, vieja loba,
que tu nombre sin fin, entre las fieras
más presas que ellas juntas come y roba!

     ¡Cielo!, que, según dicen, tus esferas
indican las mudanzas, ¿qué momento
para ahuyentarla de este mundo esperas?

     Seguíamos en tanto a paso lento,
y atendiendo a las sombras percibía
llanto piadoso y ecos de lamento.

     Por ventura escuché: «¡Dulce María!»,
(muy cerca de nosotros, voz de llanto,
cual de mujer que en parto lloraría).

     Y continuar: «Tan pobre fuiste, tanto,
cuanto se puede ver por el hospicio
do depusiste el tu fruto santo.»

     Y en seguida escuché: «¡Oh, buen Fabricio!,
la virtuosa pobreza has preferido
a la riqueza que acompaña al vicio.»

     Estas palabras, gratas a mi oído,
moviéronme a seguir con más certeza,
al espíritu es pos de su sonido.

     El hablando siguió de la largueza
de Nicolás, en pro de las doncellas,
para salvar su juvenil pureza.

     «¡Oh, ánima», dije, «de palabras bellas!
¿Quién fuiste? ¿Por qué sólo tu alabanza
das a dignas acciones que resellas?

     »No quedará sin premio tu confianza,
si vuelvo a recorrer la corta vía
de mi vida, que al término se avanza.»

     Y él: «Lo diré movido a simpatía,
respondiendo, sin premio, a gracia tanta,
cual la que irradias vivo todavía.

     »Yo fuí raíz de aquella mala planta
de la cristiana tierra desolante,
que rara vez con frutos se levanta.

     »Si de ella, Bruge y Duai, y Lile y Gante
se quisieran vengar, el fallo acepto,
que es justicia que a Dios pido anhelante.

     »Llamáronme en el mundo Hugo Capeto:
hijos míos, Felipe y Luis han sido,
nuevos reyes de Francia con respeto.

     »De un carnicero de París nacido,
cuando sus viejos reyes acabaron,
menos uno de vil sayal vestido,

     »del gobierno las riendas empuñaron
mis manos, y el poder que yo hice mío
numerosos amigos sustentaron.

     »De la viuda corona, un hijo mío
ceñido fué, y, consagrada, iguala
mi raza a la más alta en poderío.

     »Mientras duró la dote provenzala,
mi progenie, sin ser de gran valía,
si no hizo bien, tampoco cosa mala.

     »Después se dió a la fuerza y la falsía,
y a la rapiña, y por su mal destino,
tomó Poitou, Gascuña y Normandía;

     »y Carlos en Italia, a Conradino
por enmienda mató, y al cielo envía
por enmienda también, al grande Aquino.

     »Se acerca el tiempo en que la Francia, un día
a otro Carlos envíe, por probanza
de lo que en sí su raza contenía.

     »Armado irá tan sólo de la lanza
de Judas, y con punta tan filosa
que de Florencia romperá la panza.

     »No tierras, sino fama vergonzosa
conquistará, con el pecado grave
de serle leve toda acción dañosa.

     »El otro sale preso de una nave,
vende a su hija, su precio regateando,
como sólo un corsario hacerlo sabe.

     »¡Oh, avaricia! ¿Qué más vienes buscando?
¡Por ti mi pueblo, del honor perjuro,
va con su propia carne traficando!

     »Veo, para agravar el mal futuro,
que Alagna a flor de lis se ha sometido,
y en su Vicario, a Cristo, en trance duro.

     »Y le veo otra vez escarnecido
beber nuevo vinagre con sus hieles,
y entre ladrones vivos ser herido.

     »Y otro Pilatos, de iras más crüeles,
que nada sacia, que sin ley alcanza
hasta el sagrado templo de los fieles.

     »¡Oh, Señor mío! ¿Cuándo tu venganza,
en que se oculta tu ira bondadosa,
responderá a legítima esperanza?

     »Tú me has pedido de la sola esposa
del Espíritu santo, explicaciones,
al invocar su esencia misteriosa:

     »nuestro espíritu se alza en oraciones
durante el día, y en la noche dando
en vez de ruegos, duras maldiciones.

     »A Pigmalión entonces recordando,
que fué traidor, ladrón y parricida,
con avidez el oro ambicionando;

     »y la miseria del avaro Mida,
castigado en el don que se le acuerda,
que debe ser por siempre escarnecida;

     »y de Acham la renuncia se recuerda,
que robó los despojos, a quien la ira
aun de Josué parece que lo muerda;

     »y a su esposo acusamos con Tafira;
loamos la coz que escarneció a Eliodoro;
y voz de infamia por el monte gira.

     »¡Polinéstor que mata a Polidoro!
Y Craso, gritan todos finalmente:
Dinos, pues sabes, cómo sabe el oro.

     »Y hablan así, más bajo o fuertemente,
según la dura espuela los presiona,
que hace andar más despacio o prontamente.

     »Este sentir a todos apasiona,
y si a mí solamente has escuchado,
es que entonces no hablaba otra persona.»

     El alma atrás habiendo ya dejado,
tratamos de llegar a la salida
superando la vía por un lado,

     cuando sentí, cual mole derrüida,
temblar el monte, y convertido en hielo
quedé, como en las ansias de la vida.

     No más se estremeció la Isla de Delo,
cuando Latona en ella hizo su nido
para alumbrar los dos ojos del cielo.

     De un grito general el estampido
a mi guía trajera de mi lado,
quien me dijo: «Serás bien conducido.»

     Gloria in excelsis Deo fué entonado,
por muchas voces, con amor intenso,
en medio de aquel grito atribulado.

     Inmóviles quedamos, en suspenso,
cual los pastores al oír tal canto,
hasta el final de aquel temblor inmenso.

     Luego seguimos el camino santo
entre sombras yacentes en la tierra,
que proseguían en su eterno llanto.

     Nunca dentro de mí sentí más guerra,
por descubrir arcano misterioso,
si la memoria mía aquí no yerra,

     como en aquel momento pavoroso:
el hablar me impedía el paso activo,
y no pudiendo responder ansioso,

     con timidez seguía pensativo.




CANTO XXI
 

     Esa sed natural, que no sea sacia
sino en el agua de la clara fuente,
que a la Samaritana dió su gracia,

     me trabaja, con ánimo impaciente,
y por la obstruída vía me encamino,
de la justa venganza condoliente.

     Cual de Lucas lo trae texto divino,
que apareció Jesús resucitado
a dos hombres en medio a su camino,

     apareció una sombra a nuestro lado,
de pie sobre la turba allí tendida,
que hasta entonces no habíamos notado.

     Y exclamó: «¡Dios os dé paz bendecida!»
Nos volvimos de súbito, y Virgilio
habló, señal haciendo, comedida:

     «¡Que alcances beata paz en el concilio
donde se hace justicia venerada
que me relega al eternal exilio!»

     «¡Cómo», dijo, «con planta tan pesada
si no sois dignas sombras celestiales,
venís!, y ¿quién os guía en la jornada?»

     Y el doctor: «Si contemplas las señales
que el buen ángel guardián sólo perfila,
verás que ha traspasado sus umbrales.

     »Mas, aquella que en día y noches hila,
aun no había la rueca devanado
con que el destino humano Cloto enhila,

     »su alma, que es de las nuestras un dechado,
no podía venir arriba sola,
porque en sombra su ser no ha trasmutado.

     »Por eso fuí sacado de la gola
del infierno, a mostrar estos tormentos,
como lo haré, cual puede una alma sola.

     »Mas dime: ¿Por qué el monte en sus cimientos
desde su blanda base estremecido,
ha temblado entre cantos y lamentos?»

     Esta pregunta había coincidido
con mi deseo, y fiado en la esperanza,
mi sed se había un tanto ya extinguido.

     El espíritu dijo: «No hay mudanza
en el monte, según ordenaciones
que corresponden a la eterna usanza.

     »Aquí no se producen variaciones;
se da y recibe lo que el cielo lleve,
y no más, sin extrañas conexiones.

     »Porque aquí no hay granizo, lluvia o nieve,
ni hay rocío, ni escarcha, cuando sube
las tres gradas de entrada el alma leve;

     »tampoco espesa ni ligera nube,
ni truenos, ni de la hija de Tahumante
el arco iris que inconstante sube.

     »Ningún vapor se siente en adelante,
después que las tres gradas se han pasado,
do está el ángel de Pedro vigilante.

     »Más abajo, tal vez haya temblado;
mas los ocultos vientos de la tierra,
no sé por qué, aquí, nunca han llegado.

     »Tiembla, sí, cuando el alma que ella aferra
purificada surge, en el momento
que entre gritos de gozo desentierra.

     »La voluntad da fe del sentimiento,
y el alma libre, al trasmutar de estado,
obedece a su propio movimiento.

     »Este anhelo latente ha combinado
la divina justicia providente,
con el tormento junto del pecado.

     »Aquí echado, he penado yo doliente
quinientos años, y ora resurgido
por voluntad, me muevo libremente.

     »Por eso tiembla el monte, y has oído
de las almas el grito de alabanza,
que piden redención al Dios querido.»

     Así habló, respondiendo a mi esperanza,
mas, cuanto es más la sed que nos devora,
mayor goce bebiendo nos alcanza.

     Y el sabio dijo: «Bien comprendo ahora
cómo la red que os ata se desata,
y al temblar goza el alma pecadora;

     »pero di por qué en pena tan ingrata
por tantos, tantos siglos has yacido:
de ti saberlo fuera cosa grata.»

     «Cuando Tito, del cielo protegido,
vengó la sangre del que el mundo adora,
que Judas Iscariote hubo vendido»,

     la sombra respondió, «nombre que honora
tenía yo en la tierra, algo famoso;
mas la fe me faltaba salvadora.

     »Mi canto era tan dulce y melodioso,
que a Roma fuí, yo siendo tolosano,
donde mi sien orló mirto glorioso.

     »Estacio fué mi nombre, y al Tebano
mis cantos di; después, del grande Aquiles
con la segunda carga, pisé en vano.

     »De mi ardor, los destellos juveniles
se han encendido en la divina llama
que iluminó la mente de otros miles.

     »La Eneida fué mi numen, fué la mama;
fué la nodriza que nutrió mi canto:
sin ella no pesara ni una dracma,

     »y por haber vivido en algún tanto
cuando vivió Virgilio, me estaría
otro sol más, tendido en mi quebranto.»

     A estas palabras me miró mi guía,
como diciendo: ¡Calla!, mas no puede
la virtud cuando quiere en su porfía.

     Risa o llanto sucede o bien precede
a la pasión de que uno está nutrido,
y lo sincero a sus impulsos cede.

     Sonriente, yo me doy por entendido,
y la sombra su vista me endereza
buscando en mi expresión algún sentido.

     «¡Puedas lograr en bien tu grande empresa!
Mas, ¿por qué tu semblante ha iluminado
relámpago sonriente que interesa?»

     Me sentí doblemente conturbado:
callar y hablar cada uno me pedía;
suspiré: mi suspiro fué escuchado.

     «Habla sin miedo», me ordenó mi guía
con bondad, «y al hablarle, di mi nombre,
dándole la respuesta que quería.»

     Y de este modo hablé: «¡Tal vez te asombre
el verme sonreír con tanto agrado:
quíero asombrarte más con un gran nombre.

     »Este, que en las alturas me ha guiado,
es el Virgilio de quien tú aprendiste
hombres y dioses a cantar osado.

     »Si otro motivo a mi sonrisa diste,
bórralo de tu mente: estimulada
tan sólo fué por lo que de él dijiste.»

     Viendo a la sombra medio prosternada:
«No lo hagas», dijo el guía, prevenido.
«Sombra soy y eres sombra: somos nada.»

     Y ella exclamó al erguirse: «Habrás medido
lo inmenso del amor que el alma siente,
pues nuestra propia vanidad olvido,

     «tratando a tu alma como a ser viviente.»




CANTO XXII
 

     Ya el ángel tras nosotros se ha quedado
del sexto giro en la áspera pendiente,
habiéndome otra letra más borrado:

     y de los que justicia, en ruego ardiente,
piden con Beati et sitiunt plañidero,
ya se ha perdido el eco balbuciente;

     yo me siento tan leve y placentero,
que sin fatiga cruzo por la senda
de las dos sombras, con el pie ligero.

     «Amor que en otro amor virtud encienda»,
dijo Virgilio, «dan el mismo efecto,
por poco que su llama se trascienda.

     »Así, cuando cumpliendo alto decreto,
Juvenal en el limbo fué sumido,
a par mía, y hablóme de tu afecto,

     »benévola amistad por ti he sentido,
cuanto es posible, aun vista la persona,
y a tu lado me siento complacido.

     »Mas dime, y como amigo me perdona,
si acaso mi palabra no refreno,
y háblame como amigo que razona.

     »¿Cómo pudo encontrar dentro tu seno
la avaricia lugar, si lo ocupaba
la grande ciencia de que estabas lleno?»

     Estacio sonreía y lo miraba
en silencio, y después: «Me ha complacido
tu afectuosa pregunta», contestaba.

     «A veces, lo que no se ha discernido
hace dudar, si la razón no busca
lo que acaso verdad tiene escondido.

     »Tu pregunta me muestra que te ofusca
la idea de que avaro he sido en vida,
por encontrarme en la caverna fusca.

     »Fué por mí la avaricia aborrecida:
y si miles de lunas he penado,
por otra causa fué mi alma punida.

     »Si tu acento no hubiera despertado,
y es bueno aquí que tu atención reclame,
la noble indignación con que has clamado:

     »¡A qué excesos no lleva, sacra fame,
del oro el apetito a los humanos!,
en el infierno yacería infame.

     »Pensé entonces que mucho abrir las manos
eran males también, y arrepentido,
como apetitos los miré ya insanos.

     »¡Oh, cuántos, por no haber esto sabido,
ante el juicio final irán pelados
por no haberse en la vida corregido!

     »Pues debes de saber que los pecados
tienen contraria falta, y por lo tanto,
son por igual justicia marchitados.

     »Por eso he derramado amargo llanto
entres esas pecadoras almas sórdidas,
por lo contrario en que pecaron tanto.»

     «Cuando cantaste aquellas luchas hórridas
de la doble tristeza de Yocasta»,
dijo el tierno cantor de las Bucólicas,

     «que Clío acompañó con lira infausta,
ninguna fe tu acento me revela,
sin la cual ningún bien al hombre basta.

     »Y así, ¿qué sol, qué luz que al cielo vuela,
te alumbró, que tan firme navegaste
derecho al Pescador tras de su vela?»

     Y él dijo: «Tú el primero me llevaste
al Parnaso, a beber en fuente pura,
y con amor divino me alumbraste.

     »Fuiste, como quien anda en noche oscura,
con luz radiante que a la espalda lleva,
que a otros alumbra, y que de sí no cura.

     »Tú anunciaste: ¡El siglo se renueva;
retorna la justicia al mundo humano,
y del cielo desciende raza nueva!

     »Por ti yo fuí poeta y fuí cristiano,
y para que contemples su evidencia,
el gran diseño trazará mi mano.

     »Ya penetrado de la vera creencia
el mundo estaba, la que fué sembrada
por mensajeros de la eterna esencia.

     »Y la palabra tuya, recordada,
con los nuevos apóstoles, en tanto,
se armonizaba así que era inclinada

     »el alma a ver en cada fiel un santo;
y al ser por Domiciano perseguidos,
mis lágrimas se unieron con su llanto.

     »Fueron por mí en la tierra socorridos,
y practiqué sus usos y sus ruegos,
despreciando a los otros descreídos;

     »y antes que con mis cantos, a los griegos
llevase a Tebas, fuí yo bautizado,
quedando en apariencia entre los ciegos,

     »al paganismo en público entregado;
y esta tibieza mía en desconsuelo
cinco siglos de pena me ha costado.

     »Tú, que ante mí rompiste el denso velo
que me ocultaba lo que yo bendigo,
dime mientras subimos, por consuelo:

     »¿En dónde está Terencio, nuestro amigo?
Cecilio, Varrón, Plauto, refractarios,
di, si sabes que sufren un castigo.»

     «Todos, con Persio, y yo con otros varios»,
dijo el maestro, «están con aquel griego
a quien la musa dió senos plenarios,

     »en el primer jirón del mundo ciego,
hablando con frecuencia de aquel monte
que nos baño con fecundante riego.

     »Eurípides está con Anacreonte,
con Simónides y Agatón, que en Grecia
el laurel coronó del sacro monte;

     »Antígona y Deifila con Argesia,
y tu Ismenia, cual siempre contristadas,
allí soportan penitencia recia.

     Dafne, Isifil y Tetis, que cantadas
fueron por ti, están acompañando
a Deidamia y hermanas malhadadas.»

     Callaron ambos al seguir andando,
fuera del paso que ya atrás quedaba,
en torno suyo atentos observando.

     Cuatro siervas del día, revelaba
la quinta en el timón del carro ardiente,
que a la altura su cuerno levantaba,

     cuando el guía nos dijo: «Es conveniente
seguir por la derecha con paciencia,
el monte contorneando atentamente.»

     Aconsejados bien por la experiencia,
confiados proseguimos en la vía,
que señaló Virgilio con prudencia.

     Los dos delante, yo detrás seguía,
oyendo de su boca las lecciones
que el intelecto impregna en poesía.

     Mas de pronto interrumpen sus razones
ante un árbol en medio de la estrada,
con frutos que dan suaves emisiones.

     Como abeto, la copa adelgazada
de rama en rama, abajo achaparrado,
creí que fuera imposible la trepada:

     de una parte el camino está cerrado,
y cae de la alta roca un agua clara,
que corre por sus hojas hasta el prado.

     Al árbol uno y otro se acercara,
cuando grita una voz que allí escondía:
«Si gustáis esta fruta, os será cara»,

     agregando: «Cuidaba más María
de la boda el manjar que otros gustaron,
que de su boca, que os responde pía.

     »Los antiguos romanos no probaron
sino agua pura, y de Daniel severo,
los labios torpe cebo despreciaron.

     »Del siglo de oro en el albor primero,
la bellota fué el fruto más sabroso,
dando el arroyo néctar lisonjero.

     »Miel y langostas fué el manjar pastoso
que alimentó al Bautista en el desierto;
por eso fué tan grande y tan glorioso,

     »cual reza el Evangelio a libro abierto.»




CANTO XXIII
 

     Mientras mi vista por la fronda verde
vagaba, como suele quien espía,
y en pos de un pajarillo el tiempo pierde,

     el que era más que padre me decía:
«Hijo querido, el tiempo señalado
conviene aprovechar durante el día.»

     Volvíme a él, y paso apresurado,
a los sabios seguí, y cuanto oía
hacía que el andar fuese aliviado.

     Sonó un canto quejoso en lejanía:
¡Domine labia mea!, modulado,
que dolor y delicia producía.

     «¡Oh, padre mío! ¿Qué es lo que he escuchado?»,
pregunto, y él: «Tal vez sombras errantes
que desatan el nudo del pecado.»

     Tal como pensativos caminantes,
que hallan en su camino gente ignota,
lo prosiguen mirando unos instantes,

     de tal modo siguiendo su derrota,
al dejarnos de lado nos miraba
en silencio al pasar, turba devota.

     Eran sus ojos como oscura cava,
pálida faz y tan enflaquecida
que la piel con los huesos conformaba.

     De Eresitón no el hambre desmedida
me figuro le diera tal magrura,
cuando hizo de sí mismo su comida.

     Yo me dije: «Es la gente sin ventura
que se perdiera en Sión, cuando María
en el hijo picó su mordedura.»

     Sin gema anillo el ojo parecía,
y el que en el rostro humano leyera: OMO,
la Eme fatal en éstas bien leería.

     ¿Quién pensaría que el olor de un pomo
y el del agua, en las sombras produjese
un hambre tal, a no saberse cómo?

     Mas si el efecto sólo percibiese,
pues la causa no me era manifiesta,
me preguntaba cuál la causa fuese:

     cuando, de lo profundo de la testa,
una sombra miróme fijamente,
exclamando: «¿Qué gracia me es propuesta?»

     No habría conocido al penitente,
si lo que su apariencia me ocultaba
la voz no lo dijera claramente.

     Su acento mi recuerdo iluminaba,
y en aquel ser enjuto tan cambiado
el rostro de Foresio me mostraba.

     «No mires de mi ser descolorado
esta lepra que mancha su semblante,
ni si me hallo de carnes despojado.

     »Dime en verdad», clamaba suplicante,
«¿Quiénes son esos dos? ¿Quién te ha traído?
¡Ah, no dejes de hablarme ni un instante!»

     «Ante tu faz me siento tan dolido»,
dije, al mirarle así desfigurado,
«cual cuando muerto te lloré, afligido.

     »Mas di, ¡por Dios! ¿Por qué tan extenuado?
No se puede hablar bien, cuando fluctúa
el alma presa de mayor cuidado.»

     Y él a mí: «La justicia que gradúa,
da su virtud al agua y a la planta
que queda atrás, y así nos extenúa.

     »Toda esa gente que llorando canta
porque halagó su boca sin mesura,
en hambre y sed se purifica santa.

     »El beber y el comer más les apura,
viendo en el gajo el fruto apetitoso,
y el agua que se extiende en la verdura;

     »y al tornar a este sitio delicioso,
girando, se refresca nuestra pena:
digo pena; decir debiera gozo.

     »La voluntad que el árbol enajena,
es la que hizo exclamar a Cristo: ¡Elí!,
al librarnos con sangre de su vena.»

     «Foresio amigo», yo le dije así:
«Después que tú pasaste a mejor vida,
cinco años no han corrido desde allí.

     »Si en el pecado sólo fué extinguida
tu voluntad, cuando llegó tu hora
con el sano dolor que a Dios convida,

     »¿cómo te encuentro tan arriba ahora?
Creí que estabas abajo detenido,
donde el tiempo con tiempo se valora.»

     Y él repuso: «Hasta aquí me ha conducido
a beber del martirio absintio grato,
mi Nella, por su llanto socorrido;

     »por las plegarias de su amor innato,
subir aquí me ha sido permitido,
librándome del bajo cerco ingrato.

     »Y tanto más querida a Dios ha sido
mi viuda, de recuerdo tan amado,
cuanto que, sola y triste, buena ha sido;

     »pues la Barbagia de Cerdeña ha dado,
y más mujeres púdicas abriga
que la Barbagia donde la he dejado.

     »¡Dulce hermano! ¿Qué quieres que te diga?
Veo un futuro tiempo prometido,
que a la hora del presente pronto siga,

     »en que será en el púlpito prohibido
a las desvergonzadas florentinas
mostrar los senos sin cendal tupido.

     »¿Cuáles bárbaras, cuales Sarracinas,
fué preciso obligar, para ir cubiertas
fuerza de espirituales disciplinas?

     »Si esas impuras estuviesen ciertas
de lo que el cielo les depara aprisa,
aullarán ya con bocas bien abiertas.

     »Si mi presciencia en vano no me avisa,
han de llorar antes que asome el bozo
en el niño que arrulla la nodriza.

     »Ora explica tu viaje misterioso:
que asombrada cual yo, mira esta gente
ver que haces sombra al astro luminoso.»

     Y yo a él: «Si aún guardas en la mente
lo que fuimos los dos en el pasado,
pienso que grato no será el presente.

     »De la mundana vida me ha sacado
el que delante va, cuando rotunda
la hermana de ése os hubo iluminado.»

     Y el sol mostré. «En lobreguez profunda
llevóme a ver los verdaderos muertos,
con esta vera carne que él segunda.

     »Hasta aquí me han traído sus aciertos,
subiendo alrededor de la montaña,
que del mundo endereza los entuertos.

     »El me asegura que me hará compaña
hasta encontrarme de Beatriz al lado,
dejándome al subir de la montaña:

     »ése es Virgilio, quien así me ha hablado:
y el otro es un espíritu virtuoso,
por quien esta montaña ha retemblado

     »al dejar vuestro reino doloroso.»




CANTO XXIV
 

     No el decir el andar hace más lento,
y razonando, van rápidamente,
como nave impelida por buen viento.

     Y las sombras, remuertos símilmente,
al ver a un vivo, admiración mostrando,
me miran por sus hoyos hondamente.

     Yo en tanto, mi discurso continuando,
dije a Foresio: «Esta alma que se atarda,
tal vez por otra causa va quedando.

     »Mas di si sabes dónde está Piccarda;
dime si ves de nota una persona
entre esa gente que al mirarme, aguarda.»

     «Mi hermana, que virtud y gracia abona,
cual la que más», me dijo, «ha conquistado
en el Olimpo, leda, su corona.»

     Dijo, y siguió: «Nombrarnos no es vedado,
pues el hambre que a todos nos ayunta,
la semblanza de todos ha mudado.

     »Este», apuntando el dedo, «es Bonayunta
de Luca; y esa sombra demacrada,
que de sus huesos muestra cada punta,

     »a la Iglesia de Dios tuvo abrazada:
vino de Tours, y purga en el ayuno
la anguila con vernacha aderezada.»

     Muchos otros mostróme, uno por uno,
y todos se mostraban complacientes,
sin torvo ceño en su semblante bruno.

     Y entre los que por hambre mueven dientes,
vi a Ubaldino de Pila; a Bonifacio,
que pastó con roquete muchas gentes.

     Y vi a Marchesi, que por largo espacio
bebió en Forlí, con boca más mojada,
y que, bebiendo, nunca estuvo sacio.

     Como entre dos objetos, la mirada
se fija al fin en uno, así al de Luca
mi atención por él mismo fué llamada.

     Y un murmullo, nombrando a una «Gentuca»,
sentía yo, salirle por la llaga,
por donde la justicia lo machuca.

     «Anima», díjele, «si hablar te halaga,
pues pareces deseosa que te atienda,
con tu palabra mi palabra paga.»

     «Mujer, que aun de mujer no lleva venda»,
comenzó, «te ha de hacer más placentera
mi ciudad, bien que alguno la reprenda.

     »Tú llevarás mi previsión certera:
y aunque parezca que murmuro errores,
el tiempo te dirá que es verdadera.

     »Mas dime: ¿Eres aquel que en tus albores,
escribiste unos versos, comenzando:
Mujeres que sabéis qué son amores?»

     Y repliqué: «Yo soy uno que cuando
amor le inspira, con la mano traza
lo que en el pecho tiene palpitando.»

     «Ahora percibo el nudo que me enlaza
con Notaio y Guittone, y me retiene,
y que el estilo nuevo me retraza.

     »Veo que vuestra pluma se mantiene
fiel al dictado del amor, segura,
lo que en verdad la nuestra no sostiene.

     »Quien pretenda elevarse a más altura,
no distingue un estilo de otro estilo.»
Y terminó callando con cordura.

     Cual las aves que invernan en el Nilo,
forman alguna vez bandada espesa,
y en fila van en su volar tranquilo,

     así, toda la turba con presteza
vuelve la espalda y sigue sin retraso,
ligera, por querer o por magreza;

     como quien de trotar se siente laso,
se va de su compaña separando,
y recobra el aliento, paso a paso,

     Foresio, sus pisadas retardando,
me seguía, diciendo en voz dolida:
«¿Cuándo de nuevo nos veremos, cuándo?»

     «No sé», repuse, «el plazo de mi vida;
pero la vuelta no será tan presto
como el deseo que a venir convida;

     »pues el destino me asignó mi puesto
donde el bien cada día se despulpa,
y a lamentable ruina está dispuesto.»

     «Anda», dijo; «quien tiene mayor culpa,
de un caballo a la cola va arrastrado,
al negro valle donde no hay disculpa.

     »La bestia va por paso arrebatado,
golpeándolo por ásperas veredas,
y lo deja cadáver destrozado.

     »No mucho han de girar celestes ruedas»,
y miró al cielo, «sin que veas claro
lo que al presente comprender no puedas.

     »Quédate, adiós: el tiempo me es muy caro
en este reino, y mucho ya he perdido
platicando contigo, y me separo.»

     Cual jinete a galope, desprendido
de un escuadrón, que busca valeroso
el primer choque por honor movido,

     así partió Foresio, presuroso,
y quedé con Estacio y con mi guía,
los dos maestros del cantar glorioso.

     Y cuando ya la sombra se perdía,
y mi ojo su carrera acompañaba,
cual sus palabras en la mente mía,

     otro árbol vi que el fruto recargaba
en sus vivaces ramas, no lejano,
a tiempo que a ese lado yo giraba;

     y gentes vi debajo, alzar la mano,
y evitar no sé qué, cómo , ni dónde,
(cual hace el niño antojadizo y vano,

     a un ruego que a su ruego no responde,
y que le hace pedir la cosa ansiada,
cuanto más se retira y más se esconde),

     y a la gente pasar desengañada;
y hasta aquel árbol la atracción nos lleva,
que ni a ruegos ni lágrimas da nada.

     El árbol que mordido fué por Eva,
arriba está: seguid por vuestra vía;
éste es renuevo del que allá se eleva.

     Entre las hojas, no sé quién decía;
Virgilio, yo y Estacio, con pies cuitos,
seguimos por el lado que ascendía.

     Y agregó: Recordad a los malditos
que, en las nubes formados, combatieron,
con dobles pechos y hartos de apetitos;

     y a los hebreos que a beber se dieron,
que no quiso Gedeón como soldados,
cuando en Madián al llano descendieron.

     Contra uno de los bordes, estrechados,
seguíamos, oyendo los sollozos
de la gula, en sus tristes condenados;

     ya por la vía libre, cuidadosos,
mil pasos avanzamos, contemplando,
cada uno en su mente, silenciosos.

     «Solos los tres, ¿qué es lo que vais pensando?»,
gritó una voz que a mí me estremeciera,
como bestia espantada, titubeando.

     Alcé los ojos para ver quién era,
y no creo que de horno haya salido
vidrio o metal que más rojizo fuera,

     cual uno, que decía: «Bienvenido
el que busca la paz. Id adelante,
la vuelta dad por donde habéis subido.»

     Cegado por su aspecto deslumbrante,
encaminéme en pos de mis doctores,
guiado por el oído hacia delante.

     Y como nunciatriz de los albores,
sopla brisa de mayo que acaricia,
cargada del perfume de las flores,

     sentí como de un viento la caricia,
a la celeste que mi frente orea,
ambrosía esparciendo con delicia;

     y una voz exclamar: «Bendito sea
el que la gracia alumbra, y no del gusto
del paladar, el apetito humea,

     »y tan sólo apetece lo que es justo.»




CANTO XXV
 

     Forzoso era subir: que el meridiano
cedía el sol a Tauro, y traspasaba
la noche opuesta al Escorpión lejano.

     Por lo que, como nada nos fijaba,
cual sucede al que sigue a la ventura,
necesidad los pasos impulsaba.

     Y entramos del peñón por la abertura,
uno a uno trepando por su escala,
que a quien sube separa su estrechura.

     Cual pichón de cigüeña mueve el ala
cuando intenta volar, y dentro al nido
en vanos aleteos se desala,

     tal sentía, apagado y encendido,
el anhelo de hablar, que se suspende
antes de articular algún sonido;

     mas dijo el dulce padre: «Habla y desprende
la flecha que la lengua te sofoca
y el arco de tu labio firme tiende.»

     Y entonces con firmeza abrí la boca:
«¿Cómo puede un espíritu ser magro,
donde alimento al alma no provoca?»

     «Si recordases bien, cómo Meleagro
se consumió, mientras ardió una brasa»,
respondió, «no hallarías que es milagro.

     »Y si pensases que el espejo traza
la imagen y acompaña al movimiento,
comprenderás lo que a las almas pasa.

     »Mejor responderá a tu pensamiento,
Estacio, a quien le pido y a quien ruego
cure de tu razón el sufrimiento.»

     «Si la eterna venganza le despliego
ante ti», dijo Estacio al dulce guía,
«es porque a tu deseo no me niego.»

     Y continuó: «Si la palabra mía,
hijo, escuchas y guardas cual se debe,
tu mente alumbrará como lo ansía.

     »La purísima sangre, que no bebe
de la vena la sed, substancia es sana,
que de la mesa queda en el relieve:

     »Va al corazón, y a la criatura humana
le da su forma, en miembro al transformarse,
por la corriente que en la vena mana.

     »Más pura sube aún (donde el callarse
es mejor que nombrarlo), y en seguida
en vaso natural va a derramarse.

     »Una sangre a otra sangre allí reunida,
la más activa a la pasiva entona,
de su nativa fuente resurgida;

     »y al mismo tiempo con vigor reacciona,
coagulada primero, que se aviva
por gestación que la materia abona.

     »Su virtud se convierte en alma activa,
como una planta, un tanto diferente,
porque una en vía está, la otra está viva.

     »Y obra de suerte que mover se siente
como pulpo marino, y organiza
la potencia que lleva en su simiente.

     »Se contrae, se dilata, y finaliza
del corazón la fuerza generante,
por la virtud que el cuerpo fecundiza.

     »Mas, cómo el animal se hace pensante,
aun no lo puedes ver, porque es un punto
que a los más sabios deja vacilante.

     »Pues según su doctrina, no hay conjunto,
entre el alma y armónico intelecto,
por no ver a la mente órgano adjunto.

     »Abre tu mente al de verdad concepto,
y sabe que en el feto, aunque latente,
del cerebro el poder es ya perfecto.

     »Ya el Gran Móvil contempla complaciente
tanto prodigio natural, e inspira
un espíritu nuevo y eficiente,

     »que vida activa en su substancia aspira;
y forma un alma sola que, consciente,
se mueve y vive y en sí mismo gira.

     »Y a fin que mi palabra entre en tu mente,
mira el calor del sol que se hace vino
con la savia de viña floreciente.

     »Y cuando de Laquesis, con el lino
la carne se consume, virtualmente
lleva en sí con lo humano lo divino.

     »Entre mudas potencias, solamente
inteligencia, voluntad, memoria,
obran activas más agudamente.

     »Sin parar, por virtud divinatoria,
el alma llega a la una o la otra riba,
y conoce su senda promisoria.

     »Y en el lugar que Dios le circunscriba,
potencia formativa irradia en torno
cual sucedía con la carne viva.

     »Cual aire cuando llueve, que en contorno
otros rayos de luz en sí refleja,
de variado color, que son su adorno,

     »así el aire a que pasa, la asemeja
a la forma en que estaba modelada,
reflejando el despojo que atrás deja.

     »Y luego, como viva llamarada
que del fuego acompaña el movimiento,
en espíritu se halla transformada.

     »Sombra se llama desde aquel momento,
y en esta nueva forma que asumimos
se organiza de nuevo el sentimiento.

     »Y por eso aquí hablamos y reímos,
y lloramos, suspiros exhalando,
que oyes en este mundo en que vivimos.

     »Y según las pasiones van obrando,
placer o afán, las sombras los figura,
y es esto lo que admiras contemplando.»

     En el lugar de la última tortura
estábamos, y vueltos a la diestra,
nuestra atención otro cuidado apura.

     En la roca, una llama se nos muestra,
que corre cual ballesta disparada,
y que un viento, del borde la secuestra.

     Por evitar la ardiente llamarada,
uno a uno seguimos por la vía;
yo, temiendo caer en la hondonada.

     « En ese sitio», dijo el sabio guía,
«a la vista se debe poner freno,
pues, por poco, extraviarse uno podría.»

     Y Summae Deus clementiœ, desde el seno
del incendio, las almas van cantando;
y por mirarlas, mi temor refreno.

     Vi sombras por las llamas circulando:
sus pasos y los míos observaba,
la vista entre unos y otros alternando.

     Y un himno entre aquel fuego resonaba,
el Virum non cognosco, ora elevado,
que luego en voz más baja comenzaba.

     Y al fin: «Diana en el bosque se ha quedado
a Calisto arrojando por impura,
que el veneno de Venus ha probado.»

     Después, cantaban a la esposa pura,
y a los castos maridos, arreglados
a la ley que virtud les asegura.

     Y pienso que así irán estos penados
por el tiempo que Dios los martiriza,
conviniendo esta cura a sus pecados,

     en que el fuego sus llagas cicatriza.




CANTO XXVI
 

     Mientras uno en pos de otro iba en hilera,
al borde del barranco, nuestro guía:
«Guarda y sigue mi ejemplo», repitiera.

     El sol que mi siniestro flanco hería
al descender radiante al occidente,
el celeste color emblanquecía.

     Retornaba mi sombra más rubente
al parecer la llama; y a este indicio,
vi a las sombras errantes, poner mente,

     sin poder aún formar del caso juicio;
y a murmurar entre ellas comenzaron:
«¡No parece, el de aquél, cuerpo ficticio!»

     Y poco a poco a mí se aproximaron,
observándome siempre con resguardo,
y, sin salir del fuego, así me hablaron:

     «¡Oh, tú!, que vas detrás con paso tardo,
porque tu escolta esa atención merezca,
respóndeme, que en sed y llamas ardo;

     »y tu respuesta, más que a mí se ofrezca
a esta mesnada, que sedienta se halla,
más que el Indo y Etíope de agua fresca,

     »¿Por qué tu cuerpo forma una muralla
al sol, cual si no hubieses todavía
de muerte entrado en pescadora malla?»

     Así me habló, y a dar me disponía
ya mi respuesta, cuando fué cruzada
por otra novedad que aparecía:

     Por la senda de llamas, abrasada,
gente venía en dirección opuesta,
y fué por ella mi atención llamada.

     Una banda hacia la otra marcha presta,
cada sombra se besa una por una,
y sigue su camino en son de fiesta.

     Así entre medio de su tropa bruna
se hocica confundida cada hormiga,
que busca su camino o su fortuna.

     Después de una acogida tan amiga
y antes que el paso cada cual recorra,
una y otra gritando se fatiga.

     Unos claman: «¡Sodoma con Gomorra!»
Y otros claman: «En vaca transformada
Pasífae llama al toro que la acorra.»

     Como en los rífeos montes, en bandada
vuelan las grullas por huir del hielo,
y otras del sol la arena caldeada,

     así la doble turba va en su anhelo,
y renuevan su canto, lagrimeantes,
con gritos de dolor y desconsuelo;

     y hacia mí se acercaron, como de antes
las sombras que me habían preguntado,
con la atención pintada en sus semblantes.

     Yo que dos veces observé su agrado,
a decir comencé: «¡Oh, almas seguras
de alcanzar grata paz en otro estado!

     »No han quedado ni verdes ni maduras
las partes de mi cuerpo, y aquí llego
con mi sangre y mis propias coyunturas.

     »Vengo la luz buscando como ciego;
santa mujer que me dispensa gracia
trae el cuerpo mortal que aquí relego.

     »¡Que vuestra ansia mayor por siempre sacia
alcance de los cielos la morada,
donde el amor con plenitud se espacia!

     »Mas decidme una cosa, que anotada
llevar quiero: ¿Qué sois? ¿Qué la otra turba
que de la vuestra marcha a la encontrada?»

     Tal como tosco montañés se turba
cuando entra a una ciudad civilizada,
y cuanto ve, le admira y se perturba,

     así quedó la gente de asombrada;
mas cuando el estupor hubo pasado,
como acontece en alma bien templada,

     una me dijo. «¡Ser afortunado,
que al penetrar en nuestra triste vida,
la experiencia en las sombras has buscado!

     »La gente que está aparte va afligida,
por lo mismo que a César, aun triunfando,
Reyna llamó la plebe consentida;

     »y por eso, ¡Sodoma! va gritando,
reprueban en sí mismos su delito,
su vergüenza las llamas atizando.

     »Nuestro pecado es doble, hermafrodito;
pues violamos las leyes naturales,
saciando bestialmente el apetito.

     »Y en oprobio a pecados tan brutales,
en cada encuentro el nombre pronunciamos
de la que fué bestial entre bestiales.

     »Ya sabes el pecado que purgamos:
decirte nuestros nombres bien quisiera,
mas tiempo falta, pues de prisa andamos.

     »Empero, el mío te diré: yo era
Guido de Guinicelli; aquí me purgo
por buena contrición de hora postrera.»

     Como en el triste caso de Licurgo,
los dos hijos que hallaron a la madre,
tal hice yo, si bien no a tanto surgo,

     al escuchar el nombre de aquel padre,
no sólo mío, de otros de más fama,
a los que el nombre de poetas cuadre,

     verle de cerca mi deseo inflama;
lo miro y lo remiro un largo espacio,
sin dejarme acercar la viva llama.

     Cuando ya de mirarle estuve sacio,
me ofrecí, respondiendo a su deseo,
con las protestas de cordial regracio.

     Y replicóme: «Lo que escucho y veo
hondo vestigio dejará patente
sin borrarlo las aguas del Leteo.

     »Mas si habla el labio lo que el pecho siente,
dime, ¿cuál es la causa del afecto
que manifiestas tan amablemente?»

     «Es de tus rimas», respondí, «el efecto,
que mientras dure el uso más moderno,
muestras caras serán del intelecto.»

     Y él «Hermano, una sombra aquí discierno»,
y con el dedo la mostró a mi alcance,
«que fué el fabro mejor de hablar materno.

     »En dulce verso y prosa de romance
fué superior, aunque hayan repetido,
que el Lemosín en gloria se le avance:

     »sin mirar la verdad, va tras el ruido
el vulgo con sus vanas opiniones,
ni dar a la razón o al arte oído.

     »Así también hicieron con Güitones
los que antes lo aclamaron como egregio;
mas la verdad triunfó con sus razones.

     »Ya que gozas del amplio privilegio
de subir hasta el claustro luminoso,
donde Cristo es abad del gran colegio,

     »reza por mí de un Pater, fervoroso,
la parte que conviene en este mundo,
en que no hay tentador pecaminoso.»

     Después, por dar lugar al que segundo
muy cerca de él estaba, echóse al fuego,
como un pez en un piélago profundo.

     Al que hubo señalado le hablo luego,
antes que con la llama siga y gire
y su nombre demando en dulce ruego;

     y en lengua habló que no hay a quien no inspire:
«Tan m’abellis vostre cortes deman,
qu’ieu non me puesc, ni m’voil a vos cobrire;

     jeu sui Armautz, que plor e vay cantan:
consiros vei la passada folor,
e vei jauzen lo joi qu’esper deman.

     Ara vus prec aquella valor,
que us guia al som sens freich e sens calina,
sovenha vus atemperar ma dolor.»

     Y al fuego se arrojó, que el alma afina.




CANTO XXVII
 

     A tiempo que su rayo primo vibra,
donde Jesús vertió su sangre pura,
cayendo el Ebro bajo el alta Libra,

     y el Ganges hacer arder desde su altura,
estaba el sol; y al extinguirse el día,
se apareció de un ángel la figura.

     Alejado del fuego se tenía,
el Beati mundo corde repitiendo,
con sobrehumana voz en armonía.

     Y luego: «Animas santas, id subiendo
mordidos por la llama fulgorosa,
y los cantos de allá siempre siguiendo.»

     Así dijo, y con alma temerosa
me sentí como el hombre condenado
a ser vivo enterrado en una fosa.

     Alcé las manos, y pensé angustiado,
mirando el fuego, en la terrible suerte
de tanto cuerpo humano allá quemado.

     A mis guías volví mi rostro inerte,
y Virgilio me dijo: «Hijo querido,
tormento puede ser, pero no muerte.

     »Acuérdate que bien te he conducido
en hombros de Gerión, en otra empresa
¿Qué no haré por el cielo protegido?

     »Estar mil años puedes, con certeza,
en medio de esa llama abrasadora,
sin que pierda un cabello tu cabeza.

     »Y si pensaras que te engaño ahora,
pon la mano en la llama, y la evidencia
tendrás de que las carnes no devora.

     »No temas del peligro la apariencia:
acércate con ánimo seguro.»
Y yo inmóvil, pugnando mi conciencia.

     Cuando me vió tan inactivo y duro:
«Hijo mío», me dijo, algo turbado,
«entre Beatriz y tú, se halla ese muro.»

     Cual Píramo, de Tisbe al nombre amado,
al tiempo de morir miró a su amante,
cuando el moral tiñóse de encarnado,

     así ablandado me sentí al instante
de pronunciarse un nombre que en mi mente
siempre puro florece y rozagante.

     Virgilio entonces me miró sonriente,
cual se hace con el niño, que halagado
al ver la dulce fruta, al fin consiente.

     Y al fuego se lanzó determinado,
a Estacio previniendo me siguiera,
que entre los dos me hallaba colocado.

     Al encontrarme en medio de la hoguera,
me habría sumergido en vidrio ardiente
por refrescarme, tal su temple era.

     El dulce padre, siempre providente,
nombrándome a Beatriz, me confortaba,
cual si la viese yo resplandeciente.

     Escuchando una voz que allá cantaba,
seguimos, guiándonos por sus sonidos,
hasta subir do el fuego terminaba.

     ¡Venid, los por mi padre bendecidos!
sonó dentro a una luz tan esplendente,
que mis ojos sentí como perdidos.

     Llega la noche: baja el sol ardiente:
no os detengáis; apresurad el paso,
mientras no se ennegrezca el occidente.

     Iba el sendero por peñasco eriazo,
de modo que mi cuerpo interceptaba
del fatigado sol el rayo escaso;

     y cuando en medio a la subida estaba,
notamos por mi sombra ya extinguida
que el sol a nuestra espalda se acostaba.

     Antes que por la noche oscurecida
la bóveda celeste se mostrara,
envolviendo en sus sombras la subida,

     cada uno en un peldaño se acostara,
pues lo áspero del monte, en adelante,
no dejaba subir cual se deseara.

     Tal como hace la cabra trashumante,
que, después de pacer en altozano,
busca la sombra, mansa y rumiante,

     cuando más arde el sol en el verano,
y el pastor vigilante se reclina
sobre el cayado , mano sobre mano;

     y cual hace la gente campesina
cuando ronda de noche su ganado,
guardándole de bestia asaz dañina.

     tal de los tres el respectivo estado:
yo era la cabra y ellos los pastores,
con la roca del uno y otro lado.

     Perdidos los espacios exteriores,
todavía alcanzaba las estrellas,
al parecer más claras y mayores.

     Así rumiando y contemplando aquéllas,
tomóme el sueño, que frecuentemente
traza la imagen de futuras huellas.

     Pienso que era la hora que en oriente
sobre el monte Citéreo asoma el día,
con su fuego de amor por siempre ardiente,

     y en sueños percibir me parecía
joven bella, vagando en una banda,
cogiendo flores, y que así decía:

     «Si alguno acaso quién soy yo demanda,
Lía me llamo, que moviendo en torno
las bellas manos, formo una guirnalda.

     »Ante el espejo por placer me exorno;
mas mi hermana Raquel sólo se paga
de estar ante él en incesante adorno.

     »En verse el bello rostro, ella se halaga,
como yo en adornarme con mis manos;
ella mirando, yo con lo que haga.»

     Del alba los crepúsculos tempranos,
que al peregrino errante tanto encantan,
cuando torna a sus lares, no lejanos,

     ya las tinieblas por doquiera espantan,
y con ellas mi sueño, y me levanto
al ver que los maestros se levantan.

     «La dulce pompa porque anhela tanto
el incesante afán de los mortales,
tu hambre apaciguará con tu quebranto.»

     Así Virgilio, con palabras tales,
hablóme, y en oírlo me recreo,
con deleites que nunca sentí iguales.

     Con voluntad, yo el ánimo espoleo,
y a cada paso en la áspera pendiente
crecen en mí las alas del deseo.

     Al recorrer la escala enteramente,
la planta hollando el escalón superno,
Virgilio me miró muy fijamente,

     diciendo: «El fuego temporal y eterno
has visto ya, hasta venir a parte
en que sólo, por mí, no más discierno.

     »Te he conducido con ingenio y arte:
desde aquí tu albedrío te conduce
por vías en que no has de fatigarte.

     »Mira a tu frente el sol cómo reluce;
las flores, hierbas y árboles frondosos,
que esta tierra de suyo aquí produce.

     »Antes de ver los ojos luminosos,
que llorosos me hicieron auxiliarte,
descansa en estos sitios deliciosos.

     »No esperes ya que pueda aconsejarte:
tu santo juicio tu albedrío abona,
y debes por ti mismo gobernarte,

     »pues te enmitro y te pongo la corona.»




CANTO XXVIII
 

     De conocer por dentro estaba ansioso
la divina floresta, que templaba
del nuevo día el brillo esplendoroso.

     Impaciente, la planta me llevaba
al través de aquel campo, lento, lento,
que por doquier aromas exhalaba.

     Aura dulce, sin leve mudamiento,
hasta mi frente plácida desciende,
más suavemente que el más suave viento,

     y por las hojas trémula trasciende,
inclinando los gajos a la parte
a que su santa sombra el monte extiende.

     Y de tal modo el soplo se reparte,
que no perturba a las canoras aves,
que ensayan libres de natura el arte,

     el alba saludando en cantos suaves,
que acompañan las hojas susurrando,
como lo hace el bordón en notas graves;

     tal cual de rama en rama van sonando
los pinares de Chiassi en la ribera,
a tiempo que el siroco va soplando.

     En tanto, por la selva placentera
lentamente llevóme el paso mío,
sin poder atinar donde estuviera;

     cuando fuí detenido por un río,
que a la izquierda, con plácida corriente,
las hierbas doblegaba en su desvío.

     Era su agua tan pura y transparente,
como nunca vi acá, sin mezcla alguna,
sin que nada escondiese su corriente;

     empero se movía bruna, bruna,
bajo perpetua sombra, que los rayos
no penetran del sol ni de la luna.

     El pie detuve ante sus bordes gayos,
mirando más allá de la ribera
la variedad de sus lozanos mayos,

     cuando súbitamente apareciera
una imagen, que el alma cautivaba
de admiración, y todo lo excluyera.

     Solitaria mujer, vi que vagaba,
cantando y escogiendo flor y flores,
que esmaltaban la vía que cruzaba.

     «Virgen bella que encienden los amores,
si juzgo por los rasgos del semblante
que son del corazón indicadores,

     »dígnate proseguir más adelante»,
díjele, «más cercana a la ribera,
para entender lo que tu boca cante.

     »Tú me haces recordar, donde perdiera
la diosa madre a su hija Proserpina,
cuando la hija perdió su primavera.»

     tal cual gira graciosa bailarina
sobre sus pies, poniendo uno delante,
y en equilibrio sobre sí se inclina,

     volvió hacia mi entre flores su semblante,
que de jalde y de rojo se adornaba,
baja la vista, púdica y radiante;

     y tanto más su aspecto me encantaba,
cuanto más las palabras entendía
del canto que de lejos me llegaba.

     Y al borde en que la hierba se extendía,
se aproximó, mostrando complaciente
las luces de sus ojos que escondía.

     No pienso fuera más resplandeciente
la mirada de Venus, cuando herida
fué por su hijo con mano de inocente.

     Desde la orilla opuesta, reía erguida,
las flores matizando con sus manos,
que da sin germen tierra bendecida.

     Ni tres pasos estábamos lejanos,
mas, de Jerjes el paso de Helesponto,
que es, del orgullo, freno en los humanos,

     a Leandro pareciera menos pronto
al nadar entre Sexto y entre Abydos,
cual a mí no salvarlos, pronto, pronto.

     Ella me dijo: «Sois recién venidos,
y mi risa extrañáis, aquí viniendo,
donde la estirpe humana no hace nidos:

     »y algo oscuro, por eso estáis creyendo;
pero que el salmo Dilectasti baste
para aclarar lo mismo que estáis viendo.

     »Y tú que antes de ahora me rogaste,
pregunta lo que quieras, que estoy presta
a cualquiera cuestión que a ti te abaste.»

     «El murmullo del agua y la floresta,
mi fe», le dije, «conciliar no puede,
con lo enseñado por la ciencia opuesta.»

     Y ella: «Yo te diré cómo procede
la Suma Causa, que dudar te hace,
para que sombra alguna no te quede.

     »El Sumo Bien, que sólo en sí se place,
bueno hizo al hombre, a bienes inclinado,
y aquí le dió la paz que satisface;

     »mas este don perdió por su pecado,
y en afanes, en llantos y en dolores,
su honesta y dulce risa se ha trocado;

     »y a fin que no pudiesen los vapores,
que se exhalan del agua y de la tierra,
y dilatan del mundo los ardores,

     »al hombre bueno inocularle guerra,
esta montaña se ha elevado tanto,
que libre se halla el ámbito que encierra.

     »Y como el aire gira, tanto cuanto,
si la esfera en que gira no está rota,
a su impulsión sólo obedece en tanto;

     »el aire vivo en que este monte flota,
en la tupida selva que estás viendo
el son produce que tu oído nota,

     »con su soplo las plantas sacudiendo,
y de virtud la atmósfera impregnada
en su perpetuo giro va esparciendo.

     »La otra tierra, según es fecundada
por su cielo o por sí, concibe y crea
árboles varios de virtud variada.

     »Oyeme bien, y forma clara idea:
no es maravilla cuando alguna planta
aun sin semilla aparecer se vea;

     »y has de saber que esta campaña santa
de todas las simientes está llena,
y un fruto en sí, que nunca se trasplanta.

     »No surge el agua aquí de oculta vena
por vapor que en el frío se condensa,
y no pierde ni gana, igual y plena;

     »porque ella brota de una fuente inmensa,
que a voluntad del Hacedor desciende,
y que con sus corrientes se compensa.

     »Hacia esta parte su virtud extiende,
y quita la memoria del pecado,
y a la otra parte sumo bien trasciende.

     »Aquí el Leteo, y al opuesto lado
Eunóe se llama, y sólo es provechosa
cuando junto con la otra se ha gustado.

     »Más que todas las otras es sabrosa;
si con esto tu sed aun no se sacia,
no puedo descubrirte ya otra cosa.

     »Un corolario te daré por gracia,
que no pienso te sea indiferente,
si mi palabra par ti se espacia.

     »Los poetas, que tuvo antiguamente,
de oro la edad en su feliz estado,
este jardín soñaron en su mente:

     »aquí inocente el hombre fué creado,
aquí existe la eterna primavera
y el néctar está aquí, de que se ha hablado.»

     Yo mis ojos giré cuando esto oyera,
y a mis poetas vi, que sonreían,
escuchando lo que ella me dijera;

     y a la joven mis ojos se volvían.




CANTO XXIX
 

     Ella con voz de amor de un alma grata,
cantando continuó muy dulcemente:
Beati quorum tecta sunt peccata.

     Como ninfas que van ligeramente
por selvático sitio, y deseando
unas la sombra y otras sol luciente,

     remontó la corriente, caminando
por la ribera, mientras yo seguía
por la opuesta su paso acompañando.

     Unos cien pasos recorrido había,
cuando el río noté que, ya desviado,
al levante mi marcha dirigía.

     Luego que hubimos corto trecho andado,
volvió a mí y cariñosa comenzaba:
«Hermano, ve y escucha con cuidado.»

     Yo percibí una luz que se espaciaba
esplendorosa por la gran floresta,
y un relámpago ser me imaginaba;

     pero la luz fulgúrea pasó presta,
y como la otra más resplandecía,
me dije para mí: ¿Qué cosa es ésta?

     Circulaba una dulce melodía
en ondas luminosas, y en mi celo
llegué a improbar en Eva la osadía,

     pues, cuando obedecía tierra y cielo
a una sola mujer recién formada,
rasgó imprudente el misterioso velo.

     De haber sido más cauta y resignada,
habría yo alcanzado las delicias
de esta mansión, en vida prolongada.

     Mientras del goce eterno las primicias
iba así contemplando embebecido,
con deseo mayor de más leticias,

     en el aire brotó fuego encendido,
bajo el verde ramaje, y concertante
su rumor quedó en canto convertido.

     ¡Vírgenes sacrosantas! ¡Si constante,
por vosotras, vigilias he sufrido,
y hambre y sed, yo os invoco en este instante!

     ¡Vierta Helicona su raudal crecido,
y que Urania me ayude con su coro,
para pensar en verso lo sentido!

     A poco andar, siete árboles de oro
a lo lejos la vista me fingía,
en aire vago que no bien exploro;

     mas al llegar a corta cercanía,
disípase el engaño que me afana,
mirando bien lo que antes mal veía,

     pues reconozco, con razón más sana,
que candelabros ante mí tenía,
y el canto de las voces era ¡Hosanna!

     En alto, el bello arnés resplandecía
más que la luna, en el azul sereno,
cuando en la medianoche más se amplía.

     Inmensa admiración colma mi seno;
miro a Virgilio, y su mirada ansiosa
me muestra el estupor de que está lleno.

     Volví a mirar tan encumbrada cosa,
que se acercaba muy pausadamente,
más lentamente que una nueva esposa.

     La joven me gritó: «¿Por qué así ardiente
miras la viva luz que allí fulgura,
y no la procesión que sigue ingente?»

     Y vi gente venir en derechura,
vestida toda del más puro blanco,
como jamás se viera igual blancura.

     Yo, siguiendo la orilla del barranco,
en el agua mi sombra percibía,
como en espejo, por siniestro flanco:

     y cuando vi desde la margen mía
tan sólo por el río estar distante,
me detuve por ver lo que venía.

     Y las antorchas vi que iban delante,
dejando atrás el aire todo tinto,
cual si pintaran flámula flotante:

     en siete fajas veíase distinto
un listón, de magníficos colores,
que arco forman al sol y a Delia cinto.

     Eran como estandartes, superiores
a la corta visión de los humanos,
brotando entre diez pasos de fulgores.

     Iban delante veinticuatro ancianos,
de dos a dos, cual elegidos seres,
y ceñían su sien lirios tempranos.

     Cantaban todos: «¡Bendecida tú eres,
hija de Adán, por siempre bendecida
tu belleza entre todas las mujeres!»

     Cuando la verde senda florecida,
que delante de mí trazó su huella,
libre dejó la gente esclarecida,

     como en el cielo, luz tras luz destella,
cuatro animales cerca la seguían,
coronados con hoja verde y bella.

     De seis plumosas alas se vestían,
y un ojo en cada pluma , que los de Argo
no más vivos ni fulgidos serían.

     De describir su forma no me encargo,
en verso, ¡oh, buen lector!, porque reclama,
mi atención un asunto algo más largo.

     Leer puedes a Ezequiel, cundo se inflama
al verlos ir de la región más fría,
entre nubes y viento y viva llama.

     Yo los vi cual los vió la profecía,
menos las alas, lo que más se aviene
con la visión de Juan y con la mía.

     En medio de los cuatro se mantiene
un carro de dos ruedas, que arrastraba
un grifo, que del cuello uncido viene.

     Sus alas a los lados desplegaba,
sin tocar el listón de siete listas
(y la media, entre tres y tres quedaba);

     se alzaban tanto ya, que no eran vistas:
sus aguileños miembros eran de oro,
y el resto, blanco y rojo, en tintas mixtas.

     Carro no tuvo de mayor decoro
en Roma, ni Escipión, ni tuvo Augusto,
ni aquel hijo del sol, que con desdoro,

     al desviarse del sol quedó combusto,
cuando ruegos terrestres escuchando,
Jove mostróse en sus arcanos justo.

     Tres mujeres danzantes van girando
a la derecha, y una tan rojiza
de confundirse en fuego flameando.

     La otra, verde esmeralda simboliza,
en su huesos y carne; y la tercera
cual nieve que al caer se cristaliza.

     Gobierna el triple grupo la primera,
o la rojiza, y al costado de ésta
la una en pos de la otra va ligera.

     Otras cuatro a la izquierda, en son de fiesta
de púrpura vestidas, van danzando,
y una lleva tres ojos en la testa.

     Y tras la procesión van caminando
dos ancianos de traje diferente,
pero los dos honestidad mostrando.

     El uno parecía un descendiente
de Hipócrates el grande, a quien natura
creó para bien de la más cara gente.

     De lo contrario el otro más se cura,
con una espada aguda y refulgente,
que aun río de por medio, da pavura.

     Y van cuatro después, humildemente,
y en pos de ellos un viejo, que aunque erguido
parecía dormir profundamente.

     Cual de los veinticuatro, es el vestido
de los siete, que en todo se asemeja
menos que el albo lirio no han ceñido.

     Cintos de rosas y otra flor bermeja,
que se jurara, al verlos lejamente,
que ardían más arriba de la ceja.

     Cuando el carro triunfal tuve a mi frente,
sonó un trueno, su marcha conteniendo,
y así cesó de andar la electa gente,

     las banderas su avance deteniendo.




CANTO XXX
 

     Y cuando el septentrión del primo cielo,
sin oriente jamás y sin ocaso,
sin otra niebla que de culpa el velo;

     que el puesto señalaba en cada caso,
como abajo se fija rectamente
el timón que del puerto guía al paso,

     de firme se asentó, la santa gente,
que la luz con el grifo precedía,
en paz volvióse al carro reverente.

     Y uno de ellos, que en medio se tenía,
Veni, sponsa, de Libano, cantando,
tres veces con el coro repetía.

     Cual beatas almas que al postrero bando
ligeras surgirán de su caverna,
la revestida carne aleluyando,

     así, sobre la fúlgida basterna,
respondieron: Ad vocem tanti senis,
anunciadores de la vida eterna;

     clamando: Benedictus, tu qui venis;
y al par vertiendo flores en contorno:
Manibus o date lilia plenis.

     Alguna vez del día en el retorno,
la parte del oriente vi rosada
y la otra parte con sereno adorno;

     y la cara del sol nacer sombreada,
de modo que velado de vapores
podía sostenerse la mirada;

     así entre nubes, de fragantes flores,
que la angélica mano vierte arriba,
y caen como lluvia de colores,

     sobre cándido velo, cinta oliva,
una mujer surgió, con verde manto,
la veste de color de llama viva.

     Y el alma mía, que por tiempo tanto
no se había encontrado en su presencia,
trémula de placer ante su encanto,

     aun sin tener del ojo la conciencia,
por oculta virtud de ella nacida,
sintió de antiguo amor la gran potencia,

     al contemplar aquella faz querida,
la alta virtud de mi temprano afecto,
que en la infancia me abrió doliente herida.

     Volvíme a la siniestra con respeto,
como el infante corre hacia la mama,
del medio o de aflicción por el efecto,

     a decir a Virgilio: «Ni una dracma
que no tiemble, de sangre me ha quedado:
¡conozco el signo de la antigua llama!»

     ¡Mas Virgilio me había abandonado;
Virgilio, el gran maestro, el dulce padre,
a quien ella me había encomendado!

     Y en el vergel de nuestra antigua madre,
mi faz por el rocío emblanquecida,
se oscureció otra vez llorando al padre.

     «Dante, no de Virgilio la partida
te haga llorar, pues llorarás ahora
por otra espada que abrirá su herida.»

     Como almirante va de popa a prora
avistando las naves que comanda,
y que anima a su gente y se cerciora,

     así del carro a la siniestra banda,
donde mi nombre fuera pronunciado,
ya que es fuerza nombrarme en la demanda,

     vi a la mujer que había contemplado
velada entre las flores de la fiesta,
la vista dirigiendo hacia mi lado.

     Bien que el velo caído de su testa,
ceñido con la fronda de Minerva,
no todo su semblante manifiesta,

     regia miraba, con mirada acerba,
y mantenía erguida la cerviz,
cual quien su ardor para el final reserva:

     «¡Mírame bien, yo soy, yo soy Beatriz!
¿Subiste al fin del monte la pendiente?
¿No sabes tú que el hombre aquí es feliz?»

     Cayó mi vista en medio a la corriente,
y al verse en ella, se escondió en la hierba.
¡Tanta vergüenza se grabó en mi frente!

     Como el hijo, que piensa que es superba
una madre, mis labios se amargaron,
con el sabor de la piedad acerba.

     Ella calló; los ángeles cantaron:
In te, speravi, con divinos sones,
pero del pedes meos no pasaron.

     Cual de Italia en las frígidas regiones,
en sus monte la nieve se congela,
cuando soplan los vientos esclavones,

     y filtra al interior, si se deshiela
de algún viento más tibio a los respiros,
como el fuego que funde la candela,

     así estuve, sin llantos ni suspiros,
hasta escuchar los célicos concentos
de las eternas notas en sus giros;

     mal luego, los simpáticos acentos
que compasión en mi favor pedían,
clamando: «No reagraves sus tormentos»,

     los hielos de mi pecho derretían.
y en lágrimas y aliento, sollozante,
por boca, pecho y ojos me salían.

     Ella, firme del carro hacia adelante,
a diestra del timón que lo gobierna,
así le dijo al coro suplicante:

     «A vosotros que estáis en vela eterna,
sin sueño día y noche, y que la vida
veis de los siglos en su marcha alterna,

     »mi respuesta no se halla dirigida:
quiero que ese que llora bien me entienda,
pagando culpa y duelo en su medida;

     »no sólo las estrellas, por su senda
señalan a cada hombre su destino,
del bueno y mal influjo en la contienda:

     »por la largueza del poder divino,
que hace, de lo alto, que la gracia llueva,
y la vista no alcanza en su camino;

     »éste fué tal, en juventud más nueva,
tan virtualmente, que aun en él se muestre
que había dado en sí cumplida prueba;

     »pero es tanto maligno y más silvestre,
terreno sin cultivo y mal sembrado,
cuanto mayor es su vigor terrestre.

     »Algún tiempo mi rostro le hubo guiado,
en la infantil edad, niña querida,
siguiendo el buen sendero de mi lado.

     »Cuando en segunda edad cambié de vida,
tan luego que su umbral hube pisado,
dióse a las otras, y quedé perdida.

     »Mi espíritu de carnes despojado,
aunque en belleza y en virtud creciera,
fué para él menos grato, y despreciado.

     »Ya no siguió por vía verdadera,
porque imágenes falsas perseguía,
que nunca promisión cumplen entera.

     »Por él rogaba en vano noche y día,
y hasta en sueños mi voz le amonestaba.
¡En vano!, que mis ruegos no atendía.

     »Tanto cayó, que el ruego no bastaba
a salvarle de pasos tan inciertos:
ver la perdida gente le faltaba.

     »Por él, llamé a la puerta de los muertos;
por él, llorando, auxilio le he pedido
a quien le ha guiado aquí, con pasos ciertos.

     »¡Y el decreto de Dios fuera abolido,
si el Leteo pasara, y su bebida
gustara el pecador no dolorido,

     »sin costarle una lágrima vertida!»




CANTO XXXI
 

     «¡Oh, tú que estás allá del sacro río!»,
(dirigiendo hacia mí su voz en punta,
cuyo filo sintiera el pecho mío,

     siguió Beatriz, en su oración conjunta)
«di, si no es la verdad, alma culpada,
tu confesión responda a mi pregunta.»

     Yo tenía la mente tan turbada,
y en mis fauces las voces tan suspensas,
que la palabra en mí quedó encerrada.

     Esperó; luego dijo: «Di, ¿qué piensas?
Responde, ¿qué memoria aquí te atrista?
¿No ha borrado el Leteo tus ofensas?»

     La confusión, con la pavura mixta,
débil sí arrancaron de mi boca,
que escuchar no era dado sin la vista.

     Cual por tensión la flecha se disloca,
y rompe cuerda y arco, despedida,
y con menos violencia el blanco toca,

     así, tesa, estalló mi alma afligida,
con lágrimas, brotando entre sollozos,
la voz por emociones comprimida.

     Ella habló: «Mis cuidados amorosos,
al inspirarte las acciones buenas,
que encierran los anhelos más gloriosos,

     »¿qué fosos detuvieron?, ¿qué cadenas
te impidieron salir hacia adelante,
dejando atrás las esperanzas plenas?

     »Qué agrados percibiste por delante?
¿Qué viste de los otros en la frente,
al correr en su busca tu alma errante?»

     Yo, después de un suspiro muy doliente,
apenas pude contestar turbado,
con palabra llorosa y balbuciente:

     «Falso halago presente me ha engañado,
extraviando mis pasos en la vida,
después que tu semblante se ha velado.»

     Y ella : «Tu confesión era sabida,
por el supremo juez que todo anota,
para quien no hay jamás culpa escondida;

     »mas si del labio del culpable brota,
y se acusa contrito del pecado,
la justiciera espada el filo embota.

     »Ya que estás de tu error avergonzado;
que tu alma débil, fuerte se convierta,
si otra vez las sirenas la han tentado.

     »No llores, y oye mi palabra cierta,
viendo como en la senda te has perdido,
que te indicaba hasta mi carne muerta.

     »Arte y natura tanto no has querido
como mi bello cuerpo, que en la vida
me contuvo, y hoy es polvo esparcido.

     »Si esta suma delicia fué perdida
por mi muerte, ¿cuál otra mortal cosa
pudo serte en el mundo apetecida?

     »Al sentir la primer saeta dolosa,
debiste levantar la vista al cielo,
y a mí, que no era imagen engañosa;

     »y no arrastrar tus alas por el suelo
ni más golpes sufrir, ni a jovenzuela,
ni a vanidades consagrar tu anhelo.

     Dos o tres veces, cuando apenas vuela,
puede el ave caer; mas emplumada,
de redes y saetas bien se cela.»

     Como niño la faz avergonzada,
con ojos bajos, mudo está escuchando
la reprensión de falta confesada,

     yo estaba, y ella dijo: «Estás llorando
al escuchar mi acento; alza la barba,
que mayor pena sentirás mirando.»

     No con más fuerza la raíz escarba
de árbol robusto tramontano viento
o el que viene soplando desde Yarba,

     como a mí su imperioso mandamiento;
pues al decir la barba, y no el semblante,
bien comprendí su malicioso intento.

     Al levantar los ojos, vi delante
las primeras angélicas criaturas
que detenían su aspersión fragante;

     y con miradas aun no bien seguras,
a Beatriz contemplé, vuelta a la fiera,
que es sólo una persona en dos naturas.

     Bajo su velo, allende la ribera,
cuando en tierra era tanta su hermosura,
más que la antigua parecióme que era.

     De la ortiga sentí la picadura,
con tan intenso ardor, que arrepentido,
cuanto antes más amé, fué mi tortura.

     Por la conciencia me sentí mordido,
y vencido caí tan desmayado,
como lo sabe la que causa ha sido.

     Después, cuando al sentir hube tornado,
vi a la joven, que había visto sola,
junto a mí, que decía: «Ten mi lado.»

     Me hizo entrar en el río hasta la gola,
mientras ella, flotando iba ligera
cual una lanzadera, de ola en ola.

     Cuando me hallé cercano a la ribera,
Asperges me, sonó tan dulcemente,
cual recordarlo ni escribir pudiera.

     La bella, con sus brazos, blandamente
sumergió mi cabeza, y abrazado,
obligóme a beber en la corriente.

     Y me sació, y presentó bañado
dentro a la danza de las cuatro bellas,
y por las cuatro me sentí abrazado.

     «Somos ninfas aquí: del cielo estrellas;
y antes de que Beatriz bajase al mundo,
fuimos sus siervas entre toda ellas.

     »Ver te haremos sus ojos; y el jocundo
brillo de su mirar, las tres del lado
te mostrarán con ojo más profundo.»

     Y agregaron con ritmo compasado,
al llevarme del grifo frente a frente,
donde Beatriz estaba de costado:

     «Sus esmeraldas tienes a tu frente:
sáciate con las luces amorosas,
que han dirigido a ti su flecha ardiente.»

     Mil ansias, más que llamas, ardorosas,
buscan los ojos de Ella, que clavaba
en el grifo miradas cariñosas.

     La doble fiera en ellos se irradiaba,
como en espejo el sol al reflejarse,
en la doble natura que alternaba.

     Piensa, lector, si no era de admirarse,
viendo a la bestia que se estaba queda,
en los amados ojos trasmutarse.

     Mientras que llena de estupor y leda,
mi alma gustaba aquel manjar divino,
de que nunca saciada el alma queda,

     adelantóse aquel sublime trino,
que he mostrado cantando veces tantas,
danzando por su angélico camino.

     «Torna, Beatriz, esas miradas santas»,
cantaban, «al que sólo por mirarte
ha movido hacia ti mortales plantas.

     »Haz la gracia, por gracia, en develarte,
con tu faz sonriente; que discierna
tu segunda belleza , al revelarte.»

     ¡Oh, esplendor de la viva luz eterna!
¡Quién que se haya a la sombra reposado
del Parnaso, bebiendo en su cisterna,

     podría remontar el vuelo osado,
para expresar cual tú me apareciste,
sombra velada en cielo armonizado,

     cuando en el aire libre te perdiste!




CANTO XXXII
 

     Estaba con los ojos tan atentos
que los demás sentidos olvidaba,
tras de diez años de mirar sedientos;

     cual cercado de muros me encontraba,
mirando sólo el rostro sonriente,
que a las antiguas redes me llevaba.

     Volviéndome a la diestra de repente,
a mi izquierda miré las tres deidades,
que decían: «¡Cuál miras fijamente!»

     Y aquella turbación, que en ansiedades,
siente el ojo, del sol ante el gran foco,
ofuscó mis humanas claridades.

     Mas la vista aclarada poco a poco
(y digo poco al mucho comparado,
de la impresión, que me causó sofoco),

     vi que marchaba por mi diestro lado
el ejército santo, y encararse
al sol, por siete antorchas alumbrado.

     Cual bajo los escudos, por guardarse,
se cubre una legión, y su bandera
fija, cuando de frente va a cambiarse;

     tal la legión celeste se moviera
en su giro, la marcha precediendo,
antes que el carro su timón volviera.

     Las vírgenes las ruedas van siguiendo;
el grifo mueve el carro consagrado,
y apenas si las alas va moviendo.

     La que en el río habíame bañado
y Estacio y yo, seguimos por la rueda
que describía un arco retardado.

     Al cruzar por la selva, sola y queda,
que por la culpa de Eva hemos perdido,
y al son marchando de armonía leda,

     cuando apenas hubimos recorrido
tres tiros de saeta, majestuosa
bajó Beatriz del carro bendecido.

     ¡Adán! ¡Adán!, clamó voz rumorosa;
y rodearon un árbol despojado,
secos sus gajos, sin corona hojosa.

     Su gigantesco tronco levantado
y su soberbia copa dilatada
aun al índico hubieran admirado.

     «¡Beato grifo!, ¡por ti no fué picada
esta planta, tan dulce por su gusto,
y que en el vientre tórnase acedada!»

     Así en torno de aquel árbol robusto
claman todos; y el grifo biformado:
«¡Así se guarda el germen de lo justo!»

     Vuelto al timón que había manejado,
atólo al árbol viudo de verdura,
de que en un tiempo fuera aquél formado.

     Cual nuestras plantas, cuando el sol mixtura
con las luces del Pez la luz que lleva,
al irradiar en la celeste altura,

     turgido el tallo, su color renueva,
antes que sus corceles haya atado
el sol, bajo la luz de estrella nueva,

     así, color de rosa, asaz violado,
vi que tomaba la marchita planta,
quedando el árbol seco, renovado.

     ¡No comprendí, que el mundo no lo canta,
el himno que las gentes entonaron,
con nota llena de armonía tanta!

     Si pudiese expresar cual se cerraron
de Argos los ojos, cuando el cuento oyera
de Siringa, que aquéllos bien pagaron,

     copiar tal vez como pintor pudiera,
como quedé de pronto adormecido.
¡Cómo se duerme, píntelo quien quiera!

     Del sueño, (paso el tiempo transcurrido),
un resplandor rompió su velo vano,
y una voz dijo: «¡Arriba! ¡Pon sentido!»

     Como al mirar las flores del manzano,
cuyas flores son de ángeles sustento,
festín eterno en cielo soberano,

     Santiago, Pedro y Juan, al sentimiento
volvieron de su ser anonadado,
al escuchar resurgidor acento,

     viendo que los había abandonado
de Eloí y de Moisés la compañía,
y al Maestro en su ser transfigurado,

     tal fué mi despertar, y vi a la pía
joven mujer que fué mi conductora
a lo largo del río que seguía.

     Yo pregunté: «¿Dó está Beatriz ahora?»
Y ella: «Del árbol en la raíz fecunda,
sentada está a su sombra protectora.

     »La compañía ve, que la circunda;
los demás, con el grifo van al cielo,
con más dulce canción, y más profunda.»

     Si más habló en mi confuso anhelo,
no la escuché, cuando delante viera
la que embargaba todo mi desvelo.

     Sola, sentada en tierra verdadera,
como custodio del sagrado plaustro,
que atara al árbol la biforme fiera,

     en torno de ella le formaban claustro
las siete ninfas, con antorcha en mano,
que no apagara ni Aquilón ni el Austro.

     «Poco tiempo serás allá silvano,
y gozarás conmigo, eternamente,
en la Roma en que Cristo es un romano;

     »por eso, en pro de pecadora gente,
pon la vista en el carro, y lo mirado,
cuando vuelvas, escribe con tu mente.»

     Habló Beatriz, y yo a sus pies postrado,
de sus mandatos cumplidor devoto,
con mente y ojos hice lo ordenado.

     No de una nube espesa, el seno roto,
cuando llueve, su rayo despidiera
desde el confín del cielo más remoto;

     como el ave de Jove descendiera,
sobre el árbol rompiendo su corteza,
y la hoja y nueva flor que lo vistiera:

     contra el carro chocó, con tal rudeza,
que lo inclinó, cual nave en la fortuna,
que el mar, a orza, recuesta o endereza.

     Después vi guarecerse entre la cuna
de aquel carro triunfal tan flaca vulpa,
que de buen pasto parecía ayuna.

     Beatriz le reprochó su torpe culpa,
y el animal huyó muy de corrida,
cual lo pueden hacer huesos sin pulpa.

     Entonces vi que el águila atrevida,
penetrando del carro, dentro al arca,
dejaba en él su pluma allí esparcida.

     Con un acento que el dolor remarca,
salió una voz del cielo, que decía:
«Qué mala carga llevas, ¡oh, mi barca!»

     Me pareció que el suelo se entreabría,
entre ambas ruedas un dragón lanzando,
que en el carro su aguda cola hundía;

     y como avispa, su aguijón sacando,
así sacó su cola venenosa,
con el fondo del carro, serpenteando.

     Lo que quedó, cual tierra generosa
que el césped cubre, aquella pluma oferta,
tal vez con intención casta y piadosa,

     cubrió sus ruedas, y quedó cubierta
aquella ruina, que no tarda tanto
en lanzar un suspiro boca abierta.

     Ya transformado el edificio santo,
siete cabezas a brotar empiezan,
tres al timón, una de cada canto.

     Tres, como bueyes, cuernos enderezan;
y las cuatro, con uno en cada frente,
¡monstruos que con palabras no se expresan!

     Segura, como roca en cima ingente,
desnuda, una ramera, en él sentada,
giraba en derredor ojo impudente,

     
Y como por tenerla bien guardada,
a su lado mostrábase un gigante,
besándose en acción siempre alternada.

     Miróme ella, lasciva y provocante,
y en castigo, de pies a la cabeza,
la flageló ante mí su cruel amante,

     y de celos henchido, con fiereza,
arrastró por la selva el carro roto;
y fué mi escudo aquella selva espesa,

     que al monstruo y la ramera puso coto.




CANTO XXXIII
 

     Deus, venerunt gentes, alternando,
de tres en cuatro, dulce salmodía,
las mujeres cantaron, lagrimeando.

     Beatriz en tanto, suspirosa y pía,
las escuchaba, el rostro demudado,
más que al pie de la cruz el de María.

     Cuando hubieron las vírgenes callado,
ella les respondió, puesta de pie,
con rostro, como el fuego, colorado;

     Modicum, et non videbitis me,
et iterum, ¡oh hermanas biendilectas!
modicum, et vos videbitis me!

     Llamó a las siete vírgenes selectas,
a la joven, al sabio, a mí y a Estacio,
como almas que le fueran predilectas.

     Al comenzar a caminar, despacio,
cuando su pie diez veces hubo impuesto,
sus ojos me clavó por largo espacio;

     y con tranquilo aspecto: «Ven más presto»,
me dijo, «pues hablar quiero contigo,
si a escucharme te encuentras bien dispuesto.»

     Cuando me vió junto a su lado amigo,
dijo: «Hermano, me extraña que no intentes
interrogarme, cuando estás conmigo.»

     Cual pasa, a los que en sumo reverentes,
delante a sus mayores, balbuceando,
se les queda la voz entre los dientes,

     así me sucedió, y aun titubeando,
«Mi anhelo», a decir comencé, «halagüeño
bien conoces, ¡tan sólo en vos pensando!»

     Y ella me replicó: «Pues pon empeño
en dejar la vergüenza que te apoca,
que te hace hablar como durante el sueño.

     »Rompió el dragón la consagrada copa,
que fué y no es, mas sábelo culpable,
que a vindicta de Dios no alcanza sopa

     »Que tenga un sucesor, es indudable,
él águila que dió su pluma al carro,
dejándolo despojo miserable.

     »lo veo y con certeza te lo narro;
veo a los astros por segura huella,
proseguir sin tropiezo ni desbarro.

     »Quinientos diez y cinco, con estrella
nuncio de Dios, abatirá a la impura,
y a su gigante, cómplice con ella.

     »Como de Esfinge o Temis, será oscura
mi palabra, y quizá no te persuades,
porque ofusca razón que no es segura;

     »pronto vendrán del hado las Nayades
que suelten de este enigma el nudo fuerte,
sin daño de rebaños ni heredades.

     »Anota mis palabras, de tal suerte
que puedas repetirlas mientras vivas,
a los vivos que corren a la muerte.

     »Y pon en mente, cuando tú lo escribas,
de no ocultar cuál es aquella planta
dos veces muerta con sus hojas vivas.

     »Quien la despoja, ley de Dios quebranta,
y el que lo hace blasfema, y lo ha ofendido,
pues sólo para sí la creara santa.

     »Por morderla, tormentos han sufrido,
por años cinco mil, sin que redima,
ni al hombre primo, el fraude cometido.

     »Duerme tu ingenio, si no bien estima
la razón que tan alto la ha subido,
y coposa se extiende por su cima.

     »Si tu vano pensar no hubiese sido
cual las aguas del Elsa, en su corriente,
Píramo, que el moral dejó teñido;

     »por tantas circunstancias solamente,
deberías saber que es justo efecto
la interdicción del árbol, moralmente;

     »mas como veo guarda tu intelecto,
negro color, y está petrificado,
y te ofusca la luz de mi hablar recto,

     »quiero que si no escrito, esto pintado
lleves en ti, cual peregrino ausente,
que torna con bordón, de palma orlado.»

     Y yo: «Como una estampa, permanente
se fija en una cera resellada,
tus palabras se graban en mi mente.

     »Mas, ¿por qué tu palabra tan deseada,
que sigo con la vista, a lo alto vuela,
y cuanto más se eleva es más velada?»

     «Porque conozcas», dijo, «que la escuela
que has seguido, sin vuelo en su doctrina,
no es la que mi palabra te revela,

     »viendo que nuestra vía y la divina
distan tanto, como astro que se pierde
en la tierra, y los cielos ilumina.»

     Yo repuse: «Por mucho que recuerde,
no te aparté jamás de mi deseo,
ni la conciencia de ello me remuerde.»

     «No puedes recordar, porque bien veo»,
sonriendo replicó, «que has olvidado
que bebiste las aguas del Leteo.

     »Si el humo indica fuego concentrado,
en tu olvido se ve, sin que haya duda,
que otra atención tu afecto ha cautivado.

     »Desde ahora, sólo la verdad desnuda
verás de mi palabra y pensamiento,
sin que se oculte a tu mirada ruda.»

     Ya con brillo mayor, a paso lento
el sol el meridiano iba cruzando,
que acá y allá difiere en su momento,

     según los varios horizontes; cuando,
a manera de guardia destacada,
vi a las siete doncellas observando,

     al confín de una sombra amortiguada,
como en los Alpes el verdor sombroso
de una selva en sus aguas reflejada.

     Ante ellas, Tigris y Eúfrates undoso
parecían brotar de una fontana
y apartarse uno de otro cariñoso.

     «¡Oh, luz! ¡Oh, gloria de la gente humana!
¿Qué aguas son las que nacen de una fuente,
y una de otra después, se va lejana?»,

     a Beatriz demandé piadosamente.
«Pregúntalo a Matilde» me dijo ella;
y a ella Matilde dijo complaciente:

     «De eso y aún más, de tanta cosa bella,
explicación le di, y estoy segura
que aun el Leteo no borró su huella.»

     Y Beatriz: «Lo mayor que se procura,
de lo menor a la memoria priva,
a la mente, nublando vista oscura.

     »Pero mira el Eunoe, que allí deriva:
llévalo a él, y en onda venturosa
haz que su flaco espíritu reviva.»

     Y Matilde, con alma generosa,
que no se excusa del llamado amigo,
al primer signo vino bondadosa:

     la bella dona me llevó consigo,
y al emprender la marcha dijo a Estacio,
con infinita gracia: «Ven conmigo.»

     Si tuviese, lector, más largo espacio
para escribir, yo cantaría en parte,
dulce beber, de que no estuve sacio.

     Mas las hojas que el numen me reparte,
con mi segundo canto se han llenado,
y me contiene con su freno el arte.

     Yo volví de aquel río consagrado,
como planta en que brotan frondas bellas,
por una nueva savia renovado,

     puro, y pronto a subir a las estrellas.








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