Vil quien lo abandona
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"(…)La lluvia fatiga la tierra, y luego; se acumula
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se hace avara –amarga el alma.
Cuando un día desde un mal cerrado portón
entre los árboles de un patio
se nos muestra el amarillo[1] de los limones;
y el hielo del corazón se deshace,
y en el pecho bullen
sus canciones
las trompetas de oro de lo solar."
E. Montale[2], "Los limones[3]" de Huesos de sepia.
Otra bocanada de aire que se transformaba en una densa nube. A veces, le había rozado la idea que se pudiese quebrar y solidificar en miles de cristales cayendo a sus pies. En un lugar donde el día es negro por meses como la noche habría podido suceder, así como le había sucedido todo lo demás. El agua gorgoteaba en la oscuridad a los pies de la terraza. Allí, abajo estaba el río y, mientras los ojos se habituaban a la oscuridad, le pareció incluso ver las encrespaduras del agua bajo los reflejos desviados de las antorchas. Hizo rodar una vez más el anillo de oro entre el pulgar y el índice. Volvió a ver al dragón que se lo entregaba y que con sus bigotes tristes y la garganta ajustada por el uniforme le decía: "Madame... estoy mortificado. Hemos podido restituíroslo solamente ahora. Habíamos creído que lo habríais querido de vuelta. Después de todo, quizá, era un regalo vuestro". Después de todo no era un regalo mío. |
Y miró nuevamente al río, después al anillo y luego a todo aquello que había venido antes, atrás en el tiempo entre ella, él, el anillo y el otro.
Faltaban dos días y aquello que deseaba desde hacía años tendría lugar. Tendría lugar... tendría lugar... seguía repitiéndoselo sin creerlo. Sin saber por qué no lo creía. Era una interferencia a la que no sabía dar un nombre entre ella y la felicidad.
Quizás era el hecho de no gustar de aquel tipo de ceremonias, de deber someterse a un tipo de formalidades afines a sí mismas, el hecho de sentirse obligada por el buen nombre de la familia a tener que vestirse en manera para ella inhabitual. Pero era una mixtura de cosas que podía soportar si pensaba que todo esto la habría conducido a unirse a él. Hans Axel von Fersen. Sí. Finalmente. Lo revivía mientras de rodillas a sus pies la pedía en esposa, pero había suspirado mirando el propio rostro extrañamente tenso en el espejo.
Soportable... Todo esto. Se lo había repetido, pero la pequeña arruga sobre la frente, aquella que devela la preocupación, no quería saber de distenderse. No le gustaba gritar y poco antes lo había hecho hasta quedarse cansada. Levantar el tono de la voz le causaba tensión.
"No tengo ningún deseo de hablar" había dicho entrando en su recámara y tirando la puerta a sus espaldas. Pero André igualmente había conseguido escurrirse adentro, deteniéndola con las manos.
"¡¿Te vas?!" Le había susurrado, girándose nerviosa.
"No entiendo por qué no se te pueda hablar" le había respondido del todo calmo. "Es un intercambio de parecer". Se había girado del otro lado y había cruzado los brazos.
"Yo no te veo segura de lo que estás por hacer. Ese hombre sigue entrando y saliendo de los apartamentos de la Reina sin ser molestado, y tú ¿qué haces Oscar? Lo desposas".
Había sentido una llamarada en el rostro.
"Le provees del documento necesario para sentirse respetable. Conoces aquel ambiente: Todos saben todo, pero es fundamental tener las posaderas en pie. Le ofreces otro paracaídas. Y te ofreces a ti misma la posibilidad de ser la muñeca entre las manos de los otros, por la enésima vez en tu vida. Todo esto justamente tú, que sostienes haber aprendido a caminar con tus propios pies, pero..."
"¡Cállate!" Le había gritado volviéndose de golpe. "No te quiero escuchar. Compréndelo. Eres cínico. Me desilusionas. Ves todo desde la óptica de las conveniencias... y no comprendes...".
"¿Qué cosa? ¿Cuánto él te ame?" Se sintió burlada. "No. No lo comprenderé nunca. Porque si siente amor no es por ti".
"André... por favor... sal de esta habitación... había dicho controlando la voz y empujándolo hacia la puerta con las manos apuntadas sobre el pecho. "Tú sólo quieres arruinarme todo..."
"Para arruinarte bastas tú sola". Aquel tono frío y calmo: Insostenible.
Ahora lo tomo por los cabellos se había dicho y había estirado violentamente el brazo..
"No me toques... me desases la muñeca..." había exclamado un instante después. La había recordado otro episodio y la había sacudido un escalofrío. Extraño. No el escalofrío que se habría esperado. "¡No me pongas la mano encima!"
Entre tanto tenía nuevamente los brazos libres. "No lo haré nunca más... he jurado que nunca más te tocaría" había dicho él con la voz alterada, retrocediendo.
"Sal de esta habitación y no regreses nunca más". Lo había dicho antes de entender el significado.
"Yo..." había dicho él sin terminar.
Dime que es porque me amas se había sorprendido pensando antes de darse cuenta que era por egoísta. Y antes de preguntarse por qué quería escuchárselo decir.
"Yo no creo que te importe tan poco hasta el punto de quererme excluir de esta manera... te molestas demasiado" había dicho él a su vez, revolviendo con placer el cuchillo en la llaga. Así le había parecido en la confusión.
"Has creído poderlo hacer ya una vez... y todavía estoy aquí. Me iré sólo si me dices que no sientes siquiera una milésima parte de lo que yo siento por ti".
No. No se puede. ¡No se puede!
"Yo..." ¡No se puede! "No siento nada. Sal".
No se había movido.
"Habría preferido que desposases a Girodel. Al menos te habría amado y habría intentado hacerte feliz".
Había reaccionado con palabras cortantes André.
"¡Cómo podría concederme a un hombre que ha seguido mis órdenes!"
Es el fin. Lo había comprendido por el silencio. Estaba por llevarse la mano a los labios como para decir "¡Qué he dicho!" Pero la había congelado con la mirada y se había marchado.
"Espera... es lógico que si somos amigos..." había intentado reparar, pero él había desaparecido al fondo del corredor.
Como siempre, has como te parezca.
Recordaba vagamente la ceremonia en julio. Recordaba haber tenido calor, de estar tensa y cansada. Cansada hasta morir. Cansada como un trapo triturado y tirado. De un color claro y descolorido que no es el de la indecisión, sino el de la incapacidad de decidir. Ella estaba cansada, el prado verde y deslumbrante bajo el sol. Deslumbrante eran el rubio y el azul de Hans. Se había sentido alentada, mientras no recordaba haber dicho "Sí" delante a aquella perfección de lineamientos y de aquel esplendor nórdico y había creído sentir un deseo desenfrenado que concediese olvidar.
¿Olvidar qué?
Olvidar el mármol claro manchado de rosas blancas deshechas y pisoteadas sin piedad sobre la escalinata de la mansión. Los pétalos grises, mancillados por la suciedad y una pluma de ave negra posada sobre el potingue.
"¡Eres un loco!" Se había sentido gritar en la cabeza. Maldito loco. Mientras maman[4] se horrorizaba y la Nana llamaba a toda carrera a las camareras para que limpiasen, porque el adiós a la novia de la casa no fuese manchado por aquella indecencia sobre el umbral y para que todos continuasen entonando epitalamios[5] gozosos sin ser turbados por estúpidos presagios de mal agüero. Recordaba a la Nana que llamaba a André, inubicable, y que estaba indispuesta y nerviosa.
Eres un loco había continuado diciéndose ella que sabía. Que hasta sabía demasiado. Oscar que entendía. Y que comprendía.
Eres un loco. Y yo soy una bastarda.
Había desviado la mirada y descendieron las gradas.
Se acordaba de aquellas palabras mientras bajo los ojos del viejo dragón abría el estuche con el anillo de Hans.
El anillo era un regalo, un mensaje de la otra: la mujer que había siempre amado. Había muerto años después que ella, pero en el mismo día de la fuga que había sellado el fin. Asesinado como ella por el placer del populacho, en la fría Estocolmo furiosa como la París revolucionaria. ¿Ciertos eventos son casualidades? Se había preguntado amargamente, sin decidirse a sentirse culpable en algo o no por el estado actual de las cosas.
Habían empezado a lapidarlo ante el sagrario de una Iglesia[6]. Le habían cortado la mano con el anillo porque decían que estaba hechizado y lo protegía. Después le habían traspasado.
"El hombre que lo asesinó el día después enloqueció[7] y ha tirado el anillo al río. Había desaparecido. Pero es un misterio... no se explicaban cómo hubiese reaparecido sobre el féretro... debe ser hechicería!" Había rugido con los ojos muy abiertos el dragón[8].
Todos sabían que aquel anillo era de María Antonieta, tanto que se le atribuían poderes de hechicería. Sólo el viejo bigotudo continuaba interpretando su rol de militar en contrición de frente a la declarada viuda del traidor[9].
Nunca ninguno ameritaría lo que te sucedió, Hans. Imaginó diciéndoselo a través de las negras aguas que gorgojeaban en aquel día de noche en Suecia, a los pies de la terraza, y se secó lentamente una lágrima.
Con los años las cosas habían tomado el único curso posible.
Había amado y había sido fiel con el corazón siempre y solo a una mujer. Y aquella mujer no había sido ella. Le había visto amarla tenazmente, casi hasta conmoverse.
La traicionaba a ella porque no podía traicionar a María Antonieta. ¿Quién le habría creído si hubiese dicho que no le quería por aquella traición?
Nadie.
Porque nadie sabía que había habido un momento a partir del cual ella había tenido mucho más qué esconder.
Ninguno sabía esto. Sólo una persona.
Y quizá también Hans, quien durante ciertas noches insípidas le había escuchado pronunciar aquel nombre. "¿Qué diablos estás haciendo? ¿Todavía piensas en él?" Le había preguntado sin inmutarse, las veces que se daba cuenta de sus viajes con la mente. Después de todo no le importaba que pensase en él o en otro. Era una pregunta hecha para satisfacer una pura curiosidad, como las noches transcurridas con ella no eran más que una manera de satisfacer determinadas exigencias. Ella le pedía a la tierra abrirse y tragársela porque se sentía al improviso consiente de estar en el lecho equivocado. Como se siente quien sabe haber errado conscientemente, meticulosamente cada cosa.
Ciertas cosas se recuerdan por separado. Por separado también, se cuenta el curso principal de la historia. Aquellas cosas que nunca debieron haber sucedido en nombre de la decencia. La decencia venida a menos con el tiempo y la resignación. Como cuando una vez, Hans la sorprendió.
"Estás afectada por un grave desorden moral, mi querida Oscar", le había susurrado, finalmente herido en el orgullo. No lo quería más en su cama. Mejor el placer solitario. Fue claro que no le interesaba siquiera encontrarse un amante y esto no lo tolera la virilidad de ningún hombre.
Lo había descifrado una oscura mañana mientras decidía irse a vivir sola en uno de los palacios de la familia y, ante sus pasos, los árboles sobre el sendero parecían mudos y condescendientes, desvestidos de sus hojas y atestados de los ojos iridiscentes de las aves nocturnas. Como si supiesen del anillo con el grabado Vil quien lo abandona[10], que adornaba la mano de Fersen, de sus manos y de aquellas de otro.
Porque André no había sido un loco al masacrar aquellas rosas.
"¡Cuán bella es!" Había lloriqueado una de las camareras. Ella en cambio no había tolerado ver su imagen reflejada en el espejo, envuelta en aquel vestido.
"¡Salid todas!" Había ordenado como habría hecho en el cuartel y ninguna, al atravesar la puerta, había osado siquiera respirar.
Presa por una extraña ansia, nerviosa por algo innombrable, se había arrancado el vestido del sofocante justillo que parecía le estuviese cosido encima y lo había dejado caer a tierra. Había corrido hacia el dormitorio y se había endosado apresuradamente la camisa. Mientras se volvía a vestir una cosa le había saltado a la vista: Alguien había colocado cuidadosamente un bouquet de rosas sobre su lecho. Se había sentido peor, más triste, más enfadada, ¿por qué?
Condenadas rosas. Condenadas rosas blancas. ¿Qué trataban de recordarle?
Un movimiento sobre el balcón. Los nervios tensos. Aferró la espada deseosa de castigar a algo o a alguien. Abrió la puerta de par en par y en un relámpago consiguió apuntar la hoja sobre la garganta del chivo expiatorio.
"¿Qué diablos haces aquí?" Preguntó secamente sin recibir respuesta. Se limitaba a alzar el rostro amenazado por la hoja y a mirarlo de hito en hito desde lo alto.
"Me han ordenado traerte aquel ramo de flores. Para mañana. Soy un siervo: Uno de esos que reciben órdenes y deben obedecer. ¿Recuerdas?"
"¿Qué haces aquí, sobre el balcón?" Preguntó plenamente herida, bajando la hoja. Derrotada por una respuesta. Ya era una constante en su vivir mintiendo.
"Te vi entrar con las mucamas. Salí aquí afuera porque pensé que si me hubieses encontrado en tu recámara, después de las dulces palabras de ayer, me habrías hecho una escenaza".
No le respondió nada. Se limitó a volver a entrar a la recámara.
"Me dan asco esas flores..." comentó. Con todo eran las flores que había en lo absoluto siempre amado más.
"Son las que te meritas". "Disculpa" Agregó después de haber sido traspasado por una mirada. "Termínate de vestir" dijo volviéndose y dirigiéndose hacia el saloncillo.
Ella, con el rostro colorado y las manos nerviosas, había buscado el resto de la vestimenta.
"He mentido" le escuchó decir, cuando creía que se hubiese ido. "Soy un mentiroso" y lo volvió a ver en la puerta. "Me quedé porqué me di cuenta de que te habrías desnudado". "Puedes ensartarme si quieres. Quería verte... mientras que estoy a tiempo" dijo haciéndose más cercano.
Habría debido botarlo como la noche precedente, pero dijo "¿Qué has visto?" Y no lo dijo amenazante como habría debido, sino como habría querido, mirando fijamente la triste cicatriz sobre el párpado izquierdo.
Lo vio vacilar un instante. Quizás estaba sorprendido por el hecho de que no naciese un nuevo berrinche. Mientras lo miraba a la espera de una respuesta improvisamente tembló. Con la mano que se deslizaba sobre la tela de la blusa, le acariciaba un seno.
"Lo que quería..." Le escuchó decir, después se sintió estrecha en un abrazo. Permaneció rígida.
"No... " Exclamó sin saber a qué decir no. Se encontró sobre el lecho. Las rosas pinchaban. Ambos gritaron de dolor.
"¡¡¡Maldición... estúpido taladro!!!" Exclamó André mirándose la palma de la mano herida por una pequeña cuenca roja sangre. Adolorida, ella se apartó del tallo de una rosa que le arañaba las costillas. "Espera... espera..." Dijo aferrándola y desenredando los cabellos de las ramas mientras el bouquet se deshacía sobre la cama. "¡Estúpido... quítate!" Empezó a protestar apuntándole los puños sobre el pecho, bloqueada por aquel peso, después se puso a reír. La situación era cómica. Luego a llorar. La situación era trágica. "No llores... no llores..." Le escuchó decir preocupado, mientras le acariciaba el rostro y continuaba desenredando pétalos, espinas y cabellos. Cuando ella se dio cuenta de lo que sucedía ya habían ido demasiado lejos. No conseguía mover las piernas, bloqueadas por una extraña languidez. Él empezó a besarla sobre las mejillas y sobre los labios. |
"¡Este coño de pétalos!" Exclamó lazando lejos uno que giró para caer en el mismo lugar de antes. Se le escapó un sollozo que no sabía si era de llanto o de risa.
Después empezó a besarla en manera extraña. No como la vez en que le había declarado amarla. No como había visto hacer furtivamente a los amantes en los jardines de Versalles.
Succionándole los labios y acariciándole la lengua, mientras la mano le rozaba el seno al ritmo de la respiración y descendía siempre más abajo, demasiado insistentemente.
"¡Desnúdate!" Le ordenó ella, sin aliento, levantándole a lo largo del hombro la camisa. Lo hizo. La sujetó por las caderas, después por los glúteos con las manos húmedas y después fue inevitable.
"¡Más fuerte...!" Jadeó agarrándose a los hombros y percibiendo claramente que le rasguñaba. Como las espinas de una rosa.
"Hola amor..." Le dijo a pocos centímetros del rostro. "Es ya de mañana" Le dijo y afuera despuntaba el alba. Ella sintió el ansia como una filuda hoja en el tórax. Una ceremonia la estaría esperando allá afuera y ella yacía desnuda y sudada con las piernas entrelazadas a las de un hombre y los senos aplastados contra el pecho de ese hombre. Suspiró: Todo se hacía pedazos. Aceptar haber encontrado lo que se busca mientras se cree haberlo encontrado en otra parte: He aquí lo que es hacerse pedazos. André esperó a que le respondiese, pero ella permaneció en silencio. La tristeza avanzaba. "¿Qué harás?" La pregunta que temía le habría hecho. "¿Qué harás Óscar?" No habría permitido que no respondiese. "¡No harás nada!" La anticipó al final de un largo silencio. "Qué puedo hacer..." Dijo ella con voz de llanto, pero sin una lágrima. "No sé... yo no sabía... no estaba lista..." "¡Lo sabías muy bien... de otro modo me habrías botado!" "Y si... fuese..." Estaba en confusión total. "No puedo... ahora no puedo cambiar todo" Fueron las únicas palabras que consiguió decir. La miró en manera glacial. "Pero... André..." No la dejó terminar y ya estaba fuera del lecho. Se sintió abandonada sin haber tenido la manera de explicarse y de buscar una solución. "No debía suceder..." No debía suceder así habría querido decir. |
"Irás con él... ¿Esto fue un accidente?" Dijo aferrando las ropas.
"Yo..." Dijo alzándose sobre los codos.
"¿Tú qué?" La cortó en seco. "Más que nada he ganado un par de orgasmos... ¡Qué bella recompensa!"
"¡No te permito que hables así!" Logró decir despechada, con el fuego en los ojos sin creer a sus oídos. "¡Eres vulgar!"
"¿Irás con él?" Insistió.
"¿Cómo hago para no ir? " Pero habría querido de verdad que la ayudase a encontrar una solución.
"Felicidades... a ti y a él... "
"¡Eres un pobre estúpido!" Respondió arrojando el cojín sobre la cama.
"Soy un siervo estúpido... Más que otra cosa, le he ahorrado a Fersen el inconveniente de iniciarte en la cosa. ¡Esperemos que agradezca mi regalo de bodas! También le podría sugerir lo que pareces preferir más... dónde prefieres ser tocada..."
"¡Lárgate, te odio!" Le dijo entre dientes y lo vio cubrirse e irse de verdad. Lo vio, impotente, atravesar el dormitorio y el saloncillo, y desaparecer más allá de la puerta. Siguió dándose cuenta de todo lo que había sucedido quieta sobre el lecho con un bouquet desflorado de pétalos deshechos y manchados, señal de lo que había sucedido.
Se alejaron ambos en la certeza de dar voz al orgullo sin haberse entendido verdaderamente.
En el fondo, de aquel día recodaba también otra cosa. Recordaba haberse presentado a la ceremonia en uniforme azul y sin bouquet. Era la única manera de seguir siendo fiel a lo que era en lo mínimo. Probablemente los invitados ni siquiera se habrían dado cuenta. Ella no tenía la cabeza para ocuparse de ellos y Hans no había hecho ningún comentario. Habría preferido que la señalasen y la echasen por un gesto semejante. Durante la ceremonia había sentido una pequeña punzada entre las piernas y se le había escapado una lágrima. No era la conmoción que creían todos: Volvió a ver las rosas blancas que se habían teñido de rojo sobre su cama. Volvió a pensar en André que la estrechaba. Y en cuánto fuese absurdo que ahora ella estuviese en aquel lugar sintiendo aquella especie de dolor con el olor encima de uno que no era el hombre que desposaba. |
Recordaba haber hecho todo en una especie de trance, desilusionada por la falta de un escándalo, de un rechazo. Preguntándose por qué nadie se daba cuenta de lo que era y la echaba de aquel lugar, para salvarla.
Hasta el deseo que había creído sentir al mirar a Hans no era por Hans, porque había probado lo que era con otro. Que no estaba. Le dolían los ojos de tanto que lo buscaba.
Todo habría sido tragado por una nueva noche y por días todos iguales, de nombre diverso.
Después de la Revolución ella y el marido se habían transferido definitivamente a Suecia. Desde entonces noches infinitas se habían sucedido a días infinitos.
Hasta cuando se habían quedado en Francia, al tedio se había mezclado la borrasca.
En cada visita a Mansión Jarjayes que coincidiese con una licencia de André habían perseverado en el hacerse daño. Una receta simple: Silencio y fingida indiferencia. Cuando se cansaba de cargar todas las culpas de una vida que nunca habría deseado tenía necesidad de volcarlas sobre él.
¡Tuya es la culpa!
Y recordaba en particular una vez: Aquella vez en que por primera vez ella no había respetado la regla del silencio.
Una noche había entrado a propósito en el establo.
Había visto la linterna todavía prendida y la había cogido un incontrolable acceso de ira. Con la capa sobre los hombros había cerrado la batiente del portón y levantado la barra. Lo había visto al fondo del establo, mientras bregaba con la silla de su caballo. Después de más de un año ella se le había acercado y, calculando todo, hasta su reacción en el mínimo detalle, le había dado una bofetada, seca, sin preaviso, malvada como nada pudo ser.
La había desilusionado. Había permanecido firme y callado, con el rostro de perfil cubierto por los cabellos. "¿Qué quieres?" Le había dicho volviendo a mirarla fijamente, lentamente. Tenía el rostro tenso. Quizá había adelgazado: Los pómulos le parecían más enjutos y los ojos más grandes y más cansados. La cicatriz más evidente. Quizás era la temblorosa luz de aquella asquerosa linterna para siervos. "Pegarte a muerte" le había dicho entre dientes. Ni siquiera estaba ebria. La había mirado entornando los párpados y con la usual calma le había dicho: "Tú sí que serías capaz". Se había sentido profundamente herida. Él había estado allí dispuesto a esperar, después había seguido acomodando la silla del caballo. Cuando había terminado se había volteado a mirarla, mientras, todavía quieta delante de él, apretaba los puños por la rabia. "Cuánto te detesto... cuánto te detesto André..." había empezado a decir con el puño que temblaba y con la cabeza gacha. "Aquella noche maldita no debiste tomar lo que tomaste...". |
"También tú tomaste. Éramos dos y a ti te estaba bien" había respondido prontamente.
Se dio cuenta que se estaba empeñando en atacarle con puños y bofetadas descoordinadas y que él se limitaba a detenerlas sin reaccionar.
"Me pedías continuar y tenías todos aquellos malditos pétalos blancos entre los cabellos... ¡¿Crees que lo pueda olvidar?!" Había empezado a decirle. "Óscar... Óscar... llorabas y viniste como un río en crecida... ¿lo recuerdas?" Le había echado en cara, apuntándole la mirada como un arma.
Ella había gritado con todo el aliento que tenía en la garganta, todo se volvió sonido y oscuridad. ¡Oh Dios, me estoy volviendo loca! Había pensado.
"Retorna a casa" le dijo con la voz quebrada mientras ella se desplomaba sobre un montón de heno cubierto por una tela.
Después hubo otro silencio. Había mantenido las manos presionadas sobre el rostro por todo el tiempo. Mientras sabía que él estaba allí.
"Escucha... lo siento..." le había dicho arrodillándose al lado de ella.
"¡Quiero que te sientas mal!" Le había dicho por toda respuesta, descubriendo el rostro y mirándole a los ojos. Consciente de decirlo a una persona que estaba mal, aún físicamente. "¡Porque yo estoy mal!" Le había dicho aún y él no había respondido.
Sólo se había hecho más cercano y tenía una expresión tranquila.
"No oses besarme" Le había dicho retrayéndose y alejándole con los brazos apuntados sobre el pecho.
Otro tiempo indefinido en el cual nada se había movido. Había silencio. La mansión dormía y ni siquiera Hans había salido aquella noche.
Se habían mirado a los ojos y habían continuado sin decirse nada.
"Mañana partimos para un viaje a Suecia" Le había dicho, retomando el control. "Quiero algo que me haga sentir bien..." Había dicho sin comprender sus mismas palabras.
Él le había estrechado las manos sin responder nada, sin apartar la mirada.
"Has como te digo yo", le había ordenado empujándolo sobre la paja. "Y no intentes besarme" Le había dicho empezando a desabotonarle los pantalones.
Se le había subido encima a caballo, medio vestida, y con un gemido había empezado a moverse. Le había puesto las manos sobre la boca cuando había intentado hablar.
Pero cuando la había tocado se sobresaltó con un pequeño grito, liberándolo de la mordaza.
"¡Este Fersen no lo sabe!" Había comentado sarcástico, secundándole los movimientos y continuando a apretar con las manos, hasta que no se habían sentido morir.
Se había inclinado y le había besado largamente, olvidándose de respirar.
"Sabía que me habrías besado tú" Había dicho él dándola vuelta prepotentemente sobre la paja.
"Espero que también tú, como yo, hoy no tengas ni aliento ni fuerza para estar en pie" Había pensado al día siguiente mientras la carroza se alejaba de mansión Jarjayes. Hans a su lado miraba perdido en sus pensamientos el paisaje, con el codo apoyado a la ventanita y el índice bajo el labio. Era muy bello.
André no se había presentado a despedirles.
Muy de mañana, en el establo, la había mirado desde lo alto rozándole la rodilla con el rostro, mientras ella permanecía allí echada con la mediana idea de tenerse que cubrir, de tener que cerrar las piernas y que no había sido justo ni decente haberle dado aquel espectáculo.
La única cosa que le había dicho había sido: "¿Cuánto crees que dure este sentirse bien? Después se está peor".
Con el anillo entre los dedos apartó la vista del curso del río negro. En los primeros períodos en aquella casa, sola, lo había observado con una insistencia que le había dado miedo. El río entre la vida y la muerte como en los clásicos que habían estudiado de muchachos. Había manejado las armas haciéndose daño muy a menudo. Hiriéndose en manera insulsa, pero dolorosa. Después había admitido que lo hacía a propósito. Entonces el instinto de conservación había reaccionado y se había mantenido alejada de aquel parapeto que daba sobre el río y de los hierros y de los proyectiles. Beber menos había sido un problema.
Puso el anillo sobre la punta del dedo y se preguntó, sin conseguir a insertarlo, si existiese justicia. ¿Era justo que Fersen hubiese muerto así, sin que le pudiese hablar y decirle que no había sido su culpa lo que había sucedido y que no le había dejado por odio o rencor? ¿Había algo de justicia en aquel matrimonio tan largamente buscado y con todo nunca realmente querido? ¿Y en el haber rechazado, sin tomar una neta decisión, un amor que habría sido largo y sólido, había habido justicia?
¿Es justo no ser felices? La única pregunta era esta y ninguna otra.
La oscuridad sobre el río era líquida y fue como si entre sus dedos sutiles y pálidos como floretes, en el lugar del anillo, moviese sus lentas patas una araña negra. Lo observaba aterrorizada y curiosa: Una mancha negra y desmañada en la oscuridad. Lúcida debajo de las antorchas. Nutrida por el silencio.
Vil quien lo abandona recitaba el anillo y se preguntó por qué había vuelto a proponerle aquella respuesta.
Definitivamente en Suecia. Sí. Esta era su vida después de la Revolución. Suecia, para después elegir alejarse de Hans. Qué contrasentido. También detrás de todo eso había mucho más de lo que se pudiese contar.
Los anuncios de la Revolución. Lo recordaba. Había olor a locura en Francia.
¡Dispararán sobre la multitud! ¡Quieren la Bastilla!
Habrían ido a la ciudad armados. Fersen la esperaba por la enésima vez en su oficina. Ella, harta de hablar, lo dejaba esperar. Organizaba la marcha de su manípulo[11] sobre la ciudad.
André la había tomado por un brazo y arrastrado aparte.
"¡Qué diablos te salta en mente!!" Había protestado irritada. Evitaban mirarse a los ojos en la barraca, a menos que no fuese necesario. Era así desde hacía años. A menos que no estuviesen empeñados en no hacer mucho ruido, mientras se empujaban y temblaban. Pero había sucedido sólo pocas veces y ella temía que alguien se diese cuenta, además de muchas otras cosas.
"Ándate. Vete. ¡Deja Francia!" Le había dicho y ella se quedó con la boca abierta. "Vete... masacrarán a los nobles. Será así. Ve con él...".
"¿Qué dices? Para" Le había dicho mientras le apretaba los brazos con las manos y decía rápidamente. "No puedo irme, este es mi trabajo..."
"¿Quieres hacerte matar?" Le había preguntado y ella había temido que estuviera enloqueciendo o que estuviese ebrio. "¿Quieres hacerte matar? ¿Quieres hacerte matar para no darme la satisfacción de tener razón? Después de todo este viento cambiará... ya están listas las horcas y ¿para quién crees que lo están?"
"¡No! No... ¿y tú qué harás?" Le había preguntado. Recordaba que de una tronera a espaldas de él entraba la luz del sol. Y era fuerte y cegadora. Un solo rayo.
"Yo no soy noble. ¿No lo recuerdas?"
"Ya le he dicho que no voy... Es inútil que permanezca aquí esperando".
"¡Te matarán!" Le había dicho a poca distancia del rostro y ella se había puesto tiesa. "Te pido que vayas con él" había dicho.
"¿Tú me pides que vaya con él? Había respondido ella en un impulso de rebelión, descubriendo improvisamente todas las cartas. Se lo había pedido con el aliento ahogado, casi sin sentir el fin de la frase. Y el secreto que se llevaba dentro desde hacía algún tiempo le tornó a la mente, tembloroso e imponente.
"Sí. Es un bien que tu hombre sea él" Le había dicho con la mirada y el tono vítreos, mirándola a los ojos...
"Tú estás loco..." Había dicho, negando con la cabeza. "Estás verdaderamente loco, André" había continuado arrastrando la voz y mirándolo incrédula.
Había intentado con gesto brusco liberar los brazos e irse, pero no lo había conseguido y se había encontrado de nuevo con el muro a la espalda.
"¡Termínala!" Había protestado, enfadada. "Me has hecho la vida un infierno, haciéndome creer que me había equivocado en todo... ¡y vienes a decirme una cosa semejante!"
"No. Esto lo has entendido tú sola" Le había respondido cortante. "¡Y no es por ti que es un infierno!"
"¡Imbécil!"
"¡Y bueno, sí!" Le había gritado. "¡Es un infierno sólo para ti! ¿Contenta? Le había dejado los brazos y la había aprisionado batiendo repetidamente las manos contra el muro. "¡Yo soy como todos los otros... uno como tantos... que de vez en cuando ha sentido la necesidad de follarte[12] para no sentirse demasiado solo! ¡Los otros van a las posadas y yo vengo a buscarte!"
"No he dicho eso..." Había intentado correr a resguardo llevando las manos, mortificadas, al cuello de la guerrera. No podía tener el valor de tocarlo en aquellas condiciones. Le estaban viniendo ganas de llorar, pero no lo habría hecho.
"¡En cambio yo sí!" Le había respondido venenoso. "¡Es así como están las cosas si esto servirá para hacerte marchar de aquí! Siempre fue él el correcto, si quieres echar a la basura tu vida una vez más, y no obstante todo, es tu esposo".
Ella había permanecido paralizada. Él había dejado de gritar. Pero se miraban a los ojos.
"Yo no soy una puta" Había protestado ella, álgida.
"Sólo Dios sabe cuánta falta me haces..." Le había dicho calmo, después de un suspiro. "Y nunca te he tenido cuánto habría querido... ¡ni siquiera hemos llegado a ser amantes!! Es para reír..." Se le escapó de verdad una risotada sofocada. Amarga. "Cuánta falta me haces... yo y tú no hablamos desde hace años... ¿qué quieres que sean las pocas veces que nos hemos acostado de frente a esto? Qué precio crees que tenga escucharte hablar por horas y verte sonreír o reprocharme en confrontación con sentirte gemir de frente al muro para después..." Se había interrumpido y había agachado la cabeza. Ella había intentado decir algo.
"¡Debes irte!" La había bloqueado, volviendo a mirarla. "Él está todavía aquí. Y debes irte ahora".
"André... André... yo..." Había intentado decir sin conseguir hablar. Le había alzado el mentón con una mano y posado los labios sobre los suyos.
"Basta... por favor..." Había dicho él alejándose con el rostro sonrojado. "No tenemos tiempo para estas cosas".
"No tengo más... no... ayúdame... creo estar encinta" soltó.
"Te debes ir" dijo él después de un momento de silencio, gélido. "No es más que otro motivo para irte de aquí".
"Es tuyo..."
"Probablemente ya habrías alumbrado si fuese mío... Óscar..." Le había dicho con lágrimas en los ojos, sacudiendo la cabeza.
"¡No... André... no! Yo tengo la cuenta... y él no me ha tocado..." Había protestado temblorosa. Intentando aferrarle las manos.
"Es otro óptimo motivo para que tú te vayas de aquí..." Le había dicho yéndose. "Y para que yo no te vea nunca más". Ella había caído de rodillas, pero él no la había visto.
No había habido ningún bebé. Había sido un error, había sido una indisposición y no había habido un embarazo. Una broma de la naturaleza. Con todo le había parecido tener todos los síntomas. "No pasa nada. Mejor así" se había dicho, sentada sola, envuelta en una vieja manta en la nueva casa, lejos de Hans. "Yo con un bebé no sabría qué hacer". Y se había apretado en la cubierta. "Aún cuando para mí era tu hijo". Y había cerrado los ojos, vuelto a ver André que trastornado o herido, nunca lo había comprendido, meneaba la cabeza con los ojos lúcidos. Evitó reabrir los ojos hasta que la sensación de pérdida no se hubiese atenuado.
Había hecho lo que él le había pedido sólo para perderlo para siempre. La Revolución estallaba en Francia y aquella paz sueca era irreal.
"Debes preguntarte cuánto realmente te importa realizar los sueños que nutres con la fantasía..." le había dicho una vez. Y ella había pensado que no era justo que dijese esto para arruinarle siempre todo. Pero ¿qué había por arruinar si ahora no había nada más que no hubiese sido arruinado?
"Tú estás muerto y él nunca nació".
A la sensación de pérdida ahora se sucedía un vacío: La inquietud.
"Había decidido que debía perderte mucho antes de comprender que no quería". Pensó de frente a las copas de los árboles inmóviles en el hielo nórdico. "Por esto mis manos están vacías" murmuró mirándose las manos violáceas y agrietadas.
Una vez una anciana dama de la corte del Rey Gustavo le había hablado con gentileza, no obstante la vergonzosa mujer separada del conde de Fersen continuase bebiendo una copa tras otra y la mirase con sus ojos azules demasiado lúcidos. "El amor es la respuesta. El amor encontrará siempre la manera" le había dicho en francés.
Cierto, vieja furcia plena de hijos y ochavos había pensado y se había empujado otro sorbo, sonriéndole con los ojos tristes. Le había dado ternura.
Qué podía saber la mujer lo que quería decir recibir después de años una carta en la que tu único y abandonado amor te escribe con veneno "Aquel día habrías hecho bien matándome mientras estaba indefenso entre tus brazos. De todas maneras, estoy muerto por tu mano, pero continúo respirando y caminando. Es un infierno quedo".
No podía saber aquella mujer lo que quiere decir recibir aquella carta después de haber creído que hubiese sido exterminado en la calle durante la Revolución, con una bala en el corazón; después de haber llorado días y de tener la cabeza traspasada por la migraña hasta no conseguir versar más una lágrima.
Y no podía saber nada del malsano placer experimentado al leer aquellas líneas como la única cosa que le estaba concedida poseer de él después de años, aunque las palabras fuesen cortantes, aunque si entre las líneas estaban los nombres de otras mujeres. Leer esperando, en una pretensión absurda, que no las hubiese tocado como la había tocado a ella la noche del amor entre las espinas.
La vieja le sonreía debajo de los afeites y no podía saber. Era tierna como un cordero[13].
Probablemente ahora el río esté en crecida. El gorgoteo era fuerte, asfixiante y parecía extirpar piedras de su mismo lecho. Se alejó porque aquel torbellino de agua e ideas la hubieran absorbido.
Se impuso retomar lo que había interrumpido en el momento en que el representante del gobierno le había reconsignado el anillo[14]. Las cosas habían cambiado. Eran tales que nada la habría detenido ahora.
Las cocinas estaban vacías. El humo discurría todavía en el fogón apagado y las ollas de cobre guardaban silencio suspendidas en el muro. Tomó uno de los cuchillos alineados con orden sobre la repisa de mármol al lado de algunos residuos de verduras. Lo examinó. Ahora estaba casi habituada a aquella oscuridad que permitía ver. Lo empuñó y recorrió decidida los corredores iluminados en algunos tramos por débiles lámparas de aceite. Los pasos no eran pesados sino decididos sobre el pavimento, seguidos por el fru fru imperceptible de la bata.
En su recámara la luz de una linterna que estaba por apagarse reprodujo su imagen sobre los antiguos espejos de marcos dorados suspendidos sobre las paredes, sobre los insertos en las batientes de los armarios de madera oscura. Se aproximó a la escribanía, cargada de pergaminos y de hojas recubiertas por una escritura menuda y ordenada. Depositó con cuidado el anillo.
Con un gesto veloz desató los cabellos que cayeron como una lluvia, larguísima y luminosa, hasta cubrirle los glúteos. Le vino a la mente María Antonieta sobre el patíbulo, a la que habían despojado de la cofia y cortado netamente la melena. Pero no dudó. Apretó el cinturón de la bata sobre el pecho y alargó el escote con un pequeño gemido.
Empuñó el cuchillo. Decidida, netamente, vibró el golpe.
El metal vibró contra la porcelana y produjo un sonido límpido y seco. El limón se abrió en dos, dejando brillar la pulpa amarilla.
El sonido vivo y el amarillo del fruto sobre el cándido plato le hicieron volver a aferrar el poco de quietud en aquel hormigueo de tristeza y desesperación en el que se había inmersa. Otros golpes decididos y menos violentos deshojaron el limón en pequeñas hostias amarillas. El hormigueo se transformó en un rayo de paz. Aferró el plato y lo levantó de la escribanía.
"Basta Oscar" se dijo. "No sirve de nada pensar en las horrendas cosas del pasado".
Un suspiro liberador.
Depositó el plato con las rodajas de limón sobre una cómoda al lado de un servicio de té. Verificó la temperatura de la tetera con los dedos. Se había enfriado. Paciencia.
Subió con una rodilla sobre la cama y se inclinó diciendo "Buenos días... ¿no quieres comer algo?"
"Uhm... ‘día..." dijo el hombre estirándose en el lecho. "¿Quién era enantes?" Preguntó con la voz soñolienta. "Militares" respondió lacónicamente ella, inclinada con la frente sobre la suya y acomodando detrás de la oreja una mecha demasiado consistente que le recaía sobre el rostro. No obtuvo respuesta sino un largo beso sobre los labios dado con los ojos cerrados. "Entonces... ¿quieres un poco de té con limón?" Preguntó en voz baja, alejándose un poco. El hombre entrecerró los párpados sobre los iris verdes e indagó un instante con la mirada antes de hablar. Uno era más opaco y marcado por una cicatriz. "Tienes el rostro marcado por los pliegues de la almohada usada..." dijo ella con una media sonrisa, pasándole el dorso de la mano sobre la mejilla. "¿Qué pasó? ¿Has llorado?" Preguntó él impulsándose para sentarse apoyado sobre los codos y con los mechones de cabellos, desordenados, sobre el rostro. "No es nada... ya pasó. André... ¿todavía quieres el té?" Preguntó por enésima vez. Un poco evasiva, un poco apremiante. "Sí... claro... disculpa, tesoro", asintió, con la voz que se volvía más clara. Frotándose con la palma de la mano un ojo. "Bien", dijo ella con una sonrisa, posando un dedo sobre sus labios. |
En el recorrido del tiempo entre aquella noche entre las espinas, Francia, Suecia y este instante había habido un día de noche de luz entrometida e insoportable. Como una bisagra en el tiempo.
"Hay un mensajero compatriota vuestro, señora. Dice tener noticias muy urgentes por comunicaros".
"Hacedlo entrar" Había respondido fastidiada.
El mensajero tardaba. Se había levantado y había ido a servirse algo de beber. Tenía la garganta seca. Y el sol nocturno no la dejaba dormir.
Cuando se lo había topado de frente la botella se había desintegrado sobre el pavimento con un tintineo de vidrios[15] que se han extinguido de golpe. Se había inclinado a recoger las astillas, con las manos que temblaban y él había hecho lo mismo. La gran mancha ambarina se había alargado sobre el pavimento siguiendo el diseño de los ladrillos. "Es demasiado tarde... André... es demasiado tarde..." Había dicho cubriéndose el rostro. La había sorprendido demasiado débil y sin su caparazón, al improviso en Suecia, y no había conseguido controlar el llanto. "No. Perdóname. No debes creerlo... ¡No debes más creer que sea demasiado tarde!" Había susurrado suavemente, descubriéndole delicadamente el rostro. |
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Lima, 22 de mayo de 2005
Publicado originalmente en: http://digilander.libero.it/la2ladyoscar/Index.html
[1] NdTr. En el original "i gialli" (los amarillos), se designa así también a las novelas y a los filmes policíacos.
[2] NdTr. Eugenio Montale, escritor, articulista y traductor italiano nacido en 1896. Recibe el premio Nobel en 1975.
[3] NdTr. Este es el poema con el que se inicia su primer poemario publicado en 1925, Ossi di sepia.
[4] NdTr. "Mamá" en francés en el original.
[5] NdTr. Composiciones líricas que se cantan en las bodas, costumbre difundida entre los romanos.
[6] NdTr. El 20 de junio de 1810 Fersen, en calidad de gran mariscal, precedía el cortejo fúnebre del difunto rey Carlos Augusto, cuando el populacho le forzó a salir de su carruaje y buscar refugio en un café. De allí, a duras penas y bajo la protección de algunos oficiales, logró refugiarse en la guardianía del ayuntamiento de Estocolmo. Violentamente arrancado por la multitud, fue molido a punta de paraguazos y pedradas sobre la escalinata de la iglesia Riddenholm, delante del Riddarhuset, el parlamento sueco. Ni las tropas ni los nobles suecos fueron en su ayuda. Según Napoleón, se trató de un asesinato consentido por el gobierno del nuevo rey, Carlos XIII.
[7] NdTr. De hecho, el que se volvió loco por el miedo fue Klingsporr, el prefecto de la policía.
[8] NdTr. Hilaire Belloc narra esta anécdota según la cual, la noche de la fuga de Varennes, la reina le habría regalado a Fersen una gruesa sortija en oro, engastada con una piedra desconocida. Al momento del linchamiento, ninguno se atrevió a aproximarse lo suficiente a su víctima por miedo al poder maléfico del anillo de la Reina, hasta que un ex sirviente del conde llamado Zaffel, cortó con un hacha el dedo junto con la sortija y lo arrojó al Moelar. Al día siguiente, Zaffel salió de pesca muy naturalmente, hasta que sintió su bote detener por una mano ensangrentada a la que le faltaba un dedo. Trató de escapar, pero el bote no se detuvo hasta que vio sobre una blanca roca una brillante sortija. Sólo entonces, la mano ya completa desapareció. El día del entierro, sobre el paño mortuorio reposaba el misterioso anillo, el cual fue restituido a la familia de Fersen.
Entiendo que en el museo del palacio Lövstadt slott se venden réplicas del mismo.
[9] NdTr. A Fersen se le acusó haber asesinado a los dos anteriores monarcas; mientras que a su hermana se la acusaba de haber asesinado a su amante, Taube, y a su esposo, el conde Piper. Los Fersen habían sido muy poderosos y eran muy ricos, demasiado bellos y bastante odiados también.
[10] NdTr. María Antonieta envía dos anillos grabados con flores de lis y la divisa monárquica "Domine salvum fac regem et reginam, lâche qui les abandonne" (¡Dios salve al Rey y a la Reina!, cobarde quien los abandone) al conde Esterhazy: Uno era para él, y el otro hecho a la medida de Fersen.
[11] NdTr. Es la enseña de los soldados romanos en forma de estandarte. También, el cuerpo de infantería de la legión romana, formada en un comienzo por 100 y posteriormente por 200 hombres. Por extensión, se refiere así al puñado de soldados.
[12] NdTr. En Argentina se dirá "cepillarse a una chica", en Perú "levantarse a una chica", "echarse unos polvos con" etc. Escogí el término usado en España por ser el más conocido. El italiano, "scopare" tiene el sentido de "barrer" en lengua standard, y en lengua coloquial "disparar".
[13] NdTr. En italiano "agnello" (cordero) es parónimo de "angelo" (ángel).
[14] NdTr. En la biografía escrita por Françoise Kermina, se dice que fue restituido un pequeño reloj de oro con las iniciales A. F., regalo que María Antonieta le había hecho a Fersen en 1785. Ella misma llevaba un reloj idéntico.
[15] NdTr. "(...)la botiglia s’era disitegrata sul pavimento con un tintinnio di cocci che s’era spento di colpo". Referencia al último verso del poema "Meriggiare pallido e assorto" ("Sestear pálido y absorto") de Montale, publicado en el poemario ya citado: "una muraglia/che ha in cima cocci aguzzi di bottiglia." (una muralla que tiene en la cima pedazos de botella). El italiano "cocci" designa a los restos de una vasija o botella rota, en referencia a la forma de las conchas. Figuradamente, se dice de una persona que tiene "cocci" cuando padece muchos achaques.