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lalighieri integro completa de los trabajos de fuentes los trabajos literarios históricos en la prosa y en los versos



INFIERNO
 
Traducido por Bartolomé Mitre
 
 
 
CANTO I


[ La selva oscura. El poeta se extravía en ella en medio de la noche. Al amanecer sale a un valle y llega al pie de un monte iluminado por el sol. Se atraviesan en su camino tres animales simbólicos. Retrocede y se le aparece la sombra de Virgilio, que lo conforta y le ofrece llevarlo al linde del paraíso a través del infierno y del purgatorio. Los dos poetas prosiguen su camino. ]


     En medio del camino de la vida,
errante me encontré por selva oscura,
en que la recta vía era perdida.

     ¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
que en la mente renueva la pavura!

     ¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!
Mas al tratar del bien que allí encontrara,
otras cosas diré que vi por suerte.

     No podría explicar cómo allí entrara,
tan soñoliento estaba en el instante
en que el cierto camino abandonara.

     Llegué al pie de un collado dominante,
donde aquel valle lóbrego termina,
de pavores el pecho zozobrante;

     miré hacia arriba, y vi ya la colina
vestida con los rayos del planeta
que por doquier a todos encamina.

     Entonces, la pavura un poco quieta,
del corazón el lago, serenado,
pasó la angustia de la noche inquieta.

     Y como quien, con hálito afanado
sale fuera del piélago a la riba,
y vuelve atrás la vista, aun azorado;

     así mi alma también, aun fugitiva,
volvió a mirar el temeroso paso
del que nunca salió persona viva.

     Cuando hube reposado el cuerpo laso,
volví a seguir por la región desierta,
el pie más firme siempre en más retraso.

     Y aquí, al comienzo de subida incierta,
una móvil pantera hacia mí vino,
que de piel maculosa era cubierta;

     como no se apartase del camino
y continuar la marcha me impedía,
a veces hube de tornar sin tino.

     Era la hora en que apuntaba el día,
el sol subía al par de las estrellas,
como el divino amor, en armonía

     movió al nacer estas creaciones bellas;
y hacíanme esperar suerte propicia,
de la pantera las pintadas huellas,

     la hora y la dulce estación con su caricia:
cuando un león, que apareció violento,
trocó en pavor esta feliz primicia.

     Venía en contra el animal, hambriento,
rabioso, alta la testa, y parecía
hacer temblar el aire con su aliento.

     Y una loba asomó, que se diría
de apetitos repleta en su flacura,
que hace a muchos vivir en agonía.

     De sus ardientes ojos la bravura
de tal modo turbó mi alma afligida,
que perdí la esperanza de la altura.

     Y como aquel que gana de seguida,
se regocija, y al perder desmaya
y queda con la mente entristecida,

     así la bestia me tenía a raya
y poco a poco, en contra, repelía
hacia la parte donde el sol se calla.

     Mientras que al hondo valle descendía,
me encontré con un ser tan silencioso
que mudo en su silencio parecía.

     Al divisarlo en el desierto umbroso,
«¡Miserere de mí!», clamé afligido,
«hombre seas o espectro vagaroso.»

     Y respondió: «Hombre no soy: lo he sido;
Mantua mi patria fue, y Lombardía
la tierra de mis padres. Fuí nacido,

     »Sub Julio, aunque lo fuera en tardo día,
y a Roma vi, bajo del buen Augusto,
en tiempo de los dioses de falsía.

     »Poeta fuí; canté aquel héroe justo,
hijo de Anquises, que de Troya vino
cuando el soberbio Ilión quedó combusto.

     »Mas tú, ¿por qué tornar al mal camino
y no subes al monte refulgente,
principio y fin del goce peregrino?»

     «¡Tú eres Virgilio, la perenne fuente
que expande el gran raudal de su oratoria!».
le interrumpí con ruborosa frente.

     «¡Oh! de poetas, luminar y gloria,
¡válgame el largo estudio y grande afecto
que consagré a tu libro y tu memoria!

     »¡Oh mi autor y maestro predilecto!
de ti aprendí tan sólo el bello estilo,
que tanto honor ha dado a mi intelecto.

     »Esa bestia me espanta, y yo vacilo:
¡de ella defiéndeme, sabio famoso,
que hace latir mis venas, intranquilo!»

     Al verme tan turbado y tan lloroso,
«Te conviene tomar», dijo, «otra vía,
para salir de sitio tan fragoso.

     »La bestia que tu marcha contraría,
no permite pasar por su apretura
sino al que se le rinde en agonía.

     »Es tan maligna, empero su magrura,
que, de apetitos y de cebo henchida,
hambrea más cuanto es mayor su hartura.

     »Con muchos animales hace vida,
y muchos más serán, hasta que encuentre
al Lebrel que la inmole dolorida.

     »Este no vivirá de tierra y güeltre,
sino de amor, de virtud, sabiduría,
y su nación será entre Feltre y Feltre.

     »El salvará la humilde Italia, un día,
por quien murió Camila y Eurialo,
y Niso y Turno, heridos en porfía;

     »perseguirá doquier sin intervalo
esa bestia feroz, hasta el infierno,
que de la envidia fué el engendro malo.

     »Mejor que tú, por ti pienso y discierno;
sigue, seré tu guía en la partida,
hasta llevarte a otro lugar eterno.

     »Oirás allí la grita dolorida
y verás los espíritus dolientes,
que claman por perder segunda vida.

     »Después verás, en llamas siempre ardientes
vivir contentos, llenos de esperanza,
los que suspensos sufren penitentes,

     »porque esperan gozar la bienandanza;
y si quieres subir, alma más digna
te llevará a celeste lontananza;

     »pues el Emperador que allá domina,
porque desconocí su ley eterna,
me veda acceso a su ciudad divina,

     »El universo desde allí gobierna:
ése es su trono y elevado asiento:
¡Feliz el que a sus plantas se prosterna!»

     «Poeta», dije, en suplicante acento:
«por el dios que te fué desconocido,
salvame de este mal y de otro evento.

     »Llévame donde tú me has ofrecido,
de San Pedro a la puerta luminosa,
al través de ese mundo dolorido.

     Marchó y seguí su planta cautelosa.




CANTO II


[ El camino del infierno. El poeta hace examen de conciencia. Sobrecogido, vacila en proseguir el viaje. Virgilio le dice que es enviado por Beatriz para salvarlo. Le relata la aparición de Beatriz en el Limbo. El poeta se decide a seguirlo a través de las regiones infernales. ]


     Ibase el día, envuelto en aire bruno,
aliviando a los seres de la tierra
de su fatiga diaria, y yo, solo, uno,

     me apercibía a sostener la guerra,
en un camino de penar sin cuento,
que trazará la mente, que no yerra.

     ¡Oh musas!, ¡oh alto ingenio, dadme aliento!
¡Oh mente, que escribiste mis visiones,
muestra de tu nobleza el nacimiento!

     «¡Oh poeta, que guías mis acciones!»,
prorrumpí, «mide bien mi resistencia,
antes de conducirme a esas regiones.

     »Si el gran padre de Silvio, en existencia
de hombre carnal, bajo feliz auspicio,
de este siglo inmortal palpó la esencia;

     »si el adversario al mal, le fué propicio,
fué, sin duda, midiendo el gran efecto
de sus altos destinos, según juicio,

     »que no se oculta al hombre de intelecto;
que alma de Roma y de su vasto imperio,
en el empíreo fué por padre electo;

     »la que y el cual (según vero criterio)
se destinó a los altos sucesores
del gran Pedro, en su sacro ministerio.

     »En ese viaje, digno de loores,
púdose presentir la gran victoria
que cubre papal manto de esplendores.

     »Pablo, vaso de dicha promisoria,
al cielo fué a buscar la fe del pecho,
principio de una vida meritoria.

     »No soy Pablo ni Eneas. ¿Qué es lo que he
hecho para que pueda merecer tal gracia?
Menos que nadie tengo ese derecho.

     »Si te siguiera, acaso por desgracia,
presiento que es demencia mi aventura;
bien lo alcanza tu sabia perspicacia.»

     Y como el que anhelando una ventura,
por contrarios deseos trabajado,
abandona su intento en la premura,

     así al tocar el límite buscado,
reflexionando bien, retrocedía
ante la empresa que empecé animado.

     La gran sombra me habló con valentía:
«Si bien he comprendido, tu alma es presa
de un acceso de nimia cobardía,

     »que a los hombres retrae de noble empresa,
como bestia que ve torcidamente
y se encabrita llena de sorpresa.

     »Disiparé el temor que tu alma siente,
diciéndote cómo hasta aquí he venido
cuando supe tu trance, condoliente.

     »Me encontraba en el limbo detenido,
y una mujer angélica y hermosa
a sí llamóme y me sentí rendido.

     »Cada ojo era una estrella fulgorosa;
y así me habló con celestial acento,
dulce y suave en su habla melodiosa:

     «Alma noble de Mantua, cuyo aliento,
»con el renombre que aun el mundo llena,
»durará cual su largo movimiento:

     »mi amigo -no de dichas, sí de pena-
»solo se encuentra en playa desolada
»y desanda el camino que lo apena.

     »Temo se pierda, en senda abandonada,
»si tarde ya, para salvarlo, acorro,
»según, allá en el cielo, fuí avisada.

     »Por eso ansiosa en tu demanda corro;
»sálvalo con tu ingenio en su conflicto;
»¡consuélame prestándole socorro!

     »Yo soy Beatriz, que a noble acción te incito;
»vengo de lo alto, do tornar anhelo;
»amor me mueve, y en su hablar palpito;

     »mi gratitud, cuando retorne al cielo,
»hará que a Dios, en tu loor, demande.»
Callóse, y comencé lleno de celo:

     «Alma virtud, que sola hace más grande
al hombre sobre todos los nacidos,
en la esfera menor en que se expande,

     »tus mandatos son tan agradecidos,
que obedecer me tarda con afecto;
y no me digas más: serán cumplidos.

     »Mas dime, ¿cómo y por qué raro efecto
has descendido hasta este bajo centro,
del amplio sitio para ti dilecto?»

     «Pues penetrar pretendes tan adentro»,
respondió, «te diré muy brevemente
»por qué sin miedo alguno aquí me encuentro.

     »Toda cosa se teme solamente
»por su potencia de dañar dotada:
»cuando no hay daño, miedo no se siente.

     »Por la gracia de Dios, estoy formada,
»que ni me alcanza la miseria ajena,
»ni me quema esta ardiente llamarada.

     »Virgen del cielo, de bondades llena,
»del trance de mi amigo condolida,
»del duro fallo obtuvo gracia plena.

     »Llamó a Lucía y dijo enternecida:
»Tu fiel adepto tu asistencia espera:
»yo lo encomiendo a tu bondad cumplida.»

     «Lucía, de la gracia mensajera,
»vino do tengo, allá donde me encielo,
»a la antigua Raquel por compañera.

     »Beatriz -dijo-, alabanza de este cielo,
»acorre al hombre que elevaste tanto
»y que mucho te amara allá en el suelo.

     »¿No oyes acaso su angustioso llanto?
»¿No ves le amaga muerte lastimosa,
»en río que ni al mar desciende un tanto?»

     «Nadie en el mundo fué tan apremiosa,
»cual yo lo fuera, a contrastar el daño,
»después de oír aquella voz piadosa.

     »Y vine aquí, desde mi excelso escaño,
»confiada en tu elocuente hablar honesto,
»honor tuyo, y honor a nadie extraño.»

     »Después que grata díjome todo esto,
volvió hacia mí su rostro lagrimoso,
lo que me hizo venir mucho más presto.

     »Cumpliendo su deseo afectuoso,
te he precavido de la bestia horrenda
que te cerraba el paso al monte hermoso.

     »¿Por qué, pues, te detienes en tu senda?
¿Por qué tu fortaleza así quebrantas?
¿Por qué no sueltas al valor la rienda,

     »cuando te amparan tres mujeres santas
que allá en el cielo tienen su morada,
y cuando te prometo dichas tantas?»

     Cual florecilla, que nocturna helada
dobla y marchita, y luego brilla erguida
sobre su tallo, por el sol bañada,

     así se reanimó mi alma abatida:
súbito ardor el corazón recorre,
y prorrumpo con voz estremecida:

     «¡Bendita LA que pía me socorre!,
¡gracias a ti, que, fiel a su mandato,
con la verdad a la aflicción acorre!

     »Me ha llenado de bríos tu relato;
siento mi corazón fortalecido:
vuelvo a mi empresa, y tu palabra acato;

     »voy a tu misma voluntad unido,
sé mi maestro, mi señor, mi guía»
Así dije, y seguíle, decidido,

     por la silvestre y encumbrada vía.




CANTO III


[ Llega el poeta a la puerta del infierno y lee en ella una inscripción pavorosa. Confortado por Virgilio, penetran en las sombras de los condenados. Encuentran a la entrada a los cobardes que de nada sirvieron en la vida. Siguen los dos poetas su camino y llegan al Aqueronte. Caronte, el barquero infernal, transporta las almas al lugar de su suplicio a la otra margen del Aqueronte. Un terremoto estremece el campo de las lágrimas y un relámpago rojizo surca las tinieblas. El poeta cae desfallecido en profundo letargo. ]


     Por mí se va a la ciudad doliente;
por mí se va al eternal tormento;
por mí se va tras la maldita gente.

     Movió a mi Autor el justiciero aliento:
hízome la divina gobernanza,
el primo amor, el alto pensamiento.

     Antes de mí, no hubo jamás crianza,
sino lo eterno; yo por siempre duro:
¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!

     Esta leyenda de color oscuro,
que vide inscripta en lo alto de una puerta,
me hizo exclamar: «¡Cual su sentido es duro!»

     Habló el maestro, cual persona experta:
«Todo temor deseche tu prudencia;
toda flaqueza debe aquí ser muerta.

     «Es el sitio de que hice ya advertencia,
donde verás las gentes dolorosas
que perdieron el don de inteligencia.»

     Y tendiendo sus manos cariñosas,
me confortó con rostro placentero
y me hizo entrar en las secretas cosas.

     Llantos, suspiros, aúllo plañidero,
llenaban aquel aire sin estrellas,
que me bañó de llanto lastimero.

     Lenguas diversas, hórridas querellas,
voces altas y bajas en son de ira,
con golpeos de manos a par de ellas,

     como un tumulto, en aire tinto gira
siempre, por tiempo eterno, cual la arena
que en el turbión remolinear se mira.

     De incertidumbres la cabeza llena,
pregunté: «¿Quién con voz tan dolorosa
parece así vencido por la pena?»

     El maestro: «Es la suerte ignominiosa
de las míseras almas que vivieron,
sin infamia ni aplauso, vida ociosa.

     »En el coro infernal se confundieron
con los míseros ángeles mezclados,
que fieles ni rebeldes a Dios fueron;

     »los que del alto cielo desterrados,
perdida su belleza rutilante,
son por el mismo infierno desechados.»

     Y yo: «Maestro, ¿qué aguijón punzante
les hace rebramar queja tan fuerte?»
Y él respondió: «Te lo diré al instante.

     »No tienen ni esperanza de la muerte,
y es su ciega existencia tan escasa,
que envidian de otros réprobos la suerte.

     »No hay memoria en el mundo de su raza;
caridad y justicia los desdeña;
¡no hablemos de ellos; pero mira y pasa!»

     Entonces vide una movible enseña
revolotear tan temblorosamente,
que de quietud no parecía dueña.

     Detrás de ella, venía tal torrente
de muertos, que a no haberlo contemplado
no creyera a la muerte tan potente.

     Luego que algunos hube señalado,
la sombra vi del que cobardemente,
la gran renuncia hiciera de su estado:

     y comprendí de luego, ciertamente,
era la triste secta, renegada
por Dios y su enemigo, juntamente.

     Esta turba, que en vida no fué nada,
desnuda va, por nubes incesantes,
de tábanos y avispas, hostigada,

     que regaban de sangre sus semblantes,
y a sus pies con sus lágrimas caía,
chupándola gusanos repugnantes.

     A otro lado tendí la vista mía,
y vi gente a la orilla de un gran río
que en tropel a su margen acudía.

     «¿Puedo saber por qué tanto gentío»,
interroguéle, «al paso se apresura,
según columbro en este sitio umbrío?»

     Y él: « Lo sabrás, cuando la orilla
oscura del Aqueronte triste, la ribera
pisemos con la planta bien segura.»

     Temiendo que mi hablar molesto fuera,
bajé los ojos, y calladamente
seguimos hasta el río la carrera.

     Y en una barca, vimos de repente
un viejo, blanco con antiguo pelo,
que así gritaba: «¡Guay!, ¡maldita gente!

     »¡No esperéis más volver a ver el cielo:
vengo a llevaros a la opuesta riba,
a la eterna tiniebla, al fuego, al hielo!

     »Y tú, que aquí has venido, ánima viva,
vete; no es tu lugar entre los muertos.»
Y viendo que, suspenso, no me iba,

     dijo: « Por otra playa y otros puertos
encontrarás esquife más liviano
que te conduzca por caminos ciertos.»

     Y el guía a él: «Caronte, no así en vano
te encolerices, ni preguntes nada:
lo quiere allá quien manda soberano.»

     Y la lanosa faz quedó aquietada,
del nauta de la lívida laguna,
con dos cercos de fuego su mirada.

     Pero las almas lasas que él aduna,
pálidas y desnudas, baten dientes,
al escuchar su acento, cada una.

     Blasfeman de su Dios, de sus parientes,
del tiempo, del lugar y su crianza,
y de la especie humana y sus simientes.

     Y amontonada, aquella grey se avanza,
gimiendo, a la ribera maldecida,
que espera al que en su Dios no tuvo fianza.

     Caronte, de ojos de ascua enrojecida,
da la señal, y al río las arroja
con el remo, si atardan la partida.

     Como vuelve el otoño hoja tras hoja
sus despojos al suelo, cuando rasa
el mustio gajo que al final despoja,

     así de Adán la pervertida raza
obedece la voz de su barquero,
como el ave al reclamo de la caza;

     y así las sombras van en hervidero,
por las oscuras ondas, y al momento
las reemplaza en la orilla otro reguero.

     «Hijo mío», prorrumpe el maestro atento,
« los que la ira de Dios señala en muerte,
acuden en continuo movimiento

     »para vadear el río de esta suerte:
la justiciera espuela los desfrena,
el temor convirtiendo en ansia fuerte.

     »Por aquí nunca pasa ánima buena,
y si a Caronte irrita tu venida,
ya sabes tú lo que su dicho suena.»

     Y aquí, la negra tierra estremecida
tembló con furia tal, que hasta ahora siento
baña el sudor mi mente espavorida.

     La tierra lacrimosa sopló un viento,
que hizo relampaguear una luz roja,
que me postró, y caí sin sentimiento,

     cual hombre a quien el sueño lo acongoja.




CANTO IV


[ Un trueno despierta al poeta de su letargo. Sigue el viaje con su guía y desciende al limbo, que es el primer círculo del infierno. Encuentra allí las almas que vivieron virtuosamente, pero que están excluidas del paraíso por no haber recibido el agua del bautismo. Los grandes poetas antiguos. Los espíritus magnos. Después, desciende al segundo círculo. ]


     Rompió mi sueño un trueno estrepitoso,
que sacudió con fuerza mi cabeza,
y desperté, mi cuerpo tembloroso;

     y el ojo reposado, con sorpresa,
me levanté, miré en contorno mío,
por conocer el sitio con fijeza;

     y vi que estaba en el veril sombrío
del valle del abismo doloroso,
y ayes sin fin subían del bajío:

     era oscuro, profundo y nebuloso,
que aun hundiendo de fijo la mirada,
no alcanzaba su fondo tenebroso.

     Mi guía, con la faz amortajada,
dijo: «Bajemos a ese mundo ciego:
primero yo: tú, sigue mi pisada.»

     Yo, que su palidez vi desde luego,
respondí: «Si el bajar a ti te espanta,
¿quién a mi pecho infundirá sosiego?»

     «Es la angustia», dijo él, «por pena tanta,
y la piedad pintada en mi semblante;
no pienses que es temor que me quebranta.

     »Vamos: el trecho es largo y apremiante.»
Y entramos en el círculo primero,
que ceñía el abismo colindante.

     Aquí volvía el grito lastimero,
de suspiros sin fin, mas no de llanto,
que en aire eterno tiembla plañidero.

     Era rumor de pena, sin quebranto,
de hombres, niños, mujeres, numerosos,
que en turba iban girando, sin espanto.

     «Quiero sepas que espíritus llorosos
son esos que tú ves», el maestro dijo,
«antes de ir a otros antros tenebrosos.

     »No pecaron, ni el cielo los maldijo;
pero el bautismo nunca recibieron,
puerta segura que tu fe predijo.

     »Antes del cristianismo, ellos nacieron;
no adoraron al Dios omnipotente.
y uno soy yo de los que así murieron.

     »Por tal culpa aquí yacen solamente,
y el castigo, es desear, sin esperanza,
piadosa remisión del inocente.»

     Un gran dolor al pecho se abalanza,
al hallar en el limbo tanta gente,
digna de la celeste bienandanza.

     «Dime, maestro, dime ciertamente»,
pregunté, para estar más cerciorado
de la fe que al error vence potente:

     «¿Salió de esta mansión algún penado,
por méritos que el cielo le abonaba?»
Y comprendido el razonar velado,

     me respondió: «Apenas aquí entraba,
cuando miré venir un prepotente,
que el signo de victoria coronaba.

     »Sacó la sombra del primer viviente,
de su hijo Abel, y de Noé el del Arca,
y de Moisés, que legisló obediente;

     »con la de Isaac, la de Abraham, patriarca;
y a Jacob con Raquel, por la que hizo
tanto, y su prole; y a David monarca;

     »y muchos más, a quienes dió el bautizo;
que hasta entonces, jamás alma nacida
subió de esta región al paraíso.»

     Sin parar nuestra marcha de seguida,
íbamos al través de selva espesa,
digo, selva de gente dolorida.

     Casi vencida la primera empresa,
un fuego vi, que en forma de hemisferio
vencía de la sombra la oscureza.

     Sin comprender de lejos el misterio,
bien pude discernir, siquiera en parte,
que era de noble gente cautiverio.

     «¡Oh tú!, que honras la ciencia a par del arte,
¿quiénes tienen tal honra, y en qué nombre
de las almas la vida así se parte?»

     Y respondióme: «El caso no te asombre;
la fama que publica tu planeta
se propicia en el cielo con renombre.»

     «¡Honremos al altísimo poeta!
Su sombra vuelve a hacernos compañía»,
clamó una voz, y se calló discreta.

     Al expirar la voz que así decía,
vi cuatro grandes sombras por delante,
que ni dolor mostraban ni alegría.

     «¡Míralos en su gloria fulgurante!»
Dijo el maestro: «El que la espada en mano
se adelanta a los otros, arrogante,

     »es Homero, el poeta soberano;
el otro, Horacio; Ovidio es el tercero;
y el que les sigue, se llamó Lucano.

     »Como cada uno cree merecedero
el nombre que me dió la voz aislada,
me honran con sentimiento placentero.»

     Así, la bella escuela vi adunada,
del genio superior del alto canto,
águila sobre todos encumbrada.

     Luego que hubieron departido un tanto,
hacia mí se volvieron placenteros,
y el maestro sonrióse con encanto.

     Mayor honor me hicieron lisonjeros;
y dándome un lugar en compañía,
el sexto fuí, contado entre primeros.

     Y así seguimos, hasta ver del día
la dulce luz, en cuento razonado,
que es bien callar, y allí muy bien venía.

     Un castillo encontramos, rodeado
con siete muros de soberbia altura,
de un hermoso arroyuelo circundado.

     Paso el arroyo dió cual tierra dura;
siete puertas pasamos y seguimos
hasta pisar de un prado la verdura.

     Gentes de tardos ojos allí vimos,
de grande autoridad en su semblante
y que muy bajo hablaban, percibimos.

     Montamos una altura dominante,
que campo luminoso dilataba,
y que a todos mostraba por delante;

     y en el prado, que todo lo esmaltaba,
los espíritus vi del genio magno,
y de sólo mirarlos, me exaltaba.

     A Electra vi en un grupo soberano;
a Héctor reconocí, y al justo Enea;
y armado, César, de ojos de milano.

     Y vi a Camila, y vi a Pentesilea,
a la otra parte; y vide el rey Latino
que con su hija Lavinia se parea.

     Y vide a Bruto, que expelió a Tarquino;
Lucrecia y Julia y Marcia, y a Cornelia;
y solo, aparte, estaba Saladino.

     Y ante la luz, que mi mirada auxilia,
vi al maestro, que el saber derrama,
sentado, en filosófica familia:

     todos lo admiran, lo honran, se le aclama,
de Platón y de Sócrates cercado,
y de Zenón, y otros de excelsa fama:

     Demócrito, que al caso todo ha dado;
Diógenes, Anaxágoras y Tales,
y Heráclito, de Empédocles al lado;

     Dioscórides, en ciencias naturales,
el gran observador; y vide a Orfeo,
y a Tulio y Livio y Séneca, morales;

     al sabio Euclides, cabe a Tolomeo;
Hipócrates, Galeno y Avizena,
y Averroes, de la ciencia corifeo.

     Mas a todos nombrar fuera gran pena,
y así, debo dejar interrumpido
este discurso, que no todo llena.

     Quedó a dos nuestro grupo reducido:
por otra senda me llevó mi guía,
del aura quieta al aire estremecido,

     para volver a la región sombría.






CANTO V


[ Segundo círculo del infierno. Minos examina las culpas a la entrada, y señala a cada alma condenada el sitio de su suplicio. Círculo de los lujuriosos donde comienza la serie de los siete pecados capitales. Francesca de Rímini. ]


     Así bajé del círculo primero,
al segundo, en que, en trecho más cerrado,
más gran dolor aúlla plañidero.

     Allí, Minos, horrible, gruñe airado;
examina las culpas a la entrada:
juzga y manda, según ciñe el pecado.

     Digo que, cuando el alma malhadada,
ante su faz, desnuda se confiesa,
aquel conocedor de la culpada

     ve de qué sitio del infierno es presa,
y cíñese la cola, y cada vuelta
marca el grado a que abajo la endereza.

     Presente hay siempre multitud revuelta:
cada alma se declara ante su juicio;
la escucha, y al abismo baja vuelta.

     «¿Qué buscas del dolor en el hospicio?»,
gritó Minos, mirando de hito en hito
y suspendiendo su severo oficio.

     «¡Guay de quien fías, y no seas cuito!
¡No te engañe la anchura de la entrada!»
Y mi guía le dijo: «¿A qué ese grito?

     »No le interrumpas su fatal jornada:
lo quiere así quien puede y ha podido
lo que se quiere. ¡No preguntes nada!»

     Ora comienza el grito dolorido
a resonar en la mansión del llanto,
y el corazón golpea y el oído.

     Era un lugar nudo de luz, en tanto
que mugía, cual mar embravecida
por encontrados vientos, con espanto.

     La borrasca infernal, siempre movida,
los espíritus lleva en remolino
y los vuelca y lastima a su caída.

     Y en el negro confín del torbellino,
se oyen hondos sollozos y lamentos,
que niegan de virtud el don divino.

     Eran los condenados a tormentos,
los pecadores, de la carne presa.
que a instintos abajaron pensamientos.

     Cual estorninos, que en bandada espesa,
en tiempo frío, el ala inerte estiran,
así van ellos en bandada opresa.

     De aquí, de allá, de arriba, abajo, giran,
sin esperanza de ningún consuelo:
ni a menos pena ni al descanso aspiran.

     Como las grullas, que en tendido vuelo
hienden el aire, al son de su cantiga,
así van, arrastrados en su duelo,

     por aquel huracán que los fustiga.
«¿Quiénes son,» pregunté, «que en giro eterno,
el aire negro con furor castiga?»

     «La primera que ves en este infierno»,
me dijo, «emperatriz fué de naciones
de muchas lenguas, con poder superno.

     »Rota fué de lujuria, y sus pasiones
en leyes convirtió, y así la afrenta
quiso en vida borrar de sus acciones:

     »la Semíramis fué, de quien se cuenta
dió de mamar a Nino y fué su esposa,
donde hoy el trono de Soldán se asienta.

     »La otra que ves, se suicidó amorosa,
infiel a las cenizas de Siqueo;
la otra es Cleopatra, reina lujuriosa.»

     Y a Helena vi, causa y fatal trofeo
de larga lucha; y víctima de amores,
al grande Aquiles, hijo de Peleo;

     y a Paris y a Tristán, y de amadores
las sombras mil, por el amor heridas,
que dejaron su vida en sus ardores.

     Luego que supe las antiguas vidas,
sentí de la piedad el soplo interno,
desmarrido por tantas sacudidas.

     «Hablar quisiera con lenguaje tierno»,
dije, «a esas sombras que ayuntadas vuelan,
tan leves como el aire en este infierno.»

     Y díjome: «Por el amor que anhelan,
pídeles que se acerquen, y a tu ruego
vendrán, cuando los vientos las impelan.»

     Y cuando el viento nos las trajo luego,
interpelé a las almas desoladas:
«Venid a mí, y habladme con sosiego.»

     Cual dos palomas por amor llevadas
con ala abierta vuelan hacia el nido,
por una misma voluntad aunadas,

     así, del grupo donde estaba Dido,
cruzaron por el aire malignoso,
tan simpático fué nuestro pedido.

     Y exclamaron: «¡Oh, ser tan bondadoso,
que buscas al través del aire impío
las víctimas de un mundo sanguinoso!

     »Si Dios escucha nuestro ruego pío,
por tu paz rogaremos en buen hora,
pues que te apiada nuestro mal sombrío.

     »Y pues oír y hablar tu voz implora
te hablaremos prestándote el oído,
mientras el viento calla, como ahora.

     »Se halla la tierra donde yo he nacido
en la marina donde el Po desciende,
en paz con sus secuaces confundido.

     »Amor, que alma gentil súbito prende,
a éste prendó de la gentil persona
que me quitó la herida que aun me ofende.

     »Amor, que a nadie amado, amar perdona,
me ató a sus brazos, con placer tan fuerte,
que, como ves, ni aun muerta me abandona.

     »Amor llevónos a la misma muerte,
Caina, espera al matador en vida.»
Las dos sombras me hablaron de esta suerte.

     Al escuchar aquella ánima herida,
bajé la frente, y el poeta amado,
«¿Qué piensas?», preguntóme, y dolorida

     salió mi voz del pecho atribulado:
«¡Qué deseos, qué dulce pensamiento,
les trajeron un fin tan malhadado!»

     Y volviéndome a ellos al momento,
díjeles: «¡Oh, Francesca!, ¡tu martirio
me hace llorar con pío sentimiento!

     »Mas, del dulce suspiro en el delirio,
¿cómo te dió el Amor tímido acuerdo,
que abrió al deseo de tu seno el lirio?»

     Y ella: «¡Nada es más triste que el recuerdo
de la ventura, en medio a la desgracia!
¡Muy bien lo sabe tu maestro cuerdo!

     »Pero si tu bondad aun no se sacia,
te contaré, como quien habla y llora,
de nuestro amor la primitiva gracia.

     »Leíamos un día, en grata hora,
del tierno Lanceloto la ventura,
solos, y sin sospecha turbadora.

     »Nuestros ojos, durante la lectura,
se encontraron: ¡perdimos los colores,
y una página fué la desventura!

     »Al leer que el amante, con amores,
la anhelada sonrisa besó amante,
éste, por siempre unido a mis dolores,

     »la boca me besó, todo tremante...
¡El libro y el autor... Galeoto han sido...!
Ese día no leímos adelante!»

     Así habló el un espíritu dolido,
mientras lloraba el otro; y cuasi yerto,
de piedad, me sentí desfallecido,

     y caí, como cae un cuerpo muerto.




CANTO VI


[ Tercer círculo del infierno. Tormentos de los glotones, en un pantano infecto, azotados eternamente por una lluvia helada. El can Cerbero. El florentino Ciacco. Reseña de algunos florentinos famosos. Ciacco predice al poeta las desgracias de Florencia y su destierro. El juicio final, la vida futura, las penas infernales y la perfectibilidad humana en el bien y en el mal. Los dos poetas descienden al cuarto círculo. ]


     Al retornar a la razón, perdida
de los tristes amantes al lamento,
que de piedad llenó mi alma transida,

     nuevos atormentados y tormento,
miro en contorno, sea que me mueva,
o me revuelva o busque abrigamiento.

     Era el círculo tercio; fría greva,
de eterna lluvia, habitación maldita,
donde ninguna vida se renueva.

     Grueso granizo allí se precipita,
y nieve y agua negra, en aire turbio,
pudre la tierra y todo lo marchita.

     El Cerbero, animal feroz y gurvio,
por sus tres fauces ladra de continuo
y es de los anegados el disturbio.

     De negro hocico y ojo purpurino,
de vientre obeso y manos unguladas,
muerde a las almas con furor canino.

     Las sombras, por las lluvias maceradas,
ladran también cual can, y se resguardan,
unas contra las otras apiñadas,

     cuando el ataque del Cerbero aguardan;
y al verle abrir la boca sanguinosa,
temblorosas se esconden y acobardan.

     El maestro, con mano cautelosa,
cogió tierra del suelo y arrojóla
del Cerbero en la boca espumajosa.

     Y cual perro que ansioso por la gola,
sólo a tragar el alimento es dado,
y acalla su canina batahola,

     así quedó el Cerbero endemoniado,
que las almas aturde, con ladridos,
que sordo ser quisiera el condenado.

     Pasamos sobre sombras de afligidos,
que marchita la lluvia, y nuestra planta,
hollando vanas formas de dolidos.

     Del suelo allí ninguno se levanta,
y uno tan sólo se incorpora incierto,
al notar que mi paso se adelanta.

     «¡Oh, tú, que cruzas este infierno yerto!»,
me dijo, «reconóceme; yo era
después de tú nacido, triste muerto.»

     Y yo a él: «Tu angustia lastimera,
quizá te desfigura, de tal suerte
que estás de mi memoria, al pronto, fuera.

     »Dime quién eres y por qué la muerte
a este sitio te trajo de la pena,
y si a la culpa cabe otra más fuerte.»

     Y respondió: «La tu ciudad, que llena
de vil envidia ya colmó su saco,
me vio vivir allí, vida serena.

     »Los ciudadanos me llamaban Ciacco:
por la dañosa culpa de la gula
aquí me ves, bajo la lluvia, flaco;

     »mas no aquí sola mi alma se atribula,
que todos éstos igual pena lloran,
por culpa igual que a pena se acumula.»

     Le repuse: «Tus voces, que me imploran,
me hacen, Ciacco, llorar con simpatía;
mas di, ¿sabes qué espera a los que moran

     »en la ciudad que parte la porfía;
si un justo tiene, y cual la causa sea
de su discordia y tanta bandería?»

     Y él a mí: «Tras de larga y cruel pelea,
los Blancos triunfarán por varias veces,
proscribiendo de Negros la ralea.

     »Tres soles pasarán, y entre reveses
los Negros subirán, con los adeptos
que los halaguen; y con nuevas creces

     »por largo tiempo, de mandar repletos,
al abatido oprimirán por ende,
con dolor y censura de discretos.

     »Sólo hay dos justos, que ninguno atiende;
la envidia, la soberbia y la avaricia
son las tres teas que la furia enciende.»

     Calló la voz llorosa, sin caricia,
y yo dije: «Si quieres ser benigno,
bríndame tu palabra, y da noticia

     »de Arrigo, y de Teguiao de fama digno;
de Rusticucio, Mosca y Farinata,
y otros, que bien obrar fuera el destino.

     »Dime si yacen en mansión ingrata;
házmelos conocer, pues mucho anhelo
saber si el cielo con bondad los trata.»

     «Se hallan», dijo, «con almas sin consuelo,
por grandes culpas todas condenadas:
abajo las verás en hondo duelo.

     »Cuando pises las playas anheladas
del dulce mundo, piensa en mí, contrito;
y no te digo más.» Y con miradas

     siniestras, me miró muy de hito en hito:
cayó en el fango, doblegó la frente,
y entre los ciegos se perdió el maldito.

     Y el guía díjome: « Tan solamente
cuando suene la angélica trompeta,
despertarán ante su juez potente;

     »encontrarán su triste tumba quieta;
revestirán su carne y su figura,
y el fallo eterno oirán con alma inquieta.»

     Dejando atrás esta infernal mixtura,
de lluvia y sombras, con el paso lento,
nos ocupó tratar vida futura:

     «Maestro», dije, «¿este infernal tormento
se aumentará, tras de la gran sentencia?
¿Será menor, o acaso más violento?»

     Y respondió: «Pregúntalo a tu ciencia,
que quiere que los seres más perfectos
sientan mejor el bien, más la dolencia.

     »Estos réprobos, entes imperfectos,
si la alta perfección no han alcanzado,
esperan mejorar cual los electos.»

     Recorrimos el cerco condenado,
hablando de otras cosas que no digo;
y descendimos hasta el cuarto grado:

     Pluto está allí, del hombre el enemigo.




CANTO VII


[ Cuarto círculo del infierno dantesco, presidido por Pluto. Virgilio y Pluto. La avaricia castigada. Los avaros y los pródigos hacen rodar pesadas masas con el pecho. Razonamiento de Virgilio sobre la fortuna y los agentes celestes en la tierra. Los dos poetas descienden al quinto círculo. La laguna Estigia, donde yacen sumidos en el fango los iracundos. El himno de los tristes. ]


     «¡Pape Satan, pape Satan aleppe!»,
grita Pluto con voz estropajosa;
y el grande sabio, sin que en voz discrepe,

     me conforta diciendo: «No medrosa
tu alma se turbe, porque no le es dado
impedir que desciendas a esta fosa.»

     Y al demonio feroz de labio hinchado,
le grita: «Calla, lobo maldecido,
y devora tu rabia, atragantado.

     »No sin razón el viaje está emprendido:
se quiere en lo alto, do Miguel glorioso
tomó vindicta del estupro infido.»

     Cual vela inflada de aire tormentoso,
revuelta cae del mástil que ha flaqueado,
así cayó en el suelo aquel furioso.

     Y descendimos hasta el cuarto grado,
adentro del abismo doloroso
que todo el mal del mundo se ha tragado.

     ¡Oh, Dios, que en tu justicia, poderoso,
amontonas, cual vi, tanta tortura!
¿Por qué el fallo es aquí más riguroso?

     Cual de Scila y Caribdis a la altura,
onda con onda choca procelosa,
tal se choca esta gente en apretura.

     Aquí una turba hallé más numerosa,
que de una y otra parte, en sus revueltas,
con el pecho empujaba, clamorosa,

     pesos enormes; y en continuas vueltas
volvían hacia atrás, cuando chocaban,
gritando: ¿Por qué agarras? ¿Por qué sueltas?

     Así en el cerco tétrico giraban
del uno y otro lado retornando,
y las mismas injurias se gritaban.

     Y luego, el medio cerco contorneando,
se chocaban de nuevo. Yo afligido
sentí el pecho, la lucha contemplando.

     Dije al maestro: «Por favor te pido,
me digas si las sombras tonsuradas
sacerdotes en vida acaso han sido.»

     «Son viscas, como ves, tan dementadas
cual fueron», dijo, «en vida torticeras,
y en gastar su peculio inmoderadas.

     »Claro lo ladran sus palabras fieras;
y al venir de los dos puntos postremos,
su opuesta culpa lleva a sus esferas.

     »Esos sin pelo, que de un lado vemos,
fueron clérigos, papas, cardenales,
que la avaricia llevó a sus extremos.»

     Y pregunté al maestro: «Entre estos tales,
¿puedo quizá reconocer alguno
de los manchados con inmundos males?»

     Y él: «No podrás reconocer ninguno:
su mala vida, si antes fueron albos,
los cubre a todos con su tinte bruno.

     »Eternamente chocarán no salvos,
y aun en la tumba apretarán el puño
los unos, y los otros serán calvos.

     »Mal dar y mal tener, si dan terruño,
quitan el cielo, en riñas tan procaces,
que no merecen de palabra el cuño.

     »Así puedes ver, hijo, cuán fugaces
son los bienes que alarga la fortuna,
y de que son los hombres tan rapaces.

     »Todo el oro que está bajo la luna,
y el que esa grey de sombras retenía,
la paz no le dará, siquiera a una.»

     Y yo insistí: «Mas dime todavía:
esa fortuna de que tanto me hablas,
¿cómo aferra del mundo la cuantía?»

     Y él, sonriendo: «¡Qué cuestión entablas!
Quiero hacerte mamar una sentencia,
¡oh ignorante! y apúntala en tus tablas.

     »El Sapiente, en su vasta trascendencia,
hizo el cielo, y nombróle su regente,
que en todo resplandece su alta ciencia.

     »Distribuyó las luces igualmente,
y así alta potestad a los mundanos,
esplendores también dió providente.

     »Ella permuta vuestros bienes vanos
de gente en gente, y quita o los conserva,
maguer la previsión de los humanos.

     »A unos abate y a otros los preserva,
según la voluntad que yace oculta,
cual silenciosa sierpe entre la hierba.

     »No toma en cuenta vuestra ciencia estulta,
cuando juzga, dispone, da o cercena,
como deidad que sólo a sí consulta.

     »Ninguna tregua su carrera enfrena:
necesidad su marcha multiplica,
pues, cada instante, nueva cosa ordena.

     »De mala fama el mundo la sindica,
cuando debiera tributarle culto,
y el vulgo la maldice y crucifica.

     »Pero ella es buena; y sorda al torpe insulto,
leda con la criatura primitiva,
gira su rueda en medio del tumulto.

     »Entramos a región más aflictiva:
ya bajan las estrellas que alumbraban,
y la jornada debe ser activa.»

     Cruzamos los ribazos, que cerraban
los dos cercos, y hallamos una fuente
de hirvientes aguas turbias que bajaban

     por un barranco abierto en la pendiente:
orillando su margen enfangada,
descendimos por vía diferente.

     Esta triste corriente, despeñada,
forma en oscura playa maldecida
la laguna de Estigia nominada.

     Yo miraba con vista prevenida,
y vi gente fangosa en el pantano,
desnuda y con la faz de ira encendida.

     Golpeábanse entre sí, no con la mano,
mas con los pies, el pecho y la cabeza,
y se mordían con furor insano.

     El buen maestro dijo: «Aquí está presa
la grey de poseídos por la ira:
pero quiero que sepas con certeza,

     »que bajo el agua hay gente que suspira,
y la hace pulular, cual ahora vimos,
por donde quiera que la vista gira.

     »Fita en el limo, dicen: ¡Tristes fuimos,
bajo del sol que el aire dulce alegra!
¡De humo acidioso nuestro ser henchimos!

     »¡Ora lloramos en la charca negra!»
Este himno, balbuceado en voz traposa,
con el acento del dolor se integra.

     Por el contorno de la inmunda poza,
un arco recorriendo, así giramos,
viendo la turba, que en el fango goza;

     y hasta el pie de una torre al fin llegamos.




CANTO VIII


[ Los dos poetas divisan a lo lejos una torre elevada y ven brillar en ella una luz de señal a que responde otra lejana. Flegias acude con su barca, para transportarlos por la Estigia a la ciudad infernal de Dite. En el tránsito encuentran a Felipe Argenti enfangado. Los demonios de la ciudad maldita se oponen furiosos a su entrada. El maestro asegura que saldrá triunfante de la prueba, porque el auxilio divino está cercano. ]


     Digo que, prosiguiendo la jornada,
luego que de la torre al pie vinimos
fijamos en su cima la mirada.

     Dos lucecillas encenderse vimos,
y otra que a ellas al punto respondía,
tan lejana que apenas distinguimos.

     Y a aquel mar de total sabiduría,
interrogué: «¿Con quiénes corresponde
esta luz? ¿quién las otras encendía?»

     «Ya puedes ver», mi guía me responde,
«lo que aquí nos espera, si ese velo
de brumas del pantano no lo esconde.»

     Como el arco despide flecha a vuelo,
que el aire hiende toda estremecida,
miré venir un frágil barquichuelo,

     surcando la laguna corrompida,
bajo el solo gobierno de un remero,
que gritaba: «¡Llegaste, alma perdida!»

     «¡Flegias! ¡Flegias!, en vano, vocinglero,
serás por esta vez»; le dijo el guía.
«Nos pasarás tan sólo al surgidero.»

     Como quien engañado se creía,
burlado, Flegias, al tocar la orilla,
sofocaba el furor que en sí tenía.

     Descendió mi maestro a la barquilla
y me hizo entrar después junto a su lado,
mas sólo con mi carga hundió la quilla;

     así que el leño hubimos ocupado,
fué por la antigua proa el agua abierta,
con surco más profundo y nunca usado.

     Mientras cruzaba por el agua muerta,
«¿quién eres tú, que vienes antes de hora?»
Uno lleno de fango clamó alerta.

     Yo repuse: «Si vengo, es sin demora;
mas tú, ¿quién eres, ser embrutecido?»
Y él: «¡Mírame!, ¡yo soy uno que llora!»

     Y yo a él: «En luto, maldecido,
quédate con tus llantos inhumanos;
te conozco, aun de barro ennegrecido.»

     De la barca se asió con ambas manos,
y el guía dijo, pronto en el rechazo:
«¡Vete do están los perros, tus hermanos!»

     Luego ciñó mi cuello, en un abrazo,
y me besó, diciendo: «¡Alma briosa,
bendita sea quien te dió el regazo!

     »Esa que ves, un alma fué orgullosa,
sin la bondad que abona la memoria;
por eso vaga así, sombra furiosa.

     »¡Cuántos reyes de necia vanagloria,
como cerdos que buscan el sustento,
vendrán aquí, dejando vil escoria!»

     «Maestro», dije, «fuera gran contento,
hundirse verle en el inmundo cieno,
antes de que alcancemos salvamento.»

     «Antes que toques puerto más sereno»,
me dijo, «quedarás bien complacido;
tu deseo será del todo lleno.»

     Poco después vi al ente maldecido,
despedazado por fangosa gente.
¡Momento que por mí fue bendecido!

     Gritaban todos: «¡A Felipe Argente!»,
y el florentino espíritu, furioso,
en sí propio clavaba el fiero diente.

     Lo dejamos; y hablar de él es ocioso;
mas un clamor golpeábame el oído,
y abrí los ojos, y miré anheloso.

     Y el maestro me dijo: «Hijo querido,
es la ciudad de Dite; en insosiego
la habita inmenso pueblo maldecido.»

     «Ya veo sus mezquitas», dije luego,
«en el fondo del valle, enrojecidas,
cual si salieran del ardiente fuego.»

     Y él respondió: «Están así encendidas
por los eternos fuegos tormentosos,
que afocan sus entrañas maldecidas.»

     Cuando alcanzamos los profundos fosos
que cierran esta tierra desolada,
creí de fierro sus muros poderosos.

     No sin andar aún larga jornada,
llegamos do el remero gritó, alerto:
«¡Vamos! ¡Afuera! ¡Estamos en la entrada!»

     Como llovidas desde el cielo abierto,
vide almas mil gritar airadamente:
«¿Quién es aquel, que así, sin estar muerto,

     »va por el reino de la muerta gente?»
Y mi guía, sereno en el empeño,
hizo señal de hablar secretamente.

     Y gritaron, depuesto un tanto el ceño:
«Ven tú solo. Quien tuvo la osadía
de entrar vivo a este reino, sea dueño,

     »de retornar por la extraviada vía,
si es que lo puede; y tú, que lo has guiado,
quédate siempre en la mansión sombría.»

     Piensa como quedé desconsolado,
¡oh lector!, al oír esta sentencia.
¡Pensé no ver ya más el suelo amado!

     «¡Oh mi guía!, que has sido providencia,
al través de este mundo pavoroso,
del peligro salvando mi impotencia,

     »¡no me abandones!», díjele afanoso,
«y si avanzar no fuese permitido,
vuelve hacia atrás con paso presuroso.»

     Y él, que aparte me había conducido,
me dijo: «Nada temas, nuestro paso
no puede ser por malos impedido.

     »Espera aquí: reposa el cuerpo laso;
tu ánimo fortalezca la esperanza;
no pienses te abandone así al acaso.»

     Y fuése el dulce padre con bonanza,
y yo quedé en soledad sombría,
entre el sí y entre el no de la confianza.

     No pude oír qué cosa les decía,
pero temí de pronto algún siniestro,
al ver que aquella gente se escondía.

     Las puertas le cerraron al maestro,
sobre el pecho, con golpe estrepitoso;
y a mí volviendo, con el paso indiestro,

     con mirar abatido, no orgulloso,
al suspirar, exclama ensimismado:
«¿Quién me arroja del antro doloroso?»

     Y díjome: «Aunque me ves airado,
no temas nada; venceré esta prueba,
sea quien fuere el que se oponga osado.

     »Esa arrogancia para mí no es nueva:
me la mostraron en la entrada umbrosa
que cerradura para mí no lleva.

     »Viste allí la leyenda pavorosa,
de muerte. Viene, el que abrirá la puerta,
bajando solo a esta región sombrosa.

     »Sigue: la fortaleza será abierta.»




CANTO IX


[ Virgilio narra a Dante su anterior bajada a los infiernos y le explica los cuatro grados más que hay que descender. Aparición de las Furias en lo alto de la torre de Dite, que llaman a Medusa. Virgilio tapa los ojos de Dante para preservarlo de la vista maléfica de la Gorgona. Aparición de un ángel que interviene en favor de los poetas y abre con un golpe de su vara las puertas cerradas de Dite. Bajada de los poetas al sexto círculo. Los incrédulos y los heresiarcas. Tumbas ardientes con las tapas levantadas, donde yacen los sectarios del error. ]


     Mi palidez que el miedo reflejaba,
al ver que mi maestro se volvía,
contuvo la expresión que lo turbaba.

     Como quien oye y mira, así tendía
su mirada, no larga en el alcance,
en niebla espesa y en la noche umbría.

     «Pues vencer es forzoso en este lance...
a menos que...» prorrumpe; «está ofrecido...
¡mucho tarda el auxilio en este trance!»

     Bien comprendí que estaba confundido,
pues sus vagas palabras encerraban
doble contradicción en su sentido;

     pero, ellas, por lo mismo, me alarmaban,
y yo les di un sentido temeroso,
peor, tal vez, que el peligro que ocultaban.

     «¿Al fondo de este abismo misterioso,
alguno descendió del primer grado,
sin otra pena que esperar dudoso?

     »¿Y quiénes?» El maestro, interrogado,
respondió: «Pocas veces, como ahora,
hemos este camino transitado.

     »Verdad que alguna vez, y en otra hora,
bajé al conjuro de la Ericto cruda,
de sombras a sus cuerpos llamadora.

     »Mi alma estaba de carne ya desnuda,
cuando ella me hizo traspasar el muro,
buscando un alma en la mansión de Juda.

     »Es el cerco más bajo y más oscuro,
el más lejano de los altos cielos;
mas conozco el camino: está seguro.

     »Este pantano, con inmundos velos,
envuelve en torno la mansión doliente,
donde no se penetra sin desvelos.»

     Si algo más dijo, no lo tengo en mente,
pues de mis ojos la atención llamaban
los resplandores de la torre ardiente;

     y tres Furias, que súbito se alzaban,
tintas en sangre, formas espantosas
de miembros femeniles semejaban:

     ceñido el vientre de hidras muy verdosas,
y en las sienes, cual sueltas cabelleras,
cerastos y serpientes venenosas.

     Y él, que reconoció las mensajeras
de la que es reina del eterno llanto,
díjome: «¡Guarda! ¡Las Erinis fieras!

     »Esa es Megera, de siniestro canto;
Alecto es la otra, que a la diestra llora;
y en medio, Tisifone calla en tanto.»

     Laceraban, con uña torcedora,
sus pechos, y con furia tal gritando,
que me acogí a mi sombra protectora.

     «¡Venga Medusa!», grítannos, mirando.
«¡Será de dura piedra frío bulto,
de Teseo el asalto vindicando!»

     «Vuelve a la diestra, con el rostro oculto;
porque si viene, y ves a la Gorgona,
de este lugar no subirás exulto.»

     Así mi guía habló, y mi persona
hace girar, me coge de la mano,
y mis ojos cerrados precauciona.

     ¡Oh, los que sois de entendimiento sano,
comprended la doctrina que se encierra
de mi velado verso en el arcano!

     Sordo rumor, que el corazón aterra,
las ondas turbias puso en movimiento,
y estremecióse con fragor la tierra:

     no de otro modo el encontrado viento,
que del verano mueven los ardores,
sacude el bosque en soplo turbulento;

     los gajos troncha, lleno de furores,
y en polvareda los arrastra envueltos,
haciendo huir a fieras y pastores.

     Dejóme entonces ambos ojos sueltos,
mi guía, y dijo: «Ve la espuma antigua,
en esos humos densos y revueltos.»

     Como las ranas, cuando ven contigua
a la serpiente que se avanza astuta,
en fango ocultan su cabeza exigua,

     así también, toda la turba hirsuta
huyó delante de uno que avanzaba,
marchando por la Estigia a planta enjuta.

     Del rostro, el aire espeso se apartaba,
con la siniestra mano hacia adelante,
y al parecer, sólo esto le cansaba.

     Comprendí que del cielo era anunciante,
y el maestro, al mirarlo, me hizo seña
de quedo estar, y me incliné tremante.

     En torno suyo todo lo desdeña:
llega a la puerta, y con varilla leve
la abre al instante, y del umbral se adueña.

     «¡Desterrados del cielo!, ¡raza aleve!»,
así exclamó, sobre el umbral terrible.
«¿Qué loco intento esta arrogancia mueve?

     »La voluntad de Dios es invencible:
¿Por qué ponéis vuestro destino a prueba,
ante el que mide hasta la pena horrible?

     »¿Quién contra su alto fallo se subleva?
Recordad que, pelado todavía,
cuello y hocico el Cancerbero lleva.»

     Y retornóse por la inmunda vía,
sin fijarse en nosotros, con semblante
que un cuidado más íntimo mordía

     que el presente que estaba por delante.
Nos dirigimos a la ignota tierra,
fiados en su palabra dominante,

     adonde entramos sin señal de guerra;
y yo, anhelando conocer el centro,
y lo que aquella fortaleza encierra,

     al encontrarme de sus puertas dentro,
giro los ojos, y una gran campaña
llena de duelo y de tormento encuentro.

     Como en Arles, do el Ródano se encaña,
y en Pola de Quarnaro se relevan,
en el confín que a Italia cierra y baña,

     viejos sepulcros, que el terreno elevan,
tal en ella sepulcros se elevaban;
pero de más crueldad señales llevan.

     Las llamas, de uno a otro, serpenteaban,
y en fuegos más intensos abrasados,
que los que el hierro funden, se inflamaban.

     Los sepulcros estaban destapados
y del fondo salían, clamorosos,
los lamentos de tristes torturados.

     Pregunté: «¿Quiénes son los dolorosos
que, sepultados en ardientes arcas,
hacen oír gemidos tan penosos?»

     Y me dijo: «Ahí están los heresiarcas,
y turba de secuaces blasfemante,
y que son más de los que en mente abarcas.

     »Ahí están, semejante y semejante;
sus tumbas más o menos son ardientes.»
Y girando a la diestra, fué adelante

     entre muros y tristes penitentes.




CANTO X


[ Siguen los dos poetas su camino entre los muros y los sepulcros. Dante manifiesta el deseo de hablar con uno de los sepultados allí. Una sombra que se alza de uno de los sepulcros ardientes lo llama. La aparición de Farinata degli Uberti. Mientras habla Farinata con Dante, aparece la sombra de Cavalcante Cavalcanti, que pregunta por su hijo, amigo de Dante. Vuelve a hundirse en el sepulcro pensando que su hijo hubiese muerto. Sigue el diálogo entre Dante y Farinata, en que éste predice oscuramente su próximo destierro al primero. ]


     Ora el maestro sigue estrecha calle,
y yo sigo a su espalda con retraso,
entre el muro y los mártires del valle.

     «Suma virtud», prorrumpo, «que mi paso
guías en cerco impío, cual te place,
responde a mi deseo en este caso.

     »¿Puede verse la gente que aquí yace?
Cada tapa se encuentra levantada,
y nadie guardia a los sepulcros hace.»

     Y él: «Cada tumba quedará cerrada
cuando del Josafat el cuerpo yerto
vuelva a buscar el alma abandonada.

     »Yacen aquí los que creyeron cierto,
con Epicuro y todos sus secuaces,
que el alma muere con el cuerpo muerto.

     »En cuanto a la pregunta que tú me haces,
y aun a la que me callas, prontamente
satisfarán las tumbas, cuando pases.»

     Y yo: «Te abro mi pecho plenamente:
si acaso soy conciso en mi discurso,
en esto sigo tu lección prudente.»

     «¡Oh toscano, que sigues vivo el curso,
de esta mansión de fuego, tan discreto,
detén en este sitio tu trascurso!

     »Tu locuela me dice tu secreto:
has nacido en la tierra bien querida,
de que tal vez de males hice objeto.»

     De súbito, de un arca encandecida
salió esta voz, y yo, tímidamente,
junto a mi guía procuré guarida.

     El me dijo: «Retorna diligente;
contempla a Farinata levantado:
entero está mostrando cinto y frente.»

     Yo mi rostro tenía en él fijado:
él erguía su pecho y su cabeza,
como en desprecio del infierno airado.

     El maestro me impele con presteza
hacia la tumba, y dice cauteloso:
«¡En tus palabras pon gran sutileza!»

     Al llegar a su tumba, presuroso,
demandó: «¿Quiénes fueron tus abuelos?»,
mirándome con gesto desdeñoso.

     Yo, que de obedecer tenía anhelos,
no le oculté lo que saber deseaba,
y él contrajo las cejas con recelos.

     Luego me dijo: «Cuando yo bregaba,
fueron tus padres fieros adversarios:
tu familia por mí fué desterrada.»

     «Si fueron exilados por contrarios»,
le respondí, «volvieron del destierro:
este arte no aprendieron tus sectarios.»

     Surgió del borde de aquel duro encierro
otra sombra mostrando la cabeza,
y estaba arrodillada, si no yerro,

     cual si esperase ver, de duda presa,
algún otro mortal; y defraudado
viendo su anhelo, dijo con tristeza:

     «Tú que cruzas el mundo condenado,
a que por alto ingenio has descendido,
¿por qué no te acompaña mi hijo amado?»

     Y yo a él: «No solo aquí he venido:
ése que ves allí, mis pasos guía,
a quien tal vez menospreciaba Guido.»

     Su palabra, el dolor que le afligía,
revelaban el nombre del que hablaba,
por eso respondí con tal certía.

     De súbito clamó: «¿Menospreciaba,
dijiste? ¿Mi hijo no disfruta ahora
la dulce luz que el ojo le alumbraba?»

     Notando a su pregunta mi demora,
se desplomó en su fosa, lastimero,
y más no vi su faz conmovedora.

     Pero el otro, magnánimo, el primero
que me llamara, sin mudar semblante,
ni doblar la cerviz, alzóse fiero,

     y continuó: «Si un arte semejante
no aprendieron los míos en su vida,
más me duele que el lecho atormentante.

     »Cuando cincuenta veces, encendida,
gire su luz la reina de este imperio,
de tu arte la virtud verás fallida.

     »Y tú, al salir del mundo del misterio,
di: ¿por qué el pueblo en leyes sin templanza
contra los míos decretó el dicterio?»

     Y yo: «Por el ejemplo y la matanza
que enrojeció del Arbia la corriente,
se reza en nuestro templo la venganza.»

     Sacudió la cabeza, tristemente:
y dijo: «Solo, allí no estuve, y cierto,
no sin razón me puse frente a frente.

     »Empero, solo estuve en el acierto,
cuando quisieron arrasar Florencia,
y solo yo me opuse a rostro abierto.»

     «¡Pueda gozar de paz tu descendencia!»,
le dije, «más desata prevenido
el nudo que reata mi conciencia.

     »Paréceme, si acaso bien te he oído,
que tu vista los tiempos ultrapasa,
aunque el presente se halle oscurecido.»

     «Miramos, como el que es de vista escasa»,
dijo, «mas solamente lo lejano,
que aun esta luz del cielo nos abrasa.

     »Lo que existe o apremia de cercano,
nuestro intelecto a penetrar no acierta,
para saber de vuestro estado humano.

     »Y bien comprendes, yacería muerta
nuestra conciencia, desde el mismo instante
que nos cerrara el porvenir su puerta.»

     Entonces, de mi culpa contristante,
repuse: «Le dirás a ese caído
que su hijo de la luz es habitante.

     »Y que si mi respuesta he contenido,
fué porque mi cabeza preocupaba
la duda que tú me has esclarecido.»

     Mas viendo que el maestro me llamaba,
le demandé -razones abreviando-
decirme quién allí lo acompañaba.

     «Más de mil», dijo, «están aquí penando:
con Federico, al cardenal contiguo,
y otros que ni nombrar quiero, callando.»

     Y se acostó en su tumba, y al antiguo
poeta, me dirijo, meditando
sus predicciones de sentido ambiguo.

     Al seguir por la vía, caminando,
preguntóme: «¿Por qué vas desmarrido?»
Respondo, mi presagio relatando.

     «Guarda en tu mente lo que aquí has oído
en tu contra», me ordena aquel prudente.
«Ora atiende», agregó con dedo erguido.

     «Cuando el ojo te alumbre, dulcemente,
de LA que ve en el viaje de tu vida,
tú sabrás tu destino ciertamente.»

     A la izquierda del muro, de seguida,
tomamos por sendero que llevaba
a hondo valle de atmósfera podrida,

     cuya hediondez del fondo reventaba.




CANTO XI


[ Primer recinto del círculo séptimo, de cuyo fondo se desprenden hediondas exhalaciones. Tumba del papa Anastasio. Virgilio explica a Dante la condición de los tres círculos que tiene que recorrer, según el orden y la gravedad de los pecadores y de los pecados. En el primer círculo por recorrer, que es el séptimo en el orden general del infierno, están los violentos, dividido en tres jirones, en cada uno de los cuales son atormentados otras especies de violentos. El segundo círculo, o sea el octavo en el mismo orden general, es el de los fraudulentos. El tercer círculo, o sea el noveno, es el de los traidores, dividido en cuatro departamentos concéntricos. Virgilio explica a Dante la categoría de los pecados, según la distinción escolástica. ]


     Llegamos al extremo de una altura
que con peñas enormes circundaba,
donde se encierra una mayor tortura.

     La hediondez que del fondo reventaba,
nos obligó a buscar sitio abrigado
tras un peñón, que un túmulo marcaba.

     «Aquí el papa Anastasio está enterrado,
a quien desvió Fotín de su camino.»
Este epitafio estaba allí grabado.

     «Conviene descender con mucho tino»,
dijo el maestro, «a fin que nuestro olfato
a este aire se acostumbre tan dañino.»

     «Compensa», dije, «este momento ingrato,
y el tiempo aprovechemos útilmente.»
Y él: «En eso pensaba. Oye el relato:

     »Hijo mío, este círculo doliente,
tres circuitos comprende bien graduados,
cual los que antes bajamos en pendiente.

     »Están llenos de espíritus malvados:
y que te baste, al verlos en su duelo,
saber cómo y por qué son castigados.

     »Toda maldad es repugnante al cielo,
y, sobre todo, el fraude y la violencia,
que a otros causa desgracia o desconsuelo.

     »Y como vuestra humana fraudulencia
más desagrada a Dios, los fraudulentos
sufren en proporción mayor dolencia.

     »En el primero, yacen los violentos
y purgan tres delitos diferentes,
divididos en tres compartimentos,

     »A Dios, a sí y al prójimo, inclementes,
los hombres atropellan y las cosas,
cual te dirán razones evidentes.

     »Muerte violenta, heridas dolorosas,
en sí y en los demás, y en heredajes,
ruinas, incendio, expoliación dañosas;

     »el homicidio, el que comete ultrajes,
hiriendo o depredando, es tormentado
en el primer jirón, según linajes.

     »Al hombre que a sí mismo se ha matado,
no le vale el estar arrepentido,
y en el jirón segundo está enclavado.

     »Quien se priva del mundo en que ha vivido,
y el que juega o disipa patrimonio,
llora la dulce dicha que ha perdido.

     »Se hace violencia a Dios, cuando el demonio
nos hace blasfemar, dando al olvido
de bondadosa natura el testimonio.

     »Y yacen en jirón más reducido,
con signo de Cahors y de Sodoma,
los que en desprecio a Dios lo han ofendido.

     »Sigue el fraude, que muerde cual carcoma,
de que la buena fe no se recata,
y al desconfiado de sorpresa toma;

     »porque es fraude alevoso, que desata
el vínculo de amor que hace natura.
En el segundo cerco se maltrata:

     »la hipocresía, el robo, la impostura,
lisonja, augurios, dolo, simonía,
y rufianes, y toda acción impura.

     »Y como el fraude aleve, desafía
la ley de la natura, contra fianza
que el mutuo acuerdo hace nacer y cría,

     »bajo Dite, hasta el fondo que se alcanza
del universo, gimen los traidores,
en consunción, perdida la esperanza.»

     Y yo: «Son tus palabras resplandores
que alumbran este abismo tenebroso
y el rigor de estos grandes pecadores.

     »Mas dime: los que en lago cenagoso,
que lluvia y viento azotan duramente,
y chocan en lenguaje tan furioso,

     »¿por qué no están en la ciudad ardiente,
si los castiga del Señor la ira?
Si no, ¿por qué es la pena diferente?»

     Y de él a mí: «¡Cuál tu magín delira!,
niegas la ley que todo lo calcula,
porque tu mente vacilante gira.

     »Olvidas la lección que se formula
en tu Etica, que encierra tanta ciencia,
que en tres grados los crímenes regula:

     »bestialidad, malicia, incontinencia.
¿La incontinencia acaso es más solvente?
¿Ofende a Dios con menos reverencia?

     »Si meditas el punto atentamente
y recuerdas los tristes condenados
que en duelo arriba están, duelo inclemente,

     »ya verás por qué se hallan separados
estos perversos, que justicia eterna
martilla con sus golpes más airados.»

     «¡Oh sol!, ¡que sanas toda vista interna!
Es tu elocuencia para mí tan grata,
que en dudar y saber el gozo alterna.

     »Mas explica», añadí, «si no es ingrata
esta tarea, ¿por qué a Dios la usura
es más odiosa? El nudo me desata.»

     «Filosofía enseña al que la apura»,
replicóme, «y en más de una sentencia,
cual procede en su curso la natura,

     »del arte, en su divina inteligencia:
y hallarás, con tu Física en la mano,
con sólo hojear su texto, la evidencia,

     »que el arte vuestro tentaría en vano
de ser más que discípulo obediente,
que es cual nieto de Dios el arte humano.

     »El Genésis lo dice claramente
en su principio: Trabajar la vida
y progresar con ánimo valiente.

     »Ya ves cómo la usura maldecida
viola el precepto, y más a Dios ofende,
pues de natura la lección olvida.

     »Mas el Carro hacia Coro ya desciende,
y me place seguir nuestra jornada
al ver a Piscis que al oriente asciende;

     que larga del tramonte es la bajada.»




CANTO XII


[ La bajada del séptimo círculo. El Minotauro de Creta, guardián de los violentos. Virgilio recuerda el estado de la bajada antes de que pasase por ella Cristo a los limbos del infierno para rescatar las almas selectas. El río de sangre en que yacen sumergidos los violentos contra el prójimo y los tiranos sanguinarios, asaeteados por una legión de centauros. Los poetas siguen su camino por la margen del río sangriento conducidos por el centauro Neso, que hace la enumeración de los tiranos. El vado del río de sangre, acrecentado por las lágrimas de los condenados. ]


     Llegamos al lugar de la bajada,
y es tan hondo y alpestre su barranco
que la vista rehuye horrorizada.

     Como el derrumbe, que de Adige al flanco,
de este lado de Trento, se desploma,
por terremoto o sin apoyo franco,

     y de lo alto del monte, en que se aploma,
al contemplar aquel despeñadero,
no ve camino alguno el que se asoma,

     tal la cuesta de aquel derrocadero,
en cuya cima rota está acostado
el oprobio de Creta, monstruo fiero,

     que en torpe y falsa vaca fue engendrado;
y al mirarnos, mordióse furibundo,
por impotente rabia devorado.

     El sabio le gritó: «Engendro inmundo,
¿piensas mirar al príncipe de Atenas,
que con su mano te mató en el mundo?

     »¡Anda, bestia!, el que cruza tus arenas
no ha tomado lecciones de tu hermana:
viene tan sólo a ver las justas penas.»

     Cual hosco toro, que en su rabia insana
rompe sus lazos al sentirse herido,
y en brincos torpes al morir se afana,

     el Minotauro se sintió vencido;
y el guía me previno: «Salva el paso,
mientras el monstruo brama enfurecido.»

     Y descendimos por sendero eriazo,
entre espeso pedrisco que rodaba
bajo la extraña carga de mi paso.

     Iba pensando, y él, en tanto hablaba:
«Tu mente acaso por las ruinas gira,
que la domada bestia mal guardaba.

     »Quiero que sepas que en la antigua gira,
cuando bajara al fondo del infierno,
rota no era la roca que te admira;

     »pero poco antes, según bien discierno,
que AQUEL viniere, y hubo rescatado
grandes almas de Dite, a lo superno,

     »tembló todo este valle soterrado;
pensé que el universo palpitara
por el amor, que algunos han pensado

     »una vez más el mundo al caos tornara;
y entonces fue cuando esta vieja roca,
aquí, y aun más allá, se derrumbara.

     »Mas ve en el valle, que la cuesta toca
ese río de sangre en que se anega
la violencia que de otro el mal provoca.»

     ¡Oh ira loca! y ¡oh codicia ciega,
que aguijonea pasajera vida,
y aquí por siempre entre tormentos brega!

     Y una amplia fosa en arco vi extendida,
que en el llano sin fin se dilataba,
cual dijera mi escolta prevenida.

     En torno en fila, una legión giraba
de centauros, con arco y flecha armados,
como en el mundo a caza se aprestaba.

     Al vernos descender, quedan parados,
y avanzan tres, ligeros como el viento,
con las flechas en arcos preparados;

     y uno nos grita: «¿Cuál es el tormento
que buscando venís por esta cuesta?
Responded o disparo en el momento.»

     Y el maestro repuso: «La respuesta
daremos a Quirón, no a ti, poseso
del frenesí, que tanto mal te cuesta.»

     Tocóme el hombro y dijo: «Mira a Neso,
que murió por la bella Deyanira,
y en sí mismo vengó su loco exceso.

     »Ese del medio, que su pecho mira,
es el grande Quirón, ayo de Aquiles;
el otro es Folos, que aun palpita en ira.

     »Esos que en torno al foso van por miles,
asaetan las almas anegadas,
que exceden, según culpa, sus perfiles.»

     Cerca ya de estas fieras agitadas.
Quirón coge una flecha, con que choca
sus barbas, que echa atrás de las quijadas;

     y descubierto que hubo su gran boca,
dijo a los suyos: «¿Quién es el que advierto
que mueve todo cuando al paso toca?

     »De ese modo no marcha el pie de un muerto.»
Y mi guía, que el pecho había tocado,
de aquellas dos naturas en concierto,

     le respondió: «Un vivo que ha bajado
hasta el fondo del valle tormentoso,
no por placer, mas por deber llamado.

     »Una santa, que el cántico glorioso
suspendió de aleluya, dio este encargo:
no es un ladrón, ni soy un criminoso.

     »Por esa gran virtud, que sin embargo
mueve los pasos míos, dame un guía
que de enseñar la ruta se haga cargo,

     «y nos indique el paso de la vía,
llevando a la gurupa este viviente,
que no es sombra que al aire desafía.»

     Quirón volvió a la diestra prontamente,
y dijo a Neso: «Guárdalos cuidoso,
contra quien detener su marcha intente.»

     Con tal escolta, a paso presuroso,
recorrimos aquel lago bermejo,
de condenados sitio doloroso,

     que a unos la sangre llega al entrecejo;
y el gran centauro dice: «Son tiranos
de sangre y robo por su mal consejo,

     »que así lloran sus daños inhumanos:
Alejandro, Dionisio de alma fiera,
que tristes años dio a los sicilianos;

     »y esa frente de negra cabellera,
es Azzolino; el rubio que está al lado,
Obizzo de Este, que, por voz certera,

     »se dice por su hijastro asesinado.»
Y el poeta me dijo: «Yo te sigo:
ve delante por Neso custodiado.»

     A poco trecho, vi, por gran castigo,
gente anegada en sangre, que asomaba
a su lívida cabeza sin abrigo.

     Allí, una sombra solitaria estaba,
y el centauro me dijo: «Este malvado
partió el pecho que el Támesis amaba.»

     A muchos conocí, bien que turbado,
que asomaban no sólo la cabeza,
sino también el busto ensangrentado.

     Como el río de sangre va en bajeza,
y al pie de los centauros sólo alcanza,
esguazamos el vado muy de priesa.

     «Si ves que el río por aquí se amansa»,
me dijo Neso, «entiende que adelante
es más profundo cuanto más se avanza.

     »Allá en su fondo, yace agonizante
la tiranía, y anegada gime,
cual conviene a su especie malignante.

     »La divina justicia así reprime,
con Atila, flagelo de la tierra,
a Pirro y Sexto; y eternal exprime

     »su llanto en el hervor que el río encierra,
a uno y otro Rinier, que alevemente
hicieron en caminos tanta guerra.»

     Y el vado repasó ligeramente.




CANTO XIII


[ El bosque estéril. El nido de las arpías. Los árboles doloridos. Segunda zona de los violentos contra sí mismos y su castigo. Diálogo con Pietro della Vigna. Dos almas perseguidas por perros hambrientos. Castigo de los suicidas y de los destructores de bienes. Estado futuro y tormento perpetuo de los suicidas después del juicio final. ]


     No bien el río repasara Neso,
a un bosque entramos en la riba opuesta,
al que ningún sendero daba acceso.

     Fosco, sin el verdor de la floresta,
ni sus frutos, en ramas anudadas,
la ponzoñosa espina todo infesta.

     No más ásperas son ni enmarañadas,
de Cecina a Corneto, las sombrías
guaridas de las fieras ahuyentadas.

     Allí forman su nido las arpías,
que echaron de Estrofade a los Troyanos,
con amagos de tristes profecías.

     Tienen alas, con cuello y rostro humanos;
vientre plumoso, pies con garras duras,
y se quejan con gritos deshumanos.

     «Antes de penetrar a otras honduras,
debes saber», comienza el buen maestro,
«que, del segundo cerco, las tristuras

     »te han de seguir hasta arenal siniestro;
que, si bien ves, te servirán de guía,
para dar fe de la verdad de mi estro.»

     Doquier, hondos lamentos percibía,
sin ver a nadie en torno, de manera
que desmarrido el paso detenía.

     Yo creo que él creyó que yo creyera
que las voces las daban las gargantas
de gente que a la vista se escondiera,

     y así me habló: «Si de una de esas plantas
tronchas un gajo, tú verás cuán vanos
son los presentimientos que adelantas.»

     Rompí una frágil rama con mis manos:
en negra sangre las miré bañadas,
y el tronco nos gritó: «¿Por qué, inhumanos.

     »me destrozáis?» Y en voces desoladas,
vertiendo sangre, repitió lloroso:
«¿Por qué me herís con manos despiadadas?

     »Hombres fuimos en tiempo más dichoso;
lo debieras saber, más apiadado,
aun del alma de un áspid venenoso.»

     Tal como leño verde arde de un lado,
y llora por el otro, y juntamente
chirrea por el aire dilatado,

     de tal manera, el vástago doliente,
sangre y palabras a la vez vertía,
y lo solté como quien miedo siente.

     Y mi guía le dijo: «El no creía
que laceraba tu alma, despiadado,
porque acaso olvidara lección mía.

     »Si su mano inconsciente yo he guiado,
fué para hacerle creer en lo increíble:
perdona por haberte lastimado,

     »y dile quien tú fuiste, alma sensible,
para que pueda hacer, en desagravio,
en el mundo tu fama revertible.»

     Y el tronco dijo: «Tú hablas como sabio,
tan dulcemente con palabras graves,
que aun dolorido se desata el labio;

     »yo soy aquel que tuvo las dos llaves
del corazón de Federico, en ansa,
que abrían y cerraban manos suaves.

     »A todos alejé de su confianza,
y mi oficio cumplí con tal desvelo
que la vida gasté con la privanza.

     »La meretriz, que impúdica en su anhelo,
en los palacios, clava la mirada,
vicio de cortes y de todos duelo,

     »inflamó contra mí la turba airada,
y del favor del César despojado,
en luto mi fortuna fué trocada.

     »Y en mi despecho, al verme despreciado,
yo, pensando rehuir mi suerte triste,
injusto, contra mí, me he castigado.

     »Por la raíz del árbol que me viste,
juro fuí siempre fiel a los favores
del César, que de honor todo reviste.

     »Y si vuelves a ver los esplendores
del mundo, desagravia mi memoria,
que la envidia manchó con sus negrores.»

     «Pues que te habla con voz conciliatoria,
pregunta a tu sabor», dijo mi guía,
«aprovechando la hora transitoria.»

     Y yo a él: «Pregunta todavía
lo que debo saber, pues, persuasivo,
en mi congoja hacerlo no podría.»

     Y díjole: «Espíritu cautivo,
éste, por mi intermedio, te pregunta,
al acoger tu ruego, compasivo,

     »que, pues que tu alma doble ser asunta,
¿si, libre de nudosas ataduras,
puede volar del tronco a que se junta?»

     El árbol suspiró con ansias duras,
y convirtióse en voz aquel resoplo,
clamando: «Te diré mis amarguras.

     »Cuando un alma feroz lanza su soplo,
y abandona su cuerpo, Minos fiero
la echa al séptimo grado en que me acoplo:

     »cae en la selva, sin lugar certero,
allí, donde el acaso la derrama,
como grano de trigo tardatero.

     »Surge un arbusto de silvestre rama;
las arpías, que se hartan con su hoja,
abren ventanas al dolor que clama.

     »Como el alma del cuerpo se despoja,
la sombra buscará su vestidura,
que no es justo revista el que la arroja.

     »Aquí la arrastrará, y en la espesura
de la selva infernal será colgada
a la sombra del árbol de tortura.»

     A la espera que el alma atormentada
prosiguiese, rumor estrepitoso
sentimos con sorpresa en la enramada,

     como el que escucha cazador celoso,
cuando siente los perros y la fiera
y el ramaje crujir del bosque umbroso;

     que rompiendo a la izquierda la barrera,
vimos venir, desnudos y sangrientos,
dos condenados en veloz carrera.

     «¡Ven, oh muerte!», con lúgubres acentos
grita el uno, y el otro grita ansioso:
«Lano, tus pies no fueron tan violentos

     »de Toppo en el combate desastroso.»
Y exánime, la sombra retardada
confúndese con un arbusto hojoso.

     A la espalda, la selva vi poblada
de perras negras, flacas, deshambridas,
cual de lebreles, jauría desatada.

     que al mísero escondido, enfurecidas,
clavan el diente, y parten en pedazos,
y arrastran sus reliquias doloridas.

     Mi guía entonces me ofreció sus brazos,
y me mostró el arbusto, que vertía
llanto de sangre por sus hondos trazos.

     Jacobo Sant'Andrea le decía
a la sombra: «¿Por qué te has amparado
de mi tronco, si culpa no tenía?»

     Habló el maestro, y se paró a su lado:
«¿Quién fuiste tú, que por tus llagas lloras
con la sangre que sopla tu costado?»

     Y él respondió: «¡Oh! almas bienhechoras,
que contempláis este doliente estrago
y miráis esas hojas voladoras,

     »¡volvedlas al redor del tronco aciago!
Yo fuí de la ciudad que en el Bautista
cambió el primer patrón, quien con su amago,

     »por eso, siempre, en guerra, la contrista;
y a no ser que del Arno sobre el puente
aun quedan sus vestigios a la vista,

     »al refundarla su patricia gente,
sobre cenizas -que de Atila es traza-
habría trabajado vanamente.

     »Yo en horca mía convertí mi casa.»




CANTO XIV


[ Tercer jirón del círculo séptimo. El arenal estéril y la lluvia de fuego. Castigo de los violentos contra Dios, contra la naturaleza y contra el arte. Las sombras condenadas. Capaneo desafiando las penas del infierno. Río sanguinoso y bullente. Virgilio explica a Dante el origen de los ríos misteriosos del infierno. Los dos poetas continúan su viaje infernal. ]


     Por amor patrio y caridad movido,
recogí aquellas hojas esparcidas
y volvílas al árbol dolorido.

     Estamos en las zonas repartidas
del segundo jirón, que va al tercero,
que son de alta justicia las medidas.

     Y como bien manifestar yo quiero
cosas nuevas que vi, digo, llegamos
a una landa, de plantas no criadero.

     La dolorida selva que dejamos,
le sirve de guirnalda, a par del foso,
y el fatigado pie aquí asentamos.

     Era un espacio estéril y arenoso,
como lo fuera el campo que otros días
holló la planta de Catón famoso.

     ¡Oh, venganza del cielo! ¡Tú debías
el pecho estremecer de mis lectores,
al relatar estas visiones mías!

     Almas desnudas vi, que entre dolores
lloraban miserables, soportando,
de leyes diferentes los rigores.

     Las unas sin cesar andan girando;
yacen otras, tendidas en el suelo,
o sentadas, el cuerpo doblegando.

     Las del contorno sufren sin consuelo,
y las del centro menos, el tormento,
pero su lengua es más intensa en duelo.

     El arenal bañaba un fuego lento,
que llovía en tranquilas llamaradas,
como en los Alpes cae nieve sin viento.

     Como Alejandro contempló abrasadas,
de la India en las cálidas regiones,
las tierras por su ejército ocupadas;

     y ordenó prevenido a sus legiones.
a medida que el fuego les llovía,
sofocarlo debajo sus talones;

     así el eterno incendio descendía:
cual bajo el pedernal yesca se enciende,
el arenal doliente se encendía.

     De un lado y otro aquella grey se extiende,
para rehuir las llamas fulgurosas,
y con las pobres manos se defiende.

     «Maestro, pues que sabes tantas cosas,
salvo de Dite a los demonios fieros»,
le dije, «abrir las puertas sigilosas,

     «¿quién es aquel de gestos altaneros,
que el fuego desafía allá tendido,
sin quejarse, entre tantos lastimeros?»

     Como si hablara de él fuese entendido,
al maestro gritó, con ceño fiero:
«Como muerto me ves, tal he vivido.

     »Bien puede Jove fatigar su herrero,
al que el rayo le dio de punta aguda,
con que me hirió en momento postrimero:

     »que llame uno por uno, de remuda,
su negra gente, horror de Mongibelo,
y que grite: Vulcano, ¡ayuda!, ¡ayuda!

     »Como hizo en Flegra, en gigantesco duelo,
que por todos sus rayos fulminado,
nunca humillarme logrará su anhelo.»

     Con acento severo y esforzado,
dijo mi guía: «¡Ni aun aquí depones,
Capaneo, tu orgullo desalmado!

     »A tu arrogancia, tu castigo impones:
ningún martirio puede, en su clemencia,
alcanzar a la rabia que le opones.»

     Y vuelto luego a mí, con complacencia,
me dijo: «Es uno de los siete reyes,
que a Tebas asedió, y que su demencia

     »aun desprecia de Dios la altas leyes;
y por su propio orgullo es castigado.
Mas tú te cuida que la arena huelles;

     »rehuye el pie del círculo inflamado;
marcha siempre del bosque por la vera,
y sígueme con paso recatado.»

     Y vi brotando de la selva afuera
un arroyuelo de aguas sanguinosas,
cuya vista mi pecho estremeciera.

     Cual Bulicamo de aguas vaporosas,
que comparte entre sí la prostituta,
cruzaba aquellas playas arenosas,

     con márgenes y fondo en piedra bruta;
y vi que, libres de la ardiente arena,
por allí seguiría nuestra ruta.

     «De todo cuanto tu cabeza llena,
desde que entramos por la puerta aciaga,
cuyo umbral para nadie se cercena,

     »nada verás que tanto pensar te haga,
como las aguas del presente río,
que en su corriente toda llama apaga.»

     Estas palabras dijo el maestro mío,
y le rogué me diera, generoso,
el moral alimento por que ansío.

     «En medio al mar se halla un país ruinoso»,
me dijo entonces: «Creta era su nombre:
casto fué el pueblo bajo un rey famoso.

     »De Ida el monte está allí, con su renombre,
que antes tuvo sus aguas y verdores,
aunque al presente su aridez asombre.

     »La cuna allí de su hijo, en sus dolores,
puso de Rhea el material cuidado,
sus llantos apagando con clamores.

     »Dentro del monte, un viejo agigantado
se halla, la espalda hacia Damieta dada,
y a Roma como a espejo está encarado.

     »De oro puro la testa está formada;
los brazos son de plata, como el pecho,
y de cobre, del pecho a la horcajada.

     »De fierro el resto de su cuerpo es hecho,
excepto un pie, que lo es de tierra cota;
sobre él gravita, y éste es el derecho.

     »Esta armazón por grietas está rota,
-excepto el oro- y lágrimas derraman,
que la gruta perforan con su gota,

     »y a esta parte del valle se esparraman:
de aquí, Aqueronte, Estigia, y asimismo
el Flegetón, que al cabo se derraman

     »por un canal que baja hasta el abismo,
y forman el Cocito, triste lago,
y que muy pronto mirarás tú mismo.»

     Yo le observé: «Pues este arroyo aciago
deriva así de nuestro propio mundo,
¿por qué sólo aparece en curso vago?»

     »Esta región va en ámbito rotundo»,
repuso, «y vamos por su izquierdo lado,
antes de descender a lo profundo.

     »Aun el círculo entero no has andado;
y si algo nuevo acaso se presenta,
no debes tú quedar maravillado.»

     Y yo a él: «¿Dó Flegetón se asienta?
¿Dó el Leteo, que acaso has olvidado,
y el que con esta lluvia se acrecienta?»

     «Tu preguntar en mucho es de mi agrado»,
dijo; «mas el color del agua roja
debe haberte por mí ya contestado.

     »El Leteo verás, donde se arroja,
para lavarse, el alma arrepentida,
cuando la culpa ya no la acongoja.

     »Ya es hora que emprendamos la partida,
para salir del bosque; la pendiente
bajarás del arroyo en mi seguida,

     »que allí se extingue este vapor ardiente.»




CANTO XV


[ Marcha de los dos poetas por la margen de un arroyo, rodeando el séptimo círculo ardiente de la tercera sección del infierno. Castigo de los violentos contra la naturaleza, o los sodomitas. Encuentro con una banda de condenados. Brunetto Latini, maestro de Dante. Diálogo entre Dante y Brunetto Latini. Brunetto Latini predice a Dante su porvenir. Le da noticia de algunos doctos y literatos que lo acompañan en su tormento. ]


     Ora marchamos por la margen dura
sombrío arroyuelo, que humeante
salva del fuego el agua y su cintura,

     cual los flamencos, entre Bruge y Gante,
contra marea que su costa aventa,
forman reparos, y huye el mar delante;

     y como los paduanos en el Brenta
defienden sus hogares y sus muros,
antes que el Chiarentana calor sienta:

     a imagen tal, aquellos antemuros
eran, si no tan gruesos y elevados,
que labraron artífices oscuros.

     Ibamos de la selva distanciados,
tanto que al revolver la vista errante,
no alcanzara sus bordes sombreados.

     Encontramos aquí turba vagante
de condenados, que con vista alerta
parecía mirarnos, vacilante,

     cual de la nueva luna en luz incierta,
u ojo, que encoge su movible orilla,
de sastre viejo que a enhebrar no acierta.

     Al avistar a la infernal cuadrilla,
uno me conoció, y asió mi sayo,
y asombrado exclamó: «¡Qué maravilla!»

     Yo lo miraba en tanto de soslayo,
sin poder conocerlo por su aspecto,
tan renegrido estaba en su desmayo;

     mas de pronto alumbróse el intelecto,
y ante su faz tostada doblegado,
lo interrogué: «¿Sois vos mi seor Brunetto?»

     Y él: «Hijo mío, sea de tu agrado,
de Brunetto Latino en compañía,
ir detrás de esas almas apartado.»

     Yo dije: «Lo desea el alma mía;
y si quieres me siente aquí a tu lado,
lo haré, si acaso lo permite el guía.»

     «Hijo», repuso, «me hallo destinado
a no parar jamás, bajo condena
de cien años de fuego continuado.

     »Alargando un momento mi cadena,
yo seguiré, de tu sayal asido,
como quien llora su perpetua pena.»

     Como hombre de respeto poseído,
bajé la frente, sin dejar la vía,
por el muro del borde protegido.

     «¿Cómo, antes de tocar tu postrer día,
has podido llegar hasta esta arena?»
«¿Quién», dijo, «el ser que en ella así te guía?»

     «Allá en la tierra, en vida más serena»,
le respondí, «perdíme en selva umbría,
antes de hallar mi edad su cuenta plena.

     »Ayer mañana, al desandar la vía,
éste se apareció, me puso en ella,
y a casa me condujo, como guía.»

     Y él a mí: «Conducido por tu estrella
tú llegarás al glorioso puerto,
si bien pude augurar, en vida bella.

     »Y si no hubiese por entonces muerto,
al ver al cielo para ti benigno,
yo te hubiese alentado de concierto.

     »Mas ese pueblo, ingrato y tan maligno,
de Fiésola nacido, en su natura
aun es tan duro cual peñasco alpino.

     »Pagará tu virtud con amargura;
y es natural que en tierras esquivosas
de la virtud el higo no madura.

     »Tradiciones del mundo muy famosas
de sórdido y soberbio lo han tachado:
¡Guárdate de sus mañas envidiosas!

     »Te buscarán del uno y otro lado,
con avidez y honor; pero la hierba
a su pico será fruto vedado.

     »De Fiésola a las bestias, se reserva
su propio pasto, sin tocar la planta,
si alguna en sus eriales se conserva

     »en que reviva la semilla santa
de los romanos, cuando en sucio nido
se convierta de malicia tanta.»

     «Si el cielo mi plegaria hubiese oído»,
repúsele, «aun ledo gozarías
de la natura humana que has perdido.

     »Presente están en las memorias mías
tu cara imagen y tu amor paterno,
cuando enseñabas, en mejores días,

     »de cómo un hombre puede hacerse eterno;
y grato a tu enseñanza, mientras viva,
diré como en mi lengua lo discierno.

     »Cuando tu predicción mi mano escriba,
la guardaré, para que explique el texto ,
santa mujer, si alcanzo más arriba.

     »En tanto, que te sea manifiesto
que la conciencia tengo sosegada,
y al vaivén de la suerte estoy dispuesto.

     »No es nueva a mis oídos tal llamada;
y así, ruede fortuna, de su grado,
y el labrador trabaje con su azada.»

     Volvió el maestro la cabeza al lado
y me dijo, mirando atentamente:
«Bien has oído y bien has anotado.»

     Yo continué mi plática pendiente
con seor Brunetto, y le pedí nombrara
los más famosos de su negra gente.

     «El tiempo es corto y la palabra rara
para tan largo cuento; pero es bueno
de uno de ellos tener noticia clara.

     »Todos chuparon del saber el seno,
y fueron literatos de gran fama,
que un mismo vicio revolcó en el cieno.

     »Entre esa turba que revuelta brama,
está Francisco Accorso con Prisciano;
y ese otro inmundo, que atención reclama,

     »que el siervo de los siervos soberano
trasladó desde el Arno a Bachigliones,
donde dejó sus nervios el malsano.

     »Aquí concluyo, y basta de sermones:
quisiera ser más largo, mas ya veo
surgir del arenal más nubarrones.

     »Gente viene que no es de mi apareo;
te queda mi Tesoro encomendado:
aun vivo en él, y nada más deseo.»

     Y se volvió, corriendo apresurado,
cual los que el paño verde de Verona
se disputan, y, en vez de condenado,

     fuése cual vencedor tras la corona.




CANTO XVI


[ Continuación del tercer aro del séptimo círculo. El rumor de las aguas que corren al Flegetón. Encuentro con otra mesnada de sodomitas. Tres florentinos ilustres manifiestan a Dante sus ideas sobre el estado político, moral y civil de su patria. Amarga respuesta del poeta. En el centro del círculo el agua del Flegetón se precipita en el vasto pozo del círculo inferior. La soga del poeta con que Virgilio atrae al monstruo del Flegetón. Aparición del monstruo del fraude. ]


     Llegué hasta un sitio en que el rimbombo oía
del agua, cual rumor de una colmena,
que a otro círculo oscuro descendía,

     y vi venir por la inflamada arena
tres sombras, que corrían juntamente,
bajo la áspera lluvia de la pena.

     Y gritaban de lejos: «¡Tú, detente!
que, según por el hábito colijo,
eres también de la perversa gente.»

     ¡Al recordarlo, con horror me aflijo!
¡Miré en sus miembros las sangrientas llagas
que el fuego abriera con afán prolijo!

     Dijo el maestro: «A esas tres almas vagas
espéralas al borde de esa meta,
a fin que sus deseos satisfagas.

     »Y a no ser de ese fuego la saeta,
que cruza el arenal, yo te diría
que buscarlas sería acción discreta.»

     Al pararnos, su queja repetía
el grupo de los tres, y aproximados
a nosotros, en rueda se movía.

     Como atletas desnudos, de óleo untados,
buscan aventajar al enemigo,
antes de combatir, precaucionados,

     tal se encaraban todas tres conmigo,
girando siempre, vueltas las cabezas
a inversa de los pies, por su castigo.

     «Si de este horrible sitio las crudezas
vuelve desprecio al ruego que te llama,
al contemplarnos de miseria presas,»

     una clamó, «que al menos nuestra fama
te apiade, y dinos cómo aquí has venido,
con pies de vivo por infierno en llama.

     »Este que ves, desnudo y consumido,
y cuyas huellas piso, poderoso,
más que lo piensas, en un tiempo ha sido.

     »Por la mente y la espada muy glorioso,
fué nieto de la púdica Gualdrada:
Guido Guerra es su nombre, asaz famoso.

     »El que sigue en la arena mi pisada
es Tejazo Aldobrandi, y su memoria
en el mundo debiera ser amada.

     »Y yo en cruz como víctima expiatoria,
Jacobo Rusticucci soy, que peno
por mi fiera mujer infamatoria.»

     De no tenerme el fuego, como un freno
con las sombras me habría yo mezclado,
y habríalo aprobado el maestro bueno;

     temor de ser con ellas abrasado
contuvo el movimiento generoso
que mis brazos llevaba de su lado.

     Respondí: «Sentimiento tan piadoso,
y no desprecio, inspira vuestro estado
que su recuerdo me será angustioso.

     »Cuando mi guía me hubo señalado
vuestras tres sombras, comprendí al momento
que erais gente de nombre levantado.

     »De vuestra tierra soy; yo siempre atento
vuestros nombres honré y altas acciones,
oyéndolas con grato sentimiento.

     «Dejo la hiel, y los más dulces dones
del fruto busco que me está brindado:
mas debo descender a otras regiones.»

     «¡Tu alma conduzca al cuerpo afortunado»,
repusieron, «y viva luminoso,
después de ti, tu nombre perpetuado!

     »Mas dinos si el coraje generoso
nuestra ciudad habita todavía,
o si sufrió destierro ignominioso,

     »pues Guillermo Borsier, que ha poco expía,
en nuestra compañía, su arrogancia,
nuevas nos da, que dan melancolía.»

     «La gente nueva, y súbita ganancia,
orgullo y desmesura han generado.
¡Oh, Florencia, ya lloras tu jactancia!»

     Así exclamé con rostro levantado,
y los tres se miraron tristemente,
cual mira el que verdades ha escuchado.

     «Si así siempre respondes a la mente,
con tan fácil palabra y noble anhelo,
¡seas feliz!», clamaron juntamente.

     «Si dejas la mansión de eterno duelo,
al contemplar la bóveda estrellada,
Yo estuve allí, dirás allá en el suelo.

     »¡Y habla de nuestra suerte malhadada!»
Y el cerco rompen y huyen velozmente,
como si su ágil planta fuese alada.

     No se dice un amén tan prontamente,
como tardara al grupo ver perdido.
El maestro partir creyó prudente.

     Iba tras él, y súbito el ruido
de un agua torrentuosa, que rugiente
cerca caía, asorda nuestro oído.

     Como el río que corre hacia el oriente
por la siniestra falda de Apenino,
y Aguaquieta es de Veso en la pendiente,

     hasta perder su nombre en el camino,
donde Forli se llama, y luego inquieto,
de nombre cambia, y baja en torbellino

     de los Alpes, do está San Benedetto,
rimbombando, en barranco soterrado
que a mil monjes daría albergue quieto,

     así, de un gran ribazo levantado,
caía despeñada el agua oscura,
cuyo fragor teníame asordado.

     Llevaba yo una cuerda a la cintura,
y con ella pensé ver enlazada
la onza de la pintada vestidura.

     Cuando del cinto estuvo desatada,
según me lo ordenara mi maestro,
se la entregué, revuelta y enrrollada.

     Volviéndose hacia el costado diestro,
tomó distancia, y, con potente brazo,
la echó en el fondo del raudal siniestro.

     Dije entre mí: Sin duda, raro caso
el ojo experto del maestro cela:
algo de nuevo se prepara al paso.

     ¡Cuán falible es del hombre la cautela,
que penetrar pretende lo imprevisto,
cuando otra mente su pensar devela!

     Dijo el maestro: «Acudirá bien listo:
aquí lo espero, y mirarán tus ojos
lo que sueñas, y es bueno sea visto.»

     Siempre que la verdad, en sus antojos,
muestre faz de mentir, callar se debe,
para no merecer tristes sonrojos:

     mas la verdad esta Comedia mueve,
y por sus versos, ¡oh, lector!, te juro
(que espero alcanzarán vida no breve)

     que vi venir por aquel aire oscuro,
nadando en el abismo, una figura
que asombraría al pecho más seguro:

     iba cual buzo, que surgir se apura,
cuando desprende un ancla del escollo,
u otra cosa en el mar, y que asegura

     brazos y pies en alternado arrollo.




CANTO XVII


[ Descripción del monstruo Gerión, imagen del fraude. Mientras Virgilio negocia con Gerión el pasaje del abismo, Dante va a visitar el último jirón del séptimo círculo. Los usureros, o sea los violentos contra sí y contra el arte (V. canto XI). Grupo de condenados bajo una lluvia de fuego con bolsas blasonadas colgadas al cuello. Retorna Dante a donde había dejado a Virgilio. Los dos poetas descienden al octavo círculo en hombros de Gerión. ]


     «¡Esta es la fiera de aguzada cola,
que montes pasa, rompe armas y muros,
que el mundo apesta y todo lo desola!»

     Así empezó el maestro sus conjuros
y a la fiera hizo seña de ir avante,
hasta la margen de peñascos duros.

     ¡Del fraude aquella imagen malignante,
vino, y sacó su testa con su busto,
mas la cola quedó siempre flotante!

     Era su cara la del hombre justo,
en lo exterior, y cual serpiente el resto,
de aire benigno y sin semblante adusto.

     Largo vello en el brazo sobrepuesto;
el dorso, el pecho, con sus dos costados
con pintado dibujo, bien apuesto.

     Turcos y tártaros nunca más pintados
paños lucieron, ni tejiera Aracna
con más primor los suyos, matizados.

     Como se ve en la playa una tartana,
una mitad adentro y otra afuera;
como entre tosca gente tudescana,

     el castor de su pesca está a la espera;
así la bestia, entre torrente y playa,
estaba con el medio cuerpo afuera.

     Su cola ponzoñosa al aire explaya,
con doble dardo de escorpión, que gira,
y que a uno y otro lado la soslaya.

     Y díjome el maestro: «Cuida y mira;
rodear conviene nuestra vía un tanto,
para alcanzar la bestia que se estira.»

     Tras sus huellas bajando me adelanto,
y unos diez pasos a derecha dimos,
por salvar de las llamas el espanto.

     Cuando la bestia cerca ya tuvimos,
más adelante, en la incendiada arena,
turba yacente en el abismo vimos.

     Dijo el maestro: «Una experiencia plena
debes llevar de este profundo grado:
ve a mirar los penados y su pena.

     »Cuida en palabras ser muy mesurado;
y mientras vuelves, yo a este monstruo pido
que nos preste su lomo reforzado.»

     Solitario, costeando pavorido
el séptimo jirón, fuí donde estaba
sentado aquel enjambre dolorido.

     A sus ojos la pena se asomaba;
de aquí, de allá, prestábanse la mano
contra el fuego que a todos abrasaba.

     No de otro modo el can, en el verano,
hocico y pata opone a mordeduras
de los insectos, con empeño vano.

     Contemplé más de cerca sus figuras,
sin conocer ninguno, tan surcado
su rostro estaba de hondas quemaduras.

     Del cuello de cada uno vi colgado
un saco de color, con cierto signo,
que contemplaban ellos con agrado.

     Al mirarlos, siguiendo mi camino,
un saco vi de leones blasonado,
de color amarillo y azulino.

     Y observando después con más cuidado,
ánade sobre tinta sanguinosa,
blanco más que la leche, vi pintado.

     Y uno de saco blanco, en que, azulosa,
noté preñada puerca, quien esquivo
preguntóme: «¿A qué vienes a esta fosa?

     »Vete de aquí; y pues te encuentras vivo,
sabe que mi vecino Vitaliano
a mi izquierda estará también cautivo.

     »Entre esos florentinos, yo paduano,
el oído me atruenan con su pico,
gritando: «Venga el rico soberano,

     »que la bolsa trará de triple-pico.»
Y contrajo la boca y sacó fuera
la lengua, como el buey lame el hocico.

     Temiendo que el enojo se acreciera
del que de mal talante había hablado,
dejé a estas almas en su pena fiera.

     Volví a mi guía, que encontré montado
a la grupa del monstruo y que decía:
«Aquí tu fuerza y tu valor osado!

     »No se baja por otra gradería:
yo iré en el medio; sube tú adelante;
no nos juegue su cola felonía.»

     Como el que la cuartana, tremulante,
mira en sus uñas pálidas, y el frío
lo hace temblar, dos veces vacilante,

     sentí del miedo el doble escalofrío;
mas la vergüenza sobrepuse al miedo,
ante un valor que confortaba el mío:

     de la fiera en la espalda, trepo quedo:
quiero decir: ¡Estrécheme tu brazo!,
pero un sonido articular no puedo.

     Y él, que por tantas veces con su brazo
me había prontamente preservado,
me sujetó con afectuoso lazo.

     Y a Gerión le gritó «Baja esforzado;
ancha es la ruta y la bajada suave:
cuida la nueva carga que te he echado.»

     Cual desatraca la pequeña nave,
retrocediendo, tal el monstruo fiero
deja la playa, que tenía cabe.

     Donde su pecho estaba, muy certero,
pone la cola, firme y extendida,
como la anguila, y muévese ligero.

     Más pavura no creo fué sentida,
ni por Faetón, cuando perdido el freno,
los cielos hizo arder en su caída,

     ni cuando Icaro, de alas en su estreno,
sintió correr la cera derretida,
gritando el padre: «¡No es camino bueno!»

     ¡Cómo fué mi temor en la partida,
en medio de los aires, sin aliento,
viendo sólo la bestia medio hundida!

     El monstruo navegaba, lento, lento;
unas veces subía, otras bajaba,
y arriba, abajo, me azotaba el viento.

     A mi diestra sentía que bramaba
el torrente bravío, y aterrado
bajé los ojos para ver do estaba.

     Entonces, mi terror fué redoblado:
fuegos miré, y percibí sollozos;
y contraje mi cuerpo quebrantado.

     Por los lejanos gritos dolorosos,
al girar y bajar, bien comprendía,
eran ecos de centros pavorosos.

     Como halcón, que en los aires se cernía,
baja sin ver el ave ni al señuelo,
en círculos girando todavía

     y burla al cazador en su desvelo,
y lejos de él, se aparta a la bajada,
y con desdén y enojo toca el suelo,

     Gerión, al pie de roca acantilada,
nos depuso en postrera sacudida;
y, del peso su espalda descargada,

     partió cual flecha de arco despedida.




CANTO XVIII


[ Descripción del octavo círculo, dividido en diez valles, o fosos circulares y concéntricos. En cada una de las comparticiones se castiga una especie de fraudulentos. En este canto se trata de los primeros dos valles. En uno de estos valles se castiga a los rufianes por manos de demonios con cuernos. En otro valle yacen los aduladores y las cortesanas. ]


     Malebolge es un sitio del infierno,
todo de piedra, de color terroso,
como el circuito del contorno externo.

     En el centro del campo malignoso
se encuentra un ancho pozo, oscuro y hondo,
que en su lugar describiré cuidoso.

     En diez valles divídese en el fondo,
y de este pozo hasta la roca dura
se dilata otro círculo en redondo.

     Cual de una fortaleza, la cintura
ciñen sus fosos alternadamente,
trazados en concéntrica figura,

     es su imagen inversa cabalmente;
y como se echan puentes en sus puertas,
por donde pueda transitar la gente,

     así también, las fosas descubiertas
tienen por puentes rocas suspendidas,
tendidas a sus bordes, cual compuertas.

     En tal lugar, con fuertes sacudidas,
nos depuso Gerión; y del poeta
mis pies siguieron cautos las medidas.

     Volví a la diestra la mirada inquieta;
nuevos verdugos vi, nuevos dolores,
de que esta prima fosa está repleta:

     en el fondo, desnudos pecadores;
unos que van con paso acelerado,
y otros vienen con pasos avizores.

     Tal los romanos van de lado y lado,
en su puente, durante el jubileo,
en dos filas el pueblo separado,

     para evitar de gente el hormigueo,
y a San Pedro unos marchan rectamente
y otros siguen al monte en su paseo.

     De aquí, de allá, de espaldas o de frente,
vi demonios con cuernos, gente fiera,
las almas azotando crudamente.

     ¡Cuál movían la pierna a la ligera!
Cuando el primer chasquido resonaba,
el segundo y tercero nadie espera.

     Fijé la vista en uno que allí estaba,
y al contemplarle tuvo mi barrunto.
no era primera vez que lo miraba.

     Como de mi maestro estaba junto,
él lo miró, y diome con agrado
venia para volver hacia aquel punto.

     Creyó esquivar el rostro el flagelado,
bajando la cabeza, en contorsiones,
y por ende le dije: «Tú, agachado,

     »si acaso no me engañan tus facciones,
Venedico eres tú, Caccianimigo.
¿Qué te trajo tan duras puniciones?»

     Y él respondió: «A mi pesar lo digo,
pero me obliga tu habla, porque en ella
percibo el eco de otro mundo amigo.

     »Yo soy aquel que cándida doncella
entregué del Marqués al apetito,
como se cuenta de Guisola bella.

     »No soy el solo boloñés contrito
que llora aquí, pues el lugar tan lleno
está de lenguas más que en el distrito

     »do dicen sipa entre Savena y Reno;
pues has de recordar, como se cuenta,
que, de avaricia, saco fué su seno.»

     Demonio armado de una verga cruenta
lo azota y grita: «¡Anda, rufián maldito!,
mujeres no hay aquí de compra-venta.»

     A mi guía volvíme en el conflicto,
y a poco andar un puente allí encontramos,
de roca, cual los que antes he descrito.

     Ligeramente, el puente atravesamos,
y volviendo a la diestra nuestra planta,
aquel eterno cerco abandonamos,

     y en la roca, que en arco se levanta,
para dejar pasar las condenadas:
«Contempla atento cuánta pena aguanta

     »esa turba de sombras malhadadas»,
dijo mi guía, «que mirar de frente
no has podido, siguiendo sus pisadas.»

     Y contemplé, desde el antiguo puente,
tropel de sombras por la opuesta banda,
azotadas por látigo inclemente.

     El maestro previno mi demanda:
«Y mira», dijo, «al que camina altivo,
sin que en sus ojos el dolor se expanda.

     »Tiene el aspecto que tenía aún vivo:
ése es Jasón, de astucia y valor lleno,
que a Colcos arrancó su oro nativo.

     »Pasó después por la ínsula de Lemno,
donde audaces mujeres inmolaron
a los hombres con fiero desenfreno.

     »Sus palabras a Hipsípila embaucaron;
como las de la joven, la confianza
de las otras mujeres, engañaron:

     »Sola, encinta, dejóla en desperanza;
y por tal culpa sufre su destino,
cumpliendo de Medea la venganza.

     »Con él están los que de engaño indigno
reos se hicieron. Baste esta enseñanza,
en este valle del penar condigno.»

     Llegamos a un extremo, donde alcanza
el arco con sus bordes a juntarse,
y es pilar de otro puente que se avanza;

     siento de allí una grita levantarse,
con bufidos de gente condenada,
y unos a otros coléricos golpearse.

     La pendiente está toda embadurnada
de sucio orín que la nariz ofende,
y que náuseas provoca a la mirada.

     En vano el ojo penetrar pretende
aquella hondura, sólo percibida
de la alta roca a cuyo pie desciende.

     Vimos allí una turba zabullida,
que chapoteaba en una cloaca inmunda,
a estercolar humano parecida;

     y en medio a la asquerosa baraúnda,
uno de ellos, que clérigo barrunto,
con excremento su cabeza inunda.

     «¿Por qué me miras», preguntó el del unto,
«y no a esos brutos?» Con el ojo fijo,
le respondí: «Porque eres un trasunto

     »de uno limpio de pelo, y bien colijo
eres Alessio Interminei, de Luca:
por eso en verte aquí me regocijo.»

     Y él, entonces, golpeándose la nuca,
dijo: «Aquí purgo la lisonja aviesa,
que con la lengua al prójimo embaüca.»

     «Ahora, adelanta un tanto la cabeza»,
dijo mi guía, «y mira hacia adelante,
para que tu ojo clave con fijeza

     »esa descabellada lujuriante
que se rasca con uñas de merdosa,
y se acuesta y levanta a cada instante

     »Esa es Thais, la puta licenciosa,
que al decir su cortejo: ¿Estoy en gracia?,
le contestó: ¡Y muy maravillosa!

     »¡Vamos, que tanta podredumbre sacia!»




CANTO XIX


[ Imprecación contra la simonía. Aro tercero del octavo círculo, donde son castigados los simoníacos. Prelados y pontífices enterrados en los antros ardientes, con excepción de los últimos, que tienen de fuera las piernas ardiendo. Suplicio del Papa Nicolás III, que espera para hundirse del todo la venida de Bonifacio VIII, y anuncio de la condenación de Clemente V. Discurso de Dante contra los simoníacos. Los dos poetas continúan su viaje infernal. ]


     ¡Oh Simón Mago, oh míseros secuaces,
que las gracias de Dios, dulces esposas,
dones de buenos, prostituís rapaces,

     por plata y oro, y sus sagradas cosas;
por vosotros, la trompa ahora retumba,
que estáis en la tercera de estas fosas!

     Ibamos ya por la siguiente tumba,
sobre el centro del puente, en cuya parte
el foso como a plomo se derrumba.

     ¡Oh gran sapiencia, que tu tino y arte
muestras en tierra y cielo, y el mal hondo,
y en cuanto justo tu virtud reparte!

     Yo vi, por los costados y en el fondo,
llena la piedra lívida de ahujeros
de igual tamaño, y cada cual redondo.

     Eran cual, más o menos, los fronteros
de mi bello San Juan, para bautismo
fuentes de bendición, y que ahogaderos

     de niños pueden ser, pues que yo mismo
uno rompí, porque uno en él se ahogaba;
y esto a todos de fe sirva asimismo.

     Fuera del borde, el pecador echaba
las piernas y los pies vueltos arriba,
y el resto bajo tierra se ocultaba:

     ambas plantas quemaba llama viva;
y así, con fuerza muscular vibrante,
trozar podría cuerda comprensiva.

     Tal como corre un fuego, que flamante
el aceite relame, tal corría,
desde el talón al calcañal, errante

     En uno, más rojiza llama ardía,
y pregunté: «¿Por qué más torturado,
en convulsiones con más rabia ansía?»

     «Si quieres que te cargue hasta su lado»,
dijo, «pues descender solo no puedes,
él te dirá su pena y su pecado.»

     Y yo a él: «Así cuan blando accedes
a mis deseos, sabes que no aparto
mi voluntad de lo que das o vedes.»

     Y luego entramos en el valle cuarto,
tornando hacia la izquierda, que acercaba
a estrecho abismo de forados harto.

     El maestro en sus hombros me llevaba,
y me depuso al borde de la fosa
de aquel que con las piernas se quejaba.

     «Seas quien fueres», dije, «alma llorosa,
que como leño estás medio enterrado;
habla si puedes, con tu voz quejosa.»

     Yo estaba como el fraile, que inclinado
confiesa en su hoyo al asesino reacio,
que quiere retardar su fin airado.

     Y él me gritó: «¿Llegaste, Bonifacio?
¿Ahí estás? Pues la cuenta me ha engañado;
pensaba que vinieras más despacio.

     »¿Tan pronto estás del oro ya saciado,
con dolo hurtado a la divina esposa,
que sin temor has tú vilipendiado?»

     Cual quien oye palabra dubitosa,
que a comprender no acierta,
así yo estaba, mudo, la faz bajada y ruborosa.

     Virgilio dijo entonces: «Pronto, acaba;
dile: no soy el que tu mente augura.»
Y respondí cual él me lo enseñaba.

     Ambos pies retorcióse en su tortura
el espíritu, y dijo en un sollozo:
«¿Qué me quieres?», con voces de amargura.

     «Si de saber quién soy estás deseoso,
y a saberlo a este sitio hayas venido,
sabe que el grande manto esplendoroso,

     »como hijo de la loba, he revestido.
Por colmar sus cachorros de riqueza,
y embolsar, en tal bolsa me han metido.

     »Otros están debajo mi cabeza,
simoníacos cual yo, que atarugados
han descendido por la grieta aviesa.

     »Allí iré con los otros sepultados,
cuando venga el que espero, que motiva
mis demandas y gritos irritados.

     »Tiempo ha que el pie me escuece llama viva,
con la cabeza abajo, penitente:
él tanto no estará piernas arriba.

     »Después vendrá, del lado del poniente,
pastor sin ley y de obras proditorias,
que tapará a los dos en la pendiente.

     »Nuevo Jasón, de que hablan las historias
del libro Macabeo, de la Francia
las voces le serán propiciatorias.»

     No sé si me faltó la tolerancia,
al pronunciar estas palabras graves:
«¿Me dirás qué tesoro o qué ganancia,

     »Nuestro Señor, al entregar sus llaves
dióle a San Pedro? Dijo solamente:
Sígueme, Pedro, como tú lo sabes.

     »Ni Pedro, ni los otros, torpemente,
de Matías dinero demandaron,
al nombrarlo en lugar del proditente.

     »Sufre, que con razón te castigaron,
y guarda la riqueza mal habida
que al denostar a Carlos te pagaron.

     »Si mi lengua no fuese contenida,
al recordar que las sagradas llaves
tuviste en otro tiempo, en leda vida,

     »mis palabras serían menos suaves,
por tu avaricia, que a la tierra atrista,
al malo leves, para el bueno graves.

     »De ti, Pastor, habló el Evangelista,
cuando habló de la impura que puteaba,
con reyes, en las aguas, a su vista;

     »la que diez cuernos por honor llevaba,
en sus siete cabezas, si el tesoro
de virtud al esposo le guardaba.

     »Habéis forjado un dios de plata y oro:
si uno tuvo la torpe idolatría,
vos cientos idolatráis, sin su decoro.

     »¡Ah, Constantino, cuánta apostasía
produjo, no tu conversión suprema,
sí tu riqueza, en el prelado, impía!»

     Y mientras yo cantaba sobre el tema,
él, por ira o conciencia remordido,
ambos pies agitó con furia extrema.

     Virgilio se mostraba complacido,
y, pienso, mis palabras atendía,
como verdad de un hombre convencido.

     Con ambos brazos me tomó mi guía,
y me estrechó sobre su blando seno
al remontar por la tortuosa vía.

     Sin fatigarse, de bondades lleno,
me condujo, solícito, hasta el puente
del quinto valle, con andar sereno.

     Su carga allí depuso suavemente,
en una roca yerma y escarpada,
que aun para cabras fuera muy pendiente,

     y otro valle descubre la mirada.




CANTO XX


[ Cuarto foso o valle del octavo círculo. Procesión silenciosa de los adivinos que caminan con las cabezas trastornadas hacia atrás. Virgilio hace relación a Dante de los más famosos impostores antiguos. La virgen Manto, fundadora de Mantua. Historia y descripción de Italia y de Mantua. Otros adivinos modernos. ]


     ¡Otros versos traerán nuevos dolores,
dando materia a este veinteno canto,
primero de enterrados pecadores!

     Dominaba el abismo del quebranto,
y vi su negro fondo al descubierto,
todo bañado en angustioso llanto.

     Y vide gentes por el valle abierto,
mudas llorando, como en letanía
la procesión se sigue de concierto.

     Como la vista hasta ellos descendía,
me parecieron todos invertidos,
desde el punto en que el cuello les nacía.

     Los rostros hacia atrás están torcidos;
van a tientas, marchando a reculones,
que de ver por delante están cohibidos.

     Parálisis quizás, o convulsiones,
de tal modo su cuerpo han trastornado.
No lo sé, y al dudar tengo razones.

     Si esta lección de Dios te ha aprovechado,
¡oh, lector, pensar puedes asimismo,
si pude yo también no haber llorado,

     al contemplar, en su fatal mutismo,
nuestro propio trasunto, que bañaba
con lágrimas las nalgas de sí mismo!

     ¡Ay!, en verdad, su vista me angustiaba,
y el guía a la conciencia dió su alerta,
preguntando si acaso dementaba.

     «Mora aquí la piedad que yace muerta.
¿Y quién es más culpable que el demente
que juzga a la justicia grande y cierta?

     »Alza la faz y mira al que, a la frente
de los tebanos, se tragó la tierra,
cuando todos gritaban: ¡Tente!, ¡tente!,

     »¿por qué desertas, Anfiarao, la guerra?
Y no paró hasta el valle, en que se hacina
la culpa, donde Minos nos aferra.

     »Pecho es su espalda en la dorsal espina,
porque quiso mirar muy adelante,
y por eso hacia atrás lento camina.

     »Mira a Tiresias, que trocó semblante
de macho en hembra, y en total mudanza
todos sus miembros abrazó el cambiante.

     »Para tornar a su viril pujanza,
las dos serpientes enroscó en su vara,
que le dieron su antigua semejanza.

     »Quien a su propio vientre tuerce cara.
Aronte fué, el de los lunios montes,
a cuyo pie se alberga el de Carrara:

     »de mármol, hizo gruta en los tramontes,
para mirar el mar, y los destellos
del cielo, en sus más vastos horizontes.

     »Y aquella a quien le bajan los cabellos
hasta los pechos, que a mirar no alcanzas,
la piel cubierta con espesos vellos,

     »Manto fué, que al través de sus andanzas,
pisó la tierra donde yo naciera.
-Ahora me place escuches enseñanzas-.

     »Cuando de Manto el padre pereciera,
y a la ciudad de Baco el hado aciago
esclavizó, del mundo fué viajera.

     »En lo alto de la Italia se halla un lago,
al pie del Alpe, que a Germania extraña
sobre el Tirol, con nombre de Benago.

     »Con fuente mil, y aun creo más, se baña,
en Camónica, valle de Apenino,
y de Garda se estanca en la campaña.

     »En su medio, el obispo tridentino
y el de Brescia y Verona, sin reclamo,
podrían bendecir este camino.

     »Peschiera se halla en el más bajo tramo,
bello y sólido arnés, que cubre el frente
de la tierra de Brescia y de Bergamo.

     »Como en torno, la costa va en pendiente,
se desborda en Benago, y se esparrama,
y en verdes prados sigue su corriente.

     »Desde allí, río Mincio se le llama,
no ya Benago, y hacia el Po desciende,
y en Governolo su caudal derrama.

     »Luego en lama palúdica se extiende,
y a la vez que su nombre se demuda,
en estío la peste allí trasciende.

     »Al cruzar por allí la virgen cruda,
halló una tierra en medio del pantano,
sin habitantes, de labor desnuda.

     »Y por huir todo consorcio humano,
para ensayar entre sus siervos su arte,
allí vivió, y dióle el cuerpo vano.

     »Extendidos los hombres a esa parte
reuniéronse en contorno, defendidos
por el lago, que sirve de baluarte.

     »Sobre sus viejos huesos carcomidos
una ciudad se alzó, Mantua llamada,
sin dar al nombre augurios consabidos.

     »Por numerosa gente fue habitada;
luego, por Casalodi en su locura,
por dolo a Pinamonte fué entregada.

     »Tal fué el origen de mi patria, y cura
que, si algún otro lo contrario enseña,
contra verdad no puede la impostura.»

     Y yo: «Maestro, tu palabra es dueña
de mi conciencia y toda la ilumina:
toda otra voz es apagada leña.

     »Mas di si entre esa gente que camina,
digno de ser notado, alguien figura,
pues sólo a ella mi intención se inclina."»

     Y él: «Quien a espaldas lleva barba oscura
fué augur de Grecia en su tremenda guerra,
cuando de varonil progenitura

     »sólo el niño en la cuna, quedó en tierra;
y en Aulida, con Calcas, mandó osado,
cortar el primer cable a la desferra.

     »Eurípile llamóse, y lo he cantado
en mi noble tragedia, en algún canto,
que tú sabes y el mundo no ha olvidado.

     »Y ese que sigue, desmedrado un tanto,
Miguel Escoto fué, que, ciertamente,
de magia artera poseyó el encanto.

     »Este es Guido Bonati; aquél, Asdente,
que a su cuero atenerse bien quisiera,
y a su alesna; mas ¡tarde se arrepiente!

     »Esas tristes, la aguja y lanzadera
y huso dieron, por vara de adivina,
con malas hierbas y artes de hechicera.

     »Ven: ya Caín el haz de espino inclina,
tras de Sevilla, y de la mar en la onda
uno y otro hemisferio determina;

     »la luna estaba anoche ya redonda:
Recuerda que benigna te ha alumbrado
más de una vez, en selva oscura y honda!»

     Así me habló, siguiendo lado a lado.




CANTO XXI


[ Quinto valle o fosa del octavo círculo. El lago de pez bullente. Un diablo negro. Los demonios y los barateros. E1 suplicio de los barateros. Los demonios se oponen al paso de los poetas. Virgilio parlamenta con ellos y le indican un nuevo camino. Los dos poetas siguen su marcha escoltados por demonios. La trompeta de los demonios. ]


     Así de puente en puente, platicando
de lo que mi comedia no se cura,
ambos llegamos a la cima, cuando

     nos detuvimos, a mirar la hondura
de Malebolge, entre quejidos vanos,
y asombrado quedé cuanto era oscura.

     Tal como en su arsenal los venecianos
hacen hervir la brea en el invierno,
al carenar sus buques no bien sanos,

     que no navegan, y en trabajo alterno
nuevos fabrican; sientan bien la estopa
al que hizo largos viajes con gobierno,

     golpeando ya de proa, ya de popa,
mientras que tuercen cables, labran remos,
con la mesana y artimón en topa,

     tal, sin fuego, por arte y fin supremos,
un espeso betún abajo hervía,
que llenaba el abismo en sus extremos.

     No veía su fondo, mas veía
el borbollón que en el hervor se alzaba,
se hinchaba y comprimido descendía.

     En tanto que hacia abajo ya miraba,
mi guía me previno: «¡Guarda! ¡guarda!»
Y del borde sombrío me apartaba.

     Volvíme entonces, como aquel que tarda
en ver el riesgo, que evitar debiera,
a quien pavura súbita acobarda,

     y aun viéndolo trepida y aun espera.
A un diablo negro vi, que descendía,
cruzando por las rocas de carrera.

     ¡Oh!, ¡cuán fiero su aspecto parecía!
¡Cuánta maldad en su ademán acerbo,
en su ágil paso, y ala que tendía!

     Sobre su agudo lomo, alto y superbo,
de ambas piernas cargado, conducía,
asiendo los jarretes, a un protervo.

     Desde el puente a los diablos les decía:
«De Santa Zita traigo aquí un anciano:
échalo abajo, más hay todavía:

     »tiene muchos la tierra del Lucano;
que barateros son, menos Bontura,
que cambió el no por sí con oro en mano.

     Lo echó al abismo; el escollo duro
volvió a subir, como mastín soltado
tras el ladrón, que corre con apuro.

     Zabulló, resurgiendo, el anegado,
y gritaba la turba endemoniada:
«Aquí la imagen santa no ha colado:

     »no como en Serchio por aquí se nada:
si no quieres probar nuestros rejones,
guarda de repetir otra empinada.»

     Y al pincharle con más de cien arpones,
gritaban: «Baila, y roba bien tapado,
si aun lo puedes hacer entre ladrones.»

     »No de otro modo, pinche aleccionado
hunde con tenedor, en el caldero,
carne que sobre el caldo se ha asomado.

     «Que no te vean, bueno considero»,
dijo el maestro, «y tras de alguna roca
debes buscar algún abrigadero.

     »No temo ofensa en lo que a mí se toca;
ya otra vez que bajara a esta morada,
halléme en semejante zafacoca.»

     El puente atravesó con planta osada,
y al borde negro de la sexta fosa,
mostró a todos su frente asegurada.

     Con el furor y la rabia tempestuosa
que entre los perros un mendigo mueve,
si pide caridad con voz quejosa,

     tal la infernal mesnada se remueve,
y endereza con furia sus rejones;
mas él grita: «Qué nadie sea aleve;

     »antes que me toquéis con los arpones,
que alguno se adelante; ya veremos
si se atreven después de mis razones.»

     «¡Que vaya Malacoda!», los blasfemos
gritan todos. Sólo uno se adelanta;
y el maestro pregunta: «¿Qué tenemos?

     »¿Piensas tú, Malacoda, que me espanta
llegar inerme a este lugar dañino?
¿Piensas que pueda aquí fijar la planta

     »sin el auxilio del favor divino?
Déjame continuar, que quiere el cielo
que a otro guíe en el áspero camino.»

     Dijo el maestro; y el demonio al suelo
dejó el arpón caer, amedrentado:
«¡No lo hieran!», gritando con recelo.

     Y el maestro siguió: «Tú que abrigado
te hallas bajo del arco de este puente,
ven, nada temas, todo está salvado.»

     Corrí a él con paso diligente,
y pensé fuese el pacto fementido,
al ver los diablos avanzar de frente.

     Así vide un ejército, rendido,
de Caprona salir, lleno de susto,
ante el contrario fuerte y prevenido.

     De mi maestro a la actitud me ajusto,
sin de su vista separar la mía,
ni de los diablos de semblante adusto.

     Unos gritan: «¿Acaso convendría
que probara el arpón?» Y en eco fiero
responden otros: «¡Bien, bueno sería!»

     Pero el demonio, aquel que habló primero
con mi guía, volvióse presuroso
y dijo: «¡Quieto, quieto, Escarmenero!»,

     y nos habló tranquilo y amistoso:
«Es necesario hacer una parada,
pues roto el puente está del sexto foso.

     »Mas si queréis seguir vuestra jornada,
montad de esa caverna los peldaños
junto a la roca donde está su entrada.

     »Mil doscientos sesenta con seis años,
desde ayer, con cinco horas del presente,
cuentan esos caminos soterraños.

     »Podéis subir por su áspera pendiente:
mando a los míos aclarar la vía,
mientras vigilo esta maldita gente.»

     Y a la vez a los suyos les decía:
«Alquino, Calcabrino, y tú, Cañazo,
y Barbarrecia que a vosotros guía,

     »tú también, Libicoco, y Dragonazo;
tú, Ciriato el dentudo, y Rubicente,
con Graficán y Farfarel, al paso

     »id en contorno de la pez hirviente,
y haced pasar a salvo, al otro lado,
a estos dos, del abismo por el puente.»

     «¡Ay, maestro!», exclamé desconsolado,
«¡prescindir de la escolta mejor fuera,
si sabes el camino antes andado!

     »Si es siempre tu prudencia tan certera,
¿no escuchas los chirridos que mascujan?
¿No ves su ceja que amenaza fiera?»

     Y él: «Nada temas; déjalos que rujan,
que se dirige el rechinar de dientes
contra las almas que en la pez estrujan.»

     A la izquierda tornaron diligentes,
haciendo al jefe, cual señal secreta,
un apretón de lengua con los dientes,

     y el jefe de su culo hizo trompeta.




CANTO XXII


[ Continuación del canto anterior. Siguen los poetas orillando el sexto círculo. Tormentos de los barateros y de los que bajo el favor de los príncipes trafican con la justicia. El baratero Ciampolo de Navarra. Reseña de los barateros que yacen sumidos en el lago de pez hirviente. Escenas grotescas entre diablos y barateros. Los poetas se alejan del lago hirviente. ]


     Ejércitos he visto alzar su campo,
y desfilar y combatir pujantes,
y algunas veces retirarse a escampo.

     He visto corredores merodeantes,
¡oh, Aretinos!, cruzando vuestra sierra,
y justas en torneos muy brillantes,

     con campanas o trompas de la guerra,
y tambores o señas de torreones,
con cosas nuestras o de ajena tierra;

     mas nunca vi jinetes ni peatones
(ni navío que guíe estrella o faro),
marchar con tal trompeta en procesiones.

     Los diez demonios eran nuestro amparo,
que, si se anda con santos en el templo,
ir con canalla en el figón no es raro.

     Y meditando en tan extraño ejemplo,
la gente que anda entre la pez montante,
desde la orilla atónito contemplo.

     Como el delfín que en arco va nadante,
indica tempestad en mar serena,
y pone precavido al navegante,

     así también, para aliviar su pena,
asoma el lomo el pecador ansioso,
y veloz, cual relámpago, se ensena.

     Y como al borde de inundado foso
sacan las ranas el hocico afuera,
celando el grueso bulto temeroso,

     la gente pecadora allí se viera;
mas cuando Barbarrecia aparecía,
se escondía en la pez a la ligera.

     El corazón con fuerza me latía
al ver al pecador que se atrasaba,
como suele la rana más tardía.

     Graficán, que de cerca lo acechaba,
lo cazó por el pelo embadurnado,
y una nutria en su garra asemejaba.

     Conocía a los diablos que he nombrado,
porque los observé muy fijamente,
cuando el jefe los hubo reseñado.

     «¡Rubiceno, desuella prontamente
con tus uñas el lomo del maldito!»,
gritaba aquella turba maldiciente.

     Y yo: «¿Quién sea el pecador aflicto,
puedes saber, que se halla condenado
a estar con sus verdugos en conflicto?»

     El buen maestro se acercó a su lado,
y al demandar su nombre, dijo acerbo:
«Fuí en el reino de Navarra criado.

     »A un señor entregóme como siervo
mi propia madre, y el engendro he sido
de un desalmado perillán protervo.

     »Del rey Tebaldo familiar valido,
me asocié con la gente baratera,
que a este bullente lago me ha traído.»

     Ciriato, cuya boca carnicera
muestra del jabalí el cruel colmillo,
le hizo sentir su mordedura fiera.

     Como suele caer un ratoncillo,
en las uñas de un gato, aprisionado,
Barbarrecia en sus brazos lo hizo ovillo.

     Volvió su rostro del maestro al lado,
diciéndole: «Pregunta lo que quieras,
antes que el otro lo haya destrozado.»

     Y el guía: «Entre esas almas lastimeras,
¿se halla bajo la pez algún latino?»
Y aquél dijo: «Poco antes que vinieras,

     »he tenido uno de ellos por vecino:
¡Ojalá, sin temor de arpón o garra,
aun nos cubriera el negro remolino!»

     Y Libicoco, con su arpón lo agarra,
bramando: «¡Por demás hemos tardado!»
Y con su garfio el brazo le desgarra.

     Dragonazo las piernas le ha tomado;
pero su decurión feroz mirada
pasea en torno en ademán airado.

     Cuando la turba estuvo apaciguada,
al que miraba su sangrienta herida
le interrogué con voz apresurada.

     «¿Quién era el que dejaste a la partida,
cuando pisaste el borde malhadado?»
Y dijo: «Fray Gomita se apellida.

     »Fué de Gallura; vaso desbordado
de todo fraude, que faltó a su dueño,
habiendo a sus contrarios contentado,

     »que presos tuvo, y que, por torpe empeño,
suelta les dio de llano, por el oro,
y fué de barateros gran diseño.

     »Miguel Zanche también, de Logodoro,
está con él, y hablando de Cerdeña,
las dos lenguas no cesan de hacer coro.

     »Más os diría, pero ved que enseña
ese diablo los dientes, y me temo
que otra vez quiera escarmenar mi greña.»

     El demonio de mando allí supremo,
a Farfarel que el ojo revolvía,
gritó: «Vete, alimaña, al otro extremo.»

     «Si gentes de Toscana y Lombardía
ver queréis», díjonos el condenado,
« ellas vendrán a haceros compañía.

     »Mas los demonios, que se estén a un lado,
a fin de que no teman arriesgarse;
y en tanto, aquí yo quedaré sentado.

     »Por uno que yo soy, siete juntarse
veréis al punto, cuando dé un silbido,
toda vez que llegaren a asomarse.»

     Cañazo, con hocico contraído,
movió la testa y dijo: «¡Qué malicia,
la que para escaparse ha discurrido!»

     El otro, que ocultaba su pericia,
repuso: «Debo ser muy malicioso,
cuando a otros llamo a soportar sevicia.»

     Alquino prorrumpió, muy impetuoso:
«Si piensas escapar y te resbalas,
no sólo a pie te seguiré afanoso:

     »hasta la pez extenderé las alas.
Quédate aquí: bajemos a la cuesta.
Veremos si a carreras nos igualas.»

     ¡Oh, tú que lees, verás qué buena apuesta!
Vuelven todos sus ojos a los lados,
y el más cruel a más crueldad se apresta.

     El navarro, con pasos bien contados,
fijó en tierra la planta, y con desgarro
saltó ligero, y los dejó burlados.

     Se alborota de diablos el cotarro,
echándose la culpa; y tras él vuela
Alquino, que le grita: « ¡Ya te agarro!»

     Más que las alas pudo la cautela:
mientras el pecho de uno el aire hiende,
el otro entre la pez presto se cuela.

     Así el pato en el agua se defiende,
a vista del halcón, y el ave fiera,
avergonzada, nuevo vuelo emprende.

     Calcabrino, a quien mucho le escociera
la burla, aunque del lance complacido,
con Alquino renueva la quimera.

     Cuando en la fosa al pecador ve hundido,
echa la zarpa al propio compañero,
y luchan sobre el lago derretido.

     Alquino entonces, cual milano fiero,
le hunde las uñas, y los dos, por junto,
descienden de la pez al hervidero.

     El gran calor los apacigua al punto;
mas no pueden volar alicaídos:
presas están sus alas en el unto.

     Barbarrecia, a los suyos condolidos,
manda que cuatro diablos, con arpones,
socorran a los diablos afligidos.

     Los demonios, en grandes confusiones,
tienden sus garfios a los dos cocidos
entre la pez, que hervía a borbollones;

     y en la pez los dejamos sumergidos.




CANTO XXIII


[ Los dos poetas continúan solitarios su marcha. Dante y Virgilio discurren sobre las consecuencias de la gresca entre los diablos y el baratero. Los demonios furiosos persiguen vanamente a los dos poetas, por estarles vedado salir de su cerco infernal. Bajada a la sexta fosa o valle. Castigo de los hipócritas, que van cubiertos con pesados mantos de plomo, dorados al exterior. Coloquio con dos boloñeses de la orden de los gaudentes. Los fariseos, perseguidores de Cristo, yacen sobre el camino extendido en cruz, hollados por los otros condenados de este valle en su lenta y continua marcha. Uno de los condenados les indica el modo de salir de la fosa, diciéndoles que han ido engañados por los demonios en el camino que llevan. ]


     Solos, callados, sin compañía fiera,
vamos uno tras otro, lentamente,
como frailes menores en hilera.

     La fábula de Esopo vi presente,
que la gresca me trajo a recordanza,
en que al topo y la rana pone enfrente.

     Un caso y otro tienen semejanza,
como el hora y ahora, si se atiende
al principio y al fin que bien se alcanza.

     Y como en sucesión surge y trasciende
una idea que es hija de otra idea,
doble temor el corazón me prende.

     Pensaba así: Esta infernal ralea
debe estar con nosotros irritada,
pues dimos ocasión a la pelea.

     Por su maldad, tal vez aconsejada,
vendrá tras de nosotros con anhelo,
como perros tras liebre fatigada.

     Sentí erizarse de pavor el pelo,
y, mirando hacia atrás muy receloso,
dije al maestro: «¡Por el santo cielo!

     »Si no andamos con paso presuroso,
pienso ser por los diablos alcanzado...
ya los veo llegar, y estoy medroso.»

     Y él a mí: « Si cristal fuese emplomado,
no sería la idea que te asalta,
de lo que pienso más cabal traslado.

     »Ese mismo temor me sobresalta,
y pues los dos pensamos igualmente,
igual consejo del pensar resalta.

     »Bajando por la diestra esta pendiente,
hasta llegar a la cercana fosa,
nos salvaremos de su fiero diente.»

     A esta sazón, vimos llegar furiosa
la cuadrilla de diablos, que, volando,
de echarnos garra se mostraba ansiosa.

     Mi guía me apretó en su seno blando,
como madre amorosa que despierta
en medio de un incendio, y que, cargando

     al hijo, huye con él, y sólo acierta
a salvarlo, abnegada, y ni se cura
si de leve camisa va cubierta.

     Se deslizó de la escarpada altura,
hasta tocar el pie de la pendiente,
que cierra de aquel valle la cintura.

     No baja por canal más raudamente
agua que mueve rueda de molino,
cuando hiere sus palas la corriente.

     Me llevaba estrechado en el camino,
como a un hijo más bien que a compañero,
a quien confiara el cielo su destino.

     Ya en el fondo de aquel despeñadero,
los demonios ocupan la eminencia;
mas no tememos ya su avance fiero.

     Por voluntad del alta providencia,
del cerco quinto, guardas enclavados,
los encierra fatal circunferencia.

     Aquí encontramos seres muy pintados,
que giraban muy lenta, lentamente,
llorando, y por la pena marchitados.

     Capa con capuchón lleva esta gente,
cual por los monjes de Colonia usada,
y les cubre los cuerpos y la frente.

     Por fuera, resplandece muy dorada,
pero es toda de plomo, y pesa tanto,
que la de Federico era aliviada.

     ¡Oh, cuán eterno y fatigoso manto!
Nos dirigimos por la izquierda nuestra,
de ellos al son y de su triste llanto.

     Bajo el peso de capa tan siniestra,
y con su andar tan lento, en su mesura,
cada paso otra sombra al lado muestra.

     Yo dije a mi maestro: «Ver procura
si hay alguno de nombre conocido,
y caminando mira a la ventura.»

     Uno, que habla toscana hubo entendido,
al punto nos gritó: «Tened el paso,
los que vais por el aire ennegrecido:

     »puedo llenar vuestro deseo acaso»
Mi guía me miró y me dijo: «Espera:
sigue a compás de su marchar escaso.»

     Me aparejé con dos, en que advirtiera
ansia grande estar junto conmigo,
aunque el peso y la senda lo impidiera.

     De cerca, míranme como enemigo,
sin pronunciar una palabra sola;
y ambos parecen consultar consigo.

     «Este», dicen, «respira por la gola.
¿Si son muertos, cuál es el privilegio
que no los cubre con la grave estola?»

     Y a mí: «Dinos, toscano, hasta el colegio
de los tristes hipócritas venido,
¿quién eres?, sin desdén ni sortilegio.»

     y yo: «Nací en Florencia y he crecido
del Arno en la ribera deliciosa,
y tengo el mismo cuerpo que he tenido.

     »¿Vosotros, quiénes sois de faz llorosa,
que lleva el sello del dolor impreso,
y qué pena os irrita y os acosa?»

     Y uno de ellos responde: «Es tan espeso
este manto de plomo reluciente,
que el cuerpo oscila, cual balanza al peso.

     »Boloñeses, de la orden del Gaudente,
somos, yo Catalano, él Loderingo:
ambos, en vuestra patria, juntamente

     »jueces fuimos, y el caso bien distingo:
fué para hacer la paz, y las señales
de nuestra paz se ven junto a Gardingo.»

     Yo comencé: «Hermanos, vuestros males...»,
mas no pude acabar, que vi en el suelo
uno crucificado en tres puntales.

     Al verme, retorcióse con anhelo,
y resoplando, con furor suspira.
Catalano me dijo: «Sin consuelo,

     »ése, que ahí en aflicción se mira,
al fariseo aconsejó, dañino,
votar a un hombre de la plebe a la ira.

     »Desnudo, atravesado en el camino,
como lo ves, el duro paso siente,
y el peso de los que andan de contino.

     »Como él, su suegro yace penitente
en esta fosa, y todo aquel concilio,
que de Judea fue fatal simiente.»

     Muy sorprendido se quedó Virgilio,
ante aquel pecador, crucificado
tan duramente, en el eterno exilio;

     y dijo al fraile que tenía al lado:
«Decidnos, por favor, en esta cuita:
¿Hacia mano derecha existe un vado

     »que salir de este foso nos permita,
sin que guíe la marcha que emprendemos
de ángeles negros la legión maldita?»

     Al punto respondió: «Sí, conocemos
una roca que cerca se desprende,
y los valles abarca en sus extremos;

     »pero está rota aquí, y no comprende
todo este valle; mas de ruina en ruina,
hasta el valle cercano va y asciende.»

     Mi guía un tanto la cabeza inclina,
y prorrumpe: «¡Qué mal me ha enderezado
el que allá abajo al pecador domina!»

     Y el fraile: «Allá en Bolonia me han hablado
de los vicios del diablo, y que es doloso,
y padre de mentiras, me han contado.»

     Movió mi guía el paso presuroso,
su faz un tanto de ira demudada,
y al dejar aquel grupo pesaroso,

     sigo la huella de su planta amada.




CANTO XXIV


[ El año nuevo, el fin del invierno, la primavera y la turbación de Virgilio. Los dos poetas, después de salir del sexto círculo, ascienden penosamente por las ruinas de un puente roto hasta dominar el valle del cerco séptimo. Desaliento de Dante y animosas palabras de Virgilio. Los poetas descienden el séptimo cerco y encuentran las sombras de los ladrones atormentados por serpientes. Vanni Fucci, ladrón sacrílego, picado por una víbora, es reducido a cenizas y vuelve a asumir su anterior forma. Confesión y predicciones de Vanni Fucci. ]


     Cuando en el joven año se atempera
del sol la cabellera, bajo Acuario,
y día y noche mide igual carrera;

     reviste a imagen de su blanca hermana,
cuando la helada, manto cinerario,
de que es trasunto débil y precario;

     el pastor, sin forraje, en la mañana,
se levanta y contempla la llanura
blanquear toda en contorno, y más se afana:

     vuelve a su choza lleno de amargura,
sin atinar qué hacer, desatentado;
mas luego ríe, y esperanza augura,

     al ver al mundo en horas transformado;
y abre el redil, y suelta su manada,
que hace pacer, y empuña su cayado.

     Así encontróse mi alma conturbada,
al ver del guía la nublada frente;
mas luego por el mismo fue aquietada.

     Cuando alcanzamos el ruinoso puente,
volvióse a mí, con el semblante amigo
que al pie del monte vi tan dulcemente.

     Abrió sus brazos, me brindó el abrigo;
miró en contorno, examinó la ruina;
y, ya resuelto, me llevó consigo.

     Como el que cauto en su trabajo atina,
y de todo peligro se previene,
así me hizo trepar a la colina.

     Sobre movibles rocas bien se tiene
y al asentar el pie me prevenía:
«Tienta bien, por si acaso se mantiene.»

     Para los emplomados no era vía,
pues nosotros, con peso más ligero,
apenas si la planta se movía.

     De haber sido más largo el derrotero,
como lo fuera el recorrido, pienso
que, al menos yo, quedara en el sendero.

     Mas como Malebolge va en descenso,
hacia el pozo del centro, la avenida
de un valle al otro, de aquel cerco inmenso,

     alterna en la bajada y la subida;
y al fin tocó la cima nuestra planta
en la postrera piedra suspendida.

     Oprimida sentía mi garganta,
y faltándome el aire en los pulmones,
sentéme a descansar de pena tanta.

     «No es bueno de este modo te apoltrones»,
dijo el maestro, «que entre seda y pluma
no se va de la fama a las regiones.

     »Quien en el ocio su existir consuma,
no dejará más rastros en la tierra
que humo en el aire y en el agua espuma.

     »¡Arriba, sin cansancio, como en guerra
triunfa el alma luchando por la vida,
si vence al flaco cuerpo que la encierra!

     »Mas larga es de la escala la subida;
no es lo bastante haber aquí llegado,
para que mi lección sea entendida.»

     A estas palabras me sentí animado,
y alzándome, aunque sin mucho brío,
dije: «¡Vamos!, que soy fuerte y osado.»

     Y continuamos por aquel desvío,
que era estrecho, difícil, peligroso,
más escarpado aún que en el bajío.

     Para aquietar al corazón medroso,
hablaba sin cesar, cuando un acento
percibí que se alzaba desde el foso.

     No distinguí el sentido, en el momento
de alcanzar hasta el arco que se encumbra,
mas tenía de cólera el aliento.

     Miro hacia abajo; el ojo no vislumbra
con mirada de carne el fondo oscuro,
y así dije: «Maestro, a la penumbra

     »llegar deseara, hasta bajar el muro
del otro cerco, pues aquí no entiendo
lo que en la vana mente me figuro.»

     «A tus deseos en silencio atiendo»,
me respondió, «pues a demanda honesta
se contesta callando y defiriendo.»

     Estábamos del puente en la otra cresta,
y descendimos al septeno foso,
en que su hondura queda manifiesta.

     Un enjambre allí vimos, espantoso,
de fieras sierpes de diversas menas,
que aun me hiela la sangre temeroso.

     No se jacte la Libia en sus arenas,
tener quelidrios, fáneas y lagartos,
y cancros y culebras anfribenas.

     ¡No tanta pestilencia, ni tan hartos,
los bordes del mar Rojo con la Etiopia,
vieron jamás tantos monstruosos partos!

     Entre esta cruda y venenosa copia
corren seres desnudos y espantados,
sin esperar alivio ni heliotropia.

     Por detrás van con sierpes maniatados,
que en su riñón hunden cabeza y cola,
y por delante, en nudos enroscados.

     Vemos venir errante un alma sola:
una serpiente brava o atraviesa,
donde la espalda se une con la gola.

     Dos letras no se escriben más apriesa,
cual tardara en arder el condenado
y quedar reducido a una pavesa.

     Su ceniza en el suelo se ha juntado,
y por sí mismo, el mísero deshecho,
la primitiva forma ha recobrado.

     Los sabios aseguran que es un hecho
que así perece el Fénix y renace
de cinco siglos en prefijo trecho:

     no come grano ni en la hierba pace,
vive de incienso, lágrimas y amomo,
y en mirra y nardo al espirar se place.

     Como el que cae y que no sabe cómo,
por obra del demonio que lo estira,
o por otras dolencias al abromo,

     y al levantarse en su contorno mira,
por la pasada angustia desmarrido,
y quebrantado con dolor suspira,

     tal se mostraba el pecador erguido.
¡Oh, potencia de Dios, y cuán severa
contra la culpa tu venganza ha sido!

     El buen maestro demandó quién era,
y él respondió: «Llovido de Toscana,
caí no ha mucho en esta gola fiera.

     «Mi vida fué bestial, no vida humana:
Vanni Fucci llamáronme, la Bestia,
y en Pistoya habité cueva malsana.»

     Dije al maestro: «Impónle la molestia
de estar quedo, que bien lo he conocido:
fué sanguinario y torpe en su inmodestia.»

     El pecador, no obstante haberme oído,
volvió hacia mí con su alma, su semblante,
por la triste vergüenza compungido.

     «Me duele más estar de ti delante
que mi miseria», dijo, «y que la muerte
que me arrancó del mundo bienandante.

     »Mas fuerza es confesar, al responderte,
que por robar los vasos consagrados
en el infierno me hallo de esta suerte;

     »que a otros fueron mis robos imputados;
pero que no te huelgue mi tormento
si sales de estos sitios condenados.

     »Escucha mis pronósticos atento:
ya Pistoya de Negros se empobrece;
Florencia cambia modo y regimiento.

     »Vapor de Marte en Val-de-Magra crece,
en nube que el turbión lleva en su seno;
con tormenta impetuosa que aparece

     »se peleará en el campo de Piceno,
y de repente, allí, la niebla espesa
todos los Blancos herirá de lleno.

     »Te lo digo por darte gran tristeza.»




CANTO XXV


[ Continuación de la séptima sima de los ladrones. Blasfemia y castigo de Vanni Fucci. Aparición de Caco. Otros condenados. Metamorfosis de hombres y serpientes. Cianfa, Añelo, Brunelleschi y Puccio Squianto. ]


     Dejó de hablar aquel ladrón nefando,
ambas manos alzó, hizo dos higas,
miró al cielo, y gritó: «¡Eso te mando!»

     Cual diciendo: ¡No quiero que más digas!,
una sierpe se enrosca a su pescuezo.
Son de entonces las sierpes mis amigas.

     Otra sus brazos ciñe y queda opreso:
lo envuelve por detrás y por delante,
y como bulto inmóvil queda tieso.

     ¡Ah, Pistoya, Pistoya, por qué humeante
no eres cenizas, si tu fuego impuro
fomenta tu semilla malignante!

     En los circuitos del infierno oscuro
no vi ante Dios un ente más superbo,
ni el que cayó bajo el tebano muro.

     Huyó después sin pronunciar un verbo,
y un centauro rabioso, en su procura,
llegó gritando: «¿Dónde está el acerbo?»

     No creo yo que la Marisma impura
contenga más serpientes enroscadas,
como él, del anca a la humanal figura.

     Tras de su nuca, de alas estiradas
iba un dragón, que todo arder hacía,
vomitando en su encuentro llamaradas.

     «Este es Caco», me dijo mi buen guía,
«que las rocas al pie del Aventino
en un lago sangriento convertía.

     »No sigue de los suyos el camino,
porque robó con fraude el gran rebaño
que tenía a la mano de vecino.

     »Puso fin a sus hurtos y a su engaño
Alcides con cien golpes de su clava,
de que diez no sintió, maguer su amaño.»

     Mientras tanto, la sombra se alejaba
y tres nuevos espíritus llegaron,
de que la mente muy distante estaba,

     hasta que muy de cerca nos gritaron:
«¿Quiénes sois?» Y cesó la conferencia,
que ellos tan sólo la atención llamaron.

     Si no los conocí, por inferencia,
al continuar hablando, y por acaso,
tuve del nombre de uno la evidencia.

     El uno dijo: «Cianfa está en atraso.»
Y yo, para advertir a mi buen guía,
puse el dedo en el labio y en el naso.

     Si eres, lector, de creencia algo tardía,
por lo que diga, no es extraña cosa,
pues mi vista lo vió, y aun desconfía.

     Espiando, con mirada cuidadosa,
serpiente con seis pies, veo que avanza,
y a uno de ellos se enrosca presurosa.

     Hunde las patas medias en la panza,
con las de arriba ciñe brazo y brazo,
y con las uñas hasta el rostro alcanza;

     las patas bajas, con cerrado lazo,
toman los muslos, y la cola erguida
entre ambos mete, y roza el espinazo.

     Jamás la hiedra a un árbol adherida
se asió a su tronco y gajos, cual la fiera
con los miembros del hombre confundida,

     pues derretidos, cual caliente cera,
uno y ninguno en forma y colorido,
era uno otro de lo que antes fuera;

     así el papiro en brasas encendido
se retuerce, tomando tinta oscura,
que no es negra ni blanca como ha sido.

     Los otros dos miraban con pavura,
y, «¡Cuál cambias, Añel!», ambos gritaban,
«¡Dos no son, ni uno solo, en su figura!»

     Una sola cabeza ambos formaban,
en un solo semblante se fundían,
bien que rasgos perdidos aun mostraban.

     De cuatro brazos, dos aparecían:
pecho, piernas y vientre, al deformarse,
a miembros nunca vistos parecían.

     El primitivo aspecto al transformarse,
de ninguno y los dos, bulto malvado,
a lento paso comenzó a arrastrarse.

     Cual lagarto, en verano, apresurado
cruza el camino de otra mata en busca,
que parece relámpago animado,

     así, cual grano de pimienta fusca,
lívida sierpecilla que ira enciende,
la panza de los otros dos rebusca.

     A uno su dardo viperino hiende
por do se toma la primer comida;
salta ligera y a sus pies se extiende.

     La sombra, con la vista amortecida,
de pie la mira, y sin cesar bosteza,
como de fiebre o sueño poseída.

     Sierpe y sombra se miran con crudeza;
una por boca y otra por la llaga
humo despiden, como nube espesa.

     Calle Lucano, que al cantar propaga
los cambios de Sabelio y de Nasidio,
que otro cambio los suyos deja en zaga.

     No hable de Cadmo y Aretusa 0vidio,
que si al uno en serpiente y otra en fuente
su musa convirtió, no se lo envidio;

     pues jamás dos naturas, frente a frente
trasmutaron su esencia con su forma,
ni en materia, de modo tan repente.

     Hombre y bestia se arreglan a otra norma:
se bifurca en la cola la serpiente,
y el cuerpo del herido se deforma.

     Ambas piernas se adhieren fuertemente
y cierran de tal modo la juntura,
que ni señales de la unión presente.

     La bifurcada cola, la figura
toma del pie, con su pellejo flaco,
y la una piel se ablanda y la otra endura.

     Vi los brazos hundirse en el sobaco,
y a la vez de la sierpe vi extenderse
de uno y otro costado el pie retaco:

     sus pies traseros como cuerda tuerce,
y en el hombre, aquel miembro que se cela,
en dos patas rampantes le destruerce.

     Mientras el humo al uno y otro vela,
al hombre la serpiente da su escama,
y se cubre del pelo que repela.

     El uno sobre el otro se encarama;
y con mirada en que la llama ardía,
cada cual un hocico se amalgama.

     El erguido hacia abajo contraía
las sienes, y la carne rebosante
en orejas y cara convertía.

     Con la materia posterior sobrante
una nariz sobre la faz se planta,
y los labios engruesan lo restante.

     Su hocico el abatido solevanta,
y las orejas salen de su testa
como sus cuernos caracol levanta.

     La lengua, que antes era unida y presta,
se parte en dos, y la otra dividida,
se reúne, y el humo contrarresta.

     El alma, así en culebra convertida,
se escapa por el valle, y va silbando;
el de pie le despide su escupida;

     le da la espalda, y dice al otro hablando.
«Quiero que corra, que se arrastre Boso,
cual yo fuí por los suelos arrastrando.»

     Vi de esta suerte, en el septeno foso,
de otras almas la forma trasmutada;
y que lo nuevo excuse lo enojoso.

     Si tenía la vista algo ofuscada,
y el alma absorta, empero no fué tanto,
de las sombras no ver la desbandada,

     y pude conocer a Puccio Squianto,
el solo que de forma no cambiara.
¡El otro era una sombra que de llanto,

     desdichada Gaville, te inundara!




CANTO XXVI


[ Octavo foso del círculo infernal. Los dos poetas, desde la altura de un puente de rocas, dominan el cerco octavo. Suplicio de los consejeros del fraude. Las llamas animadas que giran en torno del valle o foso, encerrando cada una de ellas uno o más pecadores. La llama que encierra a Ulises y Diomedes, formando en su cresta dos lenguas de fuego que hablan, es interrogada por los poetas. Ulises narra su viaje más afuera de las columnas de Hércules, hasta descubrir una nueva tierra, y su naufragio. ]


     Goza Florencia de tu fama grande,
que en mar y tierra con sus alas vuela,
y que tu nombre en el infierno expande.

     Entre ladrones de la grande escuela
cinco hijos tuyos vi, yo avergonzado,
que por cierto no abonan tu clientela.

     Mas si en el alba es cierto lo soñado,
pronto verás el odio que te aguarda,
como en el Prato, de uno y otro lado.

     Y si viniese con la marcha tarda,
como que ha de venir, toda mi vida
me ha de pesar, en cuanto más se atarda.

     Remontamos la rápida subida,
sobre escombros a modo de escollera,
la marcha por mi guía precedida.

     Seguimos solitarios la carrera,
por entre riscos, que a no ser la mano,
nuestro pie remontarlos no pudiera.

     Cuando pienso en aquel mundo inhumano
y en lo que vi, me siento más doliente;
mi espíritu refreno, y más me afano

     en ir tras la virtud derechamente,
que me dió buena estrella, o mejor cosa,
y no debo envidiarme el bien presente.

     Como mira el labriego que reposa,
en la grata estación en que el sol brilla,
y más tarde en venir la noche umbrosa,

     cuando la mosca cede a la mosquilla,
las lucernas que todo el valle alumbran,
campo de la vendimia y de la trilla;

     tal las llamas chispeantes ya relumbran,
de aquel octavo cerco entre los fosos,
al tiempo que mis pies la roca encumbran.

     Como el que fué vengado por los osos,
el carro vió de Elías en su vuelo,
llevado por caballos fulgorosos,

     sin poderlos seguir en su desvelo,
viendo sólo doquiera viva llama,
que como nube remontaba al cielo,

     así en el valle el fuego se derrama,
y cada llama oculta un penitente,
en cuyo seno sin cesar se inflama.

     Miraba absorto, al borde del gran puente,
y, de no haberme de un peñasco asido,
al abismo cayera ciertamente.

     Mi guía, al observarme así abstraído,
«Un espíritu», dice, «en cada hoguera,
de lo que lo devora va vestido.»

     Respondí: «Tu palabra verdadera
confirma la verdad por mí sentida;
pero, además, bien penetrar quisiera

     «quién es aquel que, en llama bipartida,
surge, como en la pira que a los manes
de Eteocle y Polinice fué encendida.»

     Y respondió: «Del fuego en los afanes,
Ulises y Diomedes, como hermanos,
pagan a la ira eterna sus desmanes.

     »Lloran porque en su muro, a los troyanos,
con doloso caballo, abrieron puerta,
por do salió la estirpe de romanos.

     »Lloran el fraude, que Deidamia muerta
aun deplora de Aquiles, su alma triste,
y el paladión que hurtó su mano experta.»

     «Si dentro de la llama que los viste
hablar pueden,» le dije, «yo te ruego,
y te vuelvo a pedir por cuanto existe,

     »no me niegues hablarles desde luego,
pues la llama de cuernos coronada
me llama con deseos sin sosiego.»

     Y él a mí: «Tu plegaria es alabada,
y por eso la acojo complacido;
mas debe ser tu lengua moderada;

     »déjame hablar, pues bien he comprendido,
lo que deseas, porque fueron griegos,
y tu idioma les es desconocido.»

     Al acercarse los cornudos fuegos,
cuando al maestro pareció oportuno,
en esta forma dirigió sus ruegos:

     «Vosotros, los que vais de a dos en uno,
dentro del fuego, por lo que hice en vida,
si recordáis que en verso, cual ninguno,

     »fué por mí vuestra fama trascendida,
parad, y por el fuego que atestigua
vuestra muerte, decidme do fué habida.»

     El alto cuerno de la hoguera antigua,
como la llama que fustiga el viento,
al par que estaba inmóvil la contigua,

     se agitó con activo movimiento,
como lo hace al hablar la lengua humana,
y echó hacia afuera su escondido acento:

     «Cuando libre de Circe la inhumana,
que más de un año en Gaeta me retuvo,
do antes de Eneas era soberana,

     »ni el cariño por mi hijo me contuvo,
ni de mi viejo padre la ternura,
ni el amor de Penélope me abstuvo,

     »de correr por doquier a la ventura,
por conocer el mundo como experto,
y al hombre con sus vicios y cultura.

     »Lancéme sin temor en mar abierto,
con sólo un leño, y tuve por compaña
pocos hombres, mas todos de concierto.

     »Vi las costas del mar hasta la España,
en Marruecos, y en la isla de los Sardos,
y las comarcas que en contorno baña.

     »Mis compañeros, viejos y ya tardos,
cual yo también, llegamos al Estrecho
donde Hércules plantó firmes resguardos,

     »para marcar al hombre fatal trecho;
Ceuta dejé de un lado a la partida,
y Sevilla quedó por el derecho:

     »¡Hermanos, que entre riesgos sin medida,
tocáis, dije, el extremo de occidente,
en la corta vigilia de la vida,

     »aprovechad la fuerza remanente!
No os privéis de la máxima experiencia,
de hallar en pos el sol mundo sin gente.

     »De noble estirpe es vuestro ser esencia:
para alcanzar virtud habéis nacido,
y no a vivir cual brutos sin conciencia.

     »De los míos, el ánimo aguerrido
esta arenga conforta, y su osadía,
nadie, ni yo, la hubiera contenido.

     »La popa vuelta adonde nace el día,
en alas locas vueltos nuestros remos,
vamos a izquierda siempre, en nuestra vía.

     »Del otro polo, las estrellas vemos
en la noche, y abajo no aparecen
del horizonte nuestro los extremos.

     »Cinco lunas renacen y decrecen,
con la luz por debajo de la luna,
desde el gran paso en que los mares crecen,

     »cuando aparece una montaña bruna
por la larga distancia, levantada
cual hasta entonces no era vista alguna.

     »¡Oh, alegría, que en llanto fué trocada!
Que de la nueva tierra un torbellino
bate la proa la nave tormentada.

     »Tres vueltas la hace dar en remolino;
sube la popa al enfrentar la tierra,
baja la proa, y el querer divino

     »al fin el mar sobre nosotros cierra.»




CANTO XXVII


[ Continuación del cerco octavo. Otra llama animada. Diálogo de Dante con el conde Guido de Montefeltro sobre el estado político de la Romaña. Guido de Montefeltro hace relación de su vida y del consejo que dio a Bonifacio VIII bajo previa absolución, que fue la causa de su condenación. Discusión casuística entre San Francisco y un ángel negro. Las almas condenadas y los cuerpos vivos. ]


     Dejó de hablar la llama enhiesta y quieta,
y prosiguió, girando por su vía
con venia del dulcísimo poeta,

     cuando otra llama que a él se dirigía
me hizo volver los ojos a su altura
por confuso rumor que despedía.

     El siciliano toro dió tortura,
como era justo, en su primer mugido,
a quien lo modeló con lima dura,

     mugiendo con la voz del afligido;
que aunque de bronce estaba fabricado,
de dolor parecía estremecido;

     así el acento en llamas encerrado,
con su rumor mezclaba su lenguaje,
convertido en la queja del penado.

     Mas luego que hubo completado el viaje,
la flamígera lengua, claramente,
a una voz lastimera dió pasaje:

     «Tú, quienquiera que seas, ser clemente,
que has dicho con el habla de lombardo:
¡Anda en paz! ¡No te atizo, penitente!

     »Aunque me acerque a ti con paso tardo,
mi voz escucha, por piedad te ruego:
ya ves que quieto estoy, si en llamas ardo.

     »Si recién llegas a este mundo ciego,
y acaso vienes de la dulce tierra
de donde vine hasta el eterno fuego,

     »dime si la Romaña se halla en guerra:
yo soy de la montaña que en Urbino
desprende el Tíber, cuyo valle encierra.»

     Escucho atento y la cabeza inclino,
cuando mi guía, blando me amonesta,
y me dice: «Háblale, que es un latino.»

     Yo, que tenía pronta la respuesta,
le respondí cuando callado se hubo:
«Alma infeliz, a quien la llama tuesta,

     »la Romaña jamás en paz estuvo
en el alma feroz de sus tiranos:
tiene la triste paz que de antes tuvo.

     »Los Polenta, cual siempre, soberanos
son de Rávena, y su águila atrevida
con sus alas proteje a los Cerbianos.

     »La tierra, que en su prueba sostenida
francos mató a montones, yace opresa
del verde león en garras, sometida.

     »El dogo viejo, y el que nuevo empieza,
en Verrucchio, matando en desgobierno
como a Montaña, siempre muerden presa.

     »Los pueblos de Lamorne y de Santerno
rige el leoncillo azur en nido blanco,
que bando cambia de verano e invierno.

     »La ciudad a que el Savio baña el flanco,
que entre el llano y el monte está fundada,
de opresión y licencia es campo franco.

     »Ora tu nombre di, tan apiadada
cual otras almas en martirio han sido,
y sea tu memoria prolongada.»

     La llama ardiente despidió un rugido,
y su punta, cual lengua, lanzó afuera,
de aquí, de allá, y habló como un soplido:

     «Si yo creyese mi respuesta fuera
dada a quien pueda retornar al mundo,
inmóvil esta llama se estuviera;

     »mas como nadie, hundido en lo profundo
de este valle, ha salido vivo y sano,
sin temor a la infamia, lo difundo.

     »Fuí guerrero; después fuí franciscano,
con su cordón creyendo hacer enmienda;
y, cierto, mi creer no fuera vano,

     »si el grande sacerdote ¡Dios lo hienda!,
no me volviese a la primera culpa;
y como fué yo quiero se me entienda.

     »Mientras que forma fuí de hueso y pulpa,
que la madre me dió, la vida mía,
no de león, de zorro se la inculpa.

     »La torticera y encubierta vía
supe tan bien, que a fuer de mis amaños
mi nombre por la tierra se extendía.

     »Cuando hube entrado en los maduros años,
que la vela aferrar y atar el cable
hacen al hombre, tristes desengaños,

     »lo que antes me agradó fué detestable;
y contrito y confeso, mi deseo
de remisión llenara ¡miserable!

     »El príncipe del nuevo Fariseo,
en guerra a inmediación de Lateranos,
no con el Sarraceno y el Judeo;

     »que eran sus enemigos muy cristianos,
pues ni uno en Acre renegó su creencia,
ni fuera mercader con egipcianos,

     »faltó a su fe llevado a la eminencia;
no respetó el cordón, ni la pedestre
orden santa de ayuno y penitencia.

     »Cual Constantino demandó a Silvestre
para curar su lepra de Sorate,
llamóme por mi mal, como maestre,

     »para curar su fiebre de combate;
pidióme su consejo: hice desecha,
porque ebrio parecióme aquel magnate.

     »Luego dijo: Destierra la sospecha:
si me enseñas, te absuelvo de antemano,
como pueda a Penestra ver maltrecha.

     »Todo se abre y se cierra por mi mano,
en los cielos, pues tengo las dos llaves,
que mi predecesor tuvo en desgano.

     »Ante estos argumentos hartos graves,
pensé que lo peor era callarme,
y dije: ¡Oh, padre!, pido que me laves

     »del pecado que el alma va a mancharme,
cuando te digo: Triunfarás de cierto,
con prometer sin dar en el desarme.

     »Francisco me buscó cuando fuí muerto;
mas dijo negro querubín caído:
No te lo lleves, que me harás entuerto.

     »Bajar debe a mi centro maldecido,
porque ha dado consejo fraudulento,
y ya lo tengo de la crin asido.

     »No hay perdón sin final repentimiento:
arrepentirse y reincidir no es dado:
contradicción no admite el argumento.

     »¡Pobre de mí!, cuál me sentí penado,
cuando al asirme, dijo: ¡Ciertamente,
que tan lógico fuera no has pensado!

     »A Minos me llevó, quien, imponente,
ocho repliegues dió a su cola luego,
y, mordiendo la punta con el diente,

     »gruñó: ¡Merece que lo esconda el fuego!,
y aquí me ves perdido en el infierno,
envuelto en llamas, sin ningún sosiego.»

     Después de hablar, siguió su giro eterno
aquella alma quejosa y dolorida,
torciendo al aire su flamante cuerno.

     Trepamos del otro arco la subida
que cruza el foso y fuimos adelante,
donde paga otra turba maldecida

     el cargo de discordia malignante.




CANTO XXVIII


[ Invocación al lenguaje escrito y hablado. Evocación a los muertos. Noveno cerco, donde son atormentados los cismáticos y promotores de discordias. Aparición de Mahoma y de Alí. Reminiscencia de fray Dolcino. Las almas en pena de Pedro de Medicina, Curione y el Mosca. Beltrán del Bornio, que lleva su cabeza en las manos a manera de una linterna con que se alumbra. ]


     ¿Quién podría, ni en voces no rimadas,
decir la sangre y llagas que he mirado,
y, de lleno, dejarlas retrazadas?

     Todo idioma sería muy menguado,
porque a nuestra palabra y nuestras mentes
tanto en su seno comprender no es dado.

     Si se adunaran las extintas gentes
que, de la Apulia, la infelice tierra
bañaron con su sangre de dolientes,

     con el romano en prolongada guerra,
que tanto anillo diera por despojos,
cual dice Tito Livio, que no yerra;

     si a ellas se uniesen los que en sangre rojos
cayeron contrapuestos a Güiscardo,
y los huesos que aun miran nuestros ojos

     en Ceperano, donde fué bigardo
cada Pullense; y los de Tagliacozzo,
donde inerme triunfara el viejo Alardo;

     cuando todos, en grupo lastimoso
presentan cada miembro mutilado,
nada serían, ante el nono foso.

     Jamás tonel sin duela o desfondado
vióse como uno allí, todo él abierto,
desde la barba al vientre, el desdichado.

     Su corazón se muestra a descubierto;
sus intestinos cuelgan, y es su saco
de excrementos depósito entreabierto.

     Lo seguía al través del aire opaco,
y al mirarme exclamó, rasgando el pecho:
«Ve cómo las entrañas me resaco.

     »Mira a Mahoma aquí, todo deshecho:
más adelante, Alí sigue llorando,
y su cabeza abierta es un desecho.

     »Y los otros que ves aquí girando,
de escándalo y de cisma sembradores
fueron en vida, y así están penando.

     »Un diablo se halla atrás, que en sus furores
nos parte con el filo de su espada,
renovando cruelmente los dolores

     »en cada vuelta, a la doliente estrada;
porque se cicatriza nuestra herida,
antes de repasar la vía andada.

     »Mas ¿qué haces tú sobre esa roca erguida?
¿Tal vez retardas el suplicio airado
por la culpa en el mundo cometida?»

     »Aun no ha muerto ni viene condenado»,
dijo el maestro; «busca la experiencia,
no el tormento que en lote le ha tocado.

     »Yo un muerto soy, y doile mi asistencia
al recorrer los cercos tenebrosos:
y como te hablo, es esto una evidencia.»

     Más de cien almas se alzan de los fosos
para mirarme como extraño caso,
olvidando sus golpes dolorosos.

     Sigue Mahoma: «Pues que estás de paso
y vas a contemplar el sol en breve,
di a fray Dolcino, si no quiere acaso

     »acompañarme aquí, cuide la nieve,
que la vitualla ataja, pues podría
bien suceder que el Novarés la lleve.»

     Así Mahoma, al tiempo que partía,
dejó de hablarme con la planta alzada,
volviendo a andar por la doliente vía.

     Otro que trae la gola agujereada,
cortada la nariz hasta la ceja,
y que muestra una oreja mutilada,

     fijo me mira, pero no se queja
como los otros, y abre su garguero,
en chorro al destilar sangre bermeja.

     «¡Oh!, tú que exento del tormento fiero,
y en tierra conocí que fué latina»,
dijo, «según de tu semblante infiero,

     »acuérdate de Pedro Medicina,
si tornases a ver el dulce llano
que de Vercello a Marcabó se inclina;

     »a los dos buenos únicos de Fano
y Angiolelo, dirás, también a Guido,
si el predecir aquí no es un don vano,

     »que serán, de un bajel desprevenido,
arrojados al mar frente a Cattólica,
dentro de un saco, por tirano infido.

     »Entre la isla de Chipre y la Mayólica,
nunca verá pirata igual Neptuno,
tal crimen cometer en tierra Argólica.

     »El traidor, cuyos ojos ven con uno,
en el país que uno que está conmigo
no quisiera haber visto en tiempo alguno,

     »los llamará para tratar consigo,
y hará tal que ni el viento de Focara
ni las preces los pongan al abrigo.»

     Y yo a él: «Dime antes y declara,
si he de ser de tus nuevas mensajero,
¿quién tan amarga vista no deseara?»

     La quijada empuñó de un compañero,
abrir la boca con sus manos le hizo,
gritando: «Un mudo que mostrarte quiero.

     »Este exilado a César indeciso,
aliento dió al decirle: Mucha espera
nos pierde sin salir del compromiso.»

     ¡Cuán consternada su apariencia era,
con la lengua a raíz despedazada,
de aquel Curión, que la movió tan fiera!

     Con una y otra mano mutilada,
otro alzó sus muñones, y en luz hosca
mostrándome su cara ensangrentada,

     clamó: «¡También acuérdate de Mosca!
Yo fuí quien dije: ¡Acabe lo empezado!,
germen de males de la gente tosca.»

     «¡Y muerte de tu raza!», dije airado.
Y como loco que el dolor perturba
se fué con doble duelo acumulado.

     Quedé a mirar la condenada turba,
y cosa vi que me causó pavura,
y que el solo contarla me conturba;

     mas la firme conciencia me asegura,
como fiel compañera que da aliento
bajo el albergue de una mente pura.

     Yo vi cierto, y lo veo en el momento,
un busto sin cabeza ir caminando
en medio de aquel triste agrupamiento.

     La cabeza del pelo iba colgando
en sus manos, a modo de linterna,
y: «¡Ay de mí!», exclamaba sollozando.

     De sí mismo era tétrica lucerna.
¡Y era cual todo en uno o dos en una!...;
como fuera, no es fácil lo discierna.

     ¡Lo sabe aquel que todo lo coaduna!
Al pie del puente alzóse la cabeza,
movió los labios de su boca bruna,

     y díjome: «Contempla esta crudeza,
tú que vivo visitas a los muertos,
que en nadie más que en mí la culpa pesa.

     »Para llevar de mí comentos ciertos
que soy Bosnio Beltrán saber tú debes,
que aconsejó al rey Juan en sus entuertos.

     »Al hijo y padre convertí en aleves,
cual David y Absalón tan fementido,
que de Aquitófel son las culpas leves.

     »Por dividir lo que se hallaba unido
tengo así dividida la cabeza,
principio de este cuerpo amortecido;

     »y culpa y pena así se contrapesa.»




CANTO XXIX


[ Comparación entre los grandes dolores de la tierra y del infierno. Al salir del noveno cerco, Dante entrevé a su pariente Geri del Bello, que se esquiva airado de su vista. Diálogo entre Virgilio y Dante. Los dos poetas entran en el décimo valle o foso del octavo círculo. Tormento de los falsificadores y de los alquimistas, devorados por llagas asquerosas. Coloquio de los dos poetas con una sombra. El volador de Siena, Capocchio. ]


     Con tanta gente en llaga dolorida,
mi vista estaba de dolor colmada,
que tanta pena a lagrimar convida;

     mas Virgilio me dijo: «¿Tu mirada
por qué sigue tan fija y tan ansiosa,
en la sombra, a esa turba mutilada,

     »que antes paseabas triste y vagorosa?
Nadie contar sus almas se imagina,
que millas veintidós mide su fosa.

     »Mas ya la luna a nuestros pies se inclina:
corto es el tiempo que me está acordado
y hay más que ver en la mansión maligna.»

     »Si bien me hubieses antes observado,
me dieras la razón», dije a mi guía,
«y la partida un tanto retardado.»

     El, entretanto, su ágil pie movía,
caminando, sin darme la respuesta,
mientras yo continuaba: «En esta impía

     »mansión del duelo la mirada puesta,
de mi sangre, un espíritu que llora
pienso haber visto, y lo que culpa cuesta.»

     Dijo el maestro entonces: «Si deplora
tu corazón la vista del doliente,
mayor dolor verás; déjalo ahora;

     »lo he visto cuando estabas sobre el puente,
que con desdén feroz te amenazaba,
Geri-Bello, llamándolo la gente.

     »Tu atención por entonces se fijaba
en el señor que fué del alto fuerte,
y no has visto al que al lado se esquivaba.»

     «¡Oh!, mi maestro, su violenta muerte»,
le respondí, «que sin venganza yace,
por los que oprobio parten con su suerte,

     »quizás motive su desdén y le hace
ocultarse de mí, como lo hacía,
y más piedad del corazón me nace.»

     Así hablando los dos en compañía,
llegábamos del puente hasta la altura,
do con más luz el valle se veía;

     y al penetrar a la última clausura
de Malebolge, vimos ya cercanos
los conversos de aquella negra hondura.

     Fuertes lamentos suben inhumanos
que lastiman con puntas aceradas;
y el oído tapé con ambas manos.

     Valdechiana no vió nunca hacinadas
de julio hasta septiembre, en hospitales,
ni la Marisma y la Cerdeña aunadas,

     más miserias y pestes ni más males:
tal era la infección que se exhalaba
de los corruptos cuerpos infernales.

     Bajamos por el borde en que estribaba
el largo puente, hacia la mano indiestra,
donde la vista el valle dominaba.

     Y abajo vi, con su severa muestra
del Ser supremo el fallo justiciero,
que da castigo a la maldad siniestra.

     No creo fuese el padecer más fiero,
cuando de Egina el aire tan malsano
postró doliente todo un pueblo entero,

     que desde el hombre al mísero gusano
todos murieron, y la antigua gente,
según dan los poetas por certano,

     renovó con hormigas su simiente;
y era de ver en esta oscura fosa
languidecer, por hatos, grey doliente.

     Quien sobre el vientre, quien de espalda posa;
y unos sobre los otros se arrastraban
a gatas por la vía dolorosa.

     Mudos los dos, las plantas nos llevaban,
mirando y escuchando a los penados,
que en vano erguir los cuerpos intentaban.

     A dos vi sobre el suelo, que adosados,
cual una olla a otra junta se calienta,
de pies a la cabeza lacerados;

     no de un mancebo mano turbulenta
mueve con más empeño la almohaza,
ante el amo, que espera y se impacienta,

     cual un alma y la otra se ataraza
con sus uñas, moviéndose rabiosas,
sin alivio al ardor que las abrasa.

     Rascábanse las costras pustulosas,
cual con cuchillo escámase el pescado,
con uñas aceradas y filosas.

     Y hablando a un leproso condenado,
dijo mi guía: «¡Oh, tú, que te destrozas
y en tenazas tus manos has trocado!,

     » dime si entre estas sombras dolorosas
se encuentra algún latino; ¡y que le baste
uña eterna a tus manos trabajosas!»

     «Latinos somos; en eterno guaste
los dos estamos», prorrumpió gimiendo.
«Mas, ¿quién eres, que así lo demandaste?»

     Y el maestro: «Soy uno que desciendo
con un vivo, de piedra en piedra dura,
y mostrarle el infierno, bien entiendo.»

     Al oírlo, rompieron su apretura,
y trémulo cada uno me examina,
con los otros que oyeron aventura.

     El maestro hacia mí blando se inclina;
miróme y dijo: «A tu sabor demanda»
Y hablé obediente a voluntad benigna:

     «¡Sea vuestra memoria memoranda
en el humano mundo de la mente,
y viva muchos soles y se expanda!

     »Decidme quiénes sois, y de qué gente,
si vuestro mal y lastimosa pena
no lo impide, y habladme libremente.»

     «De Arezzo fuí, donde Albero de Siena»,
el uno dijo, «asóme en vivo fuego;
mas no es ésta la causa de mi pena.

     »Es verdad que una vez dije, por juego,
que volar por los aires yo podría,
y él, de muy poco seso, y harto lego,

     »quiso le demostrase el arte mía,
y porque no hice un Dédalo, a la hoguera
me echó un obispo que por hijo había.

     »De la diez, a la fosa postrimera
Minos me condenó, maguer mis preces,
porque alquimista allá en el mundo fuera.»

     Dijo al poeta: «Son, estos sieneses,
todo de natural tan vanidoso,
como más no lo son ni los franceses.»

     A estas palabras, que escuchó, un leproso
me respondió: «Cierto es, menos Estrica,
que fué en gastos tal vez parsimonioso;

     »y Nicolás, el que la usanza rica
del jirofle nos dió, que en país lejano
su simiente nativa multiplica;

     »y la cuadrilla de Cación de Asciano,
que viña y bosque disipó sin cuento;
y Abbagliato, que fué de juicio sano.

     »Y has de saber que el que hace este comento
contra el Sienés, y que tal vez te asombra,
si bien miras, tendrás conocimiento

     » que en la tierra Capocchio se le nombra,
falseador de metales por alquimia;
y debes recordar, al ver mi sombra,

     »que a natura imité con arte eximia.»




CANTO XXX


[ Los males y sufrimientos en la tierra y en el infierno. Continuación del último valle del octavo círculo. Otros falsificadores por trasmutación de la propia persona. Presa de una demencia furiosa. Mirra. Juan Esquico. Un falsificador de moneda. Adán de Brescia. Los falsificadores de la palabra. Disputa entre el hidrópico Adán de Brescia y el griego Sinón, devorado por la fiebre. Diálogo entre los dos poetas en que Virgilio reprocha a Dante entretenerse en atender palabras soeces. ]


     En el tiempo en que Juno, despechada,
con Semele y la raza del tebano
mostróse como siempre malairada,

     Atamante tornóse tan insano,
que al ver a sus dos hijos con su esposa,
llevados cada uno de una mano,

     «¡A las redes!», gritó con voz furiosa.
«¡Leona y cachorros juntos he tomado!»
Y cual zarpa tendió mano impiadosa.

     Y a uno de ellos, que Learco era llamado,
lo estrelló en una roca, furibundo,
y ella se echó con otro al mar airado.

     Y cuando la fortuna, a lo profundo
bajó a Troya, tan alta y tan osada,
y rey y reino se borró del mundo,

     y Hécuba, la cautiva desolada,
después de ver a Polixena muerta,
de Polidoro vió la paz amada,

     cadáver triste sobre playa yerta,
y ladró como can, con pena insana
oscura el alma y la razón desierta;

     no la furia tebana y la troyana
atormentara con más penas crudas
los animales y la especie humana,

     cual vi dos sombras pálidas, desnudas,
correr, morder, cual del chiquero afuera,
el puerco, con sus fauces colmilludas.

     Una alcanza a Capocchio en su carrera,
y al nudo de su cuello el diente hendiendo
lo hace barrer el suelo en ira fiera.

     El Aretino, a golpe tan tremendo,
«Este espíritu», exclama: «es Juan Esquico,
que así rabioso a todos va mordiendo.»

     Y yo a él: «Decirme te suplico,
cual sea la otra sombra vagarosa
¡y puedas preservarte de su hocico!...»

     Y él: «Es ésa la sombra criminosa
de Mirra antigua, que, el pudor violando,
se enamora del padre, y que incestuosa

     »peca con él, su ser falsificando,
porque en otra persona se transforma;
como ése que con ella va penando,

     »quien, por yegua ganar de buena forma,
Buoso Donati se llamó, doloso,
por testamento en ajustada norma.»

     Luego que hubo pasado el par rabioso
que mantenía absorta la mirada,
la extendí por el cerco doloroso,

     y a modo de laúd, mal conformada
una sombra miré, que tal sería
si la parte inferior fuese cortada.

     El humor de una grave hidropesía
de su cuerpo los miembros deformaba,
y a su rostro no el vientre respondía.

     De arriba abajo el labio se apartaba,
cual la boca del hético, sedienta,
desde la barba a la nariz temblaba.

     «Alma que estás de toda pena exenta,
no sé por qué, del valle en el secuestro»,
me dijo, «pasa y toma triste cuenta

     »del pobre Adamo, mísero maestro:
todo lo tuve, y hoy de agua una gota
fuera más grata en mi penar siniestro.

     »El arroyo que el fresco valle acota,
al descender del verde Casentino,
y en el Arno sus aguas desagota,

     »ante mis ojos siempre me imagino,
y su imagen risueña me deszuma
más que el mal se descarna de contino.

     »La rígida justicia que me abruma,
castigame por donde yo he pecado,
y mi talento se transforma en bruma.

     »En Romena, por mí falsificado
fué el dinero sellado del Bautista;
por ende, el cuerpo allí dejé quemado,

     »mas si viese que el alma aquí se atrista
de Guido, de Alejandro, o de su hermano,
por Fonte-Branda diera yo esa vista.

     »Uno ha venido ya o está cercano,
si no miente la voz de esta morada,
pero ¡ay! atado estoy de pies y mano.

     »Si en cien años pudiese una pisada
adelantar con cuerpo más ligero,
me echaría a la vida condenada:

     »lo buscaría en este valle fiero,
bien que tenga once millas de circuito,
y media de ancho mida por entero.

     «Por ellos sufro este dolor maldito:
ellos me hicieron acuñar florines
de tres quilates falsos, con delito.»

     «Te pido», dije, «que a ésos denomines,
que cual la húmeda mano en el invierno
humean de este valle en los confines.»

     «Allí los vi cuando bajé al infierno»,
repuso, «y nunca, nunca se han movido:
y así estarán por tiempo sempiterno.

     »Una mintió a Josefo y su marido.
Otro es Sinón en Troya mal famado:
y es su vapor, su aliento corrompido.»

     Uno de aquellos dos, así tachado,
golpeó con puño firme y avizoro
del hidrópico Adamo el vientre inflado,

     que retumbó como tambor sonoro;
pero, con mano por igual pujante,
gritándole: «¡Ni aun este oficio ignoro!»,

     maltratóle furioso su semblante;
y agregó: «Bien que me halle aquí tullido,
mi brazo, para ti, aun es bastante.»

     Y el otro replicó: «Cuando sumido
te hallabas en las llamas, no tan presto
eras, como al forjar florín mentido.»

     Y el hidrópico dijo: «Cierto es esto;
pero no fué tan fiel tu testimonio,
cuando en Troya te fuera a ti requesto.»

     «Verdad; mas no fué puro tu antimonio»,
gritó Sinón. «Si entonces he mentido,
lo has hecho tú más que ningún demonio.»

     «Recuerda aquel caballo fementido»,
repuso el otro, aquel de vientre hinchado,
«reo por todo el mundo maldecido.»

     «Tú», dijo el griego, «eres el más penado;
con panza inflada y con la lengua seca,
el mirarte y beber te está vedado.»

     Y el monedero: «Tu mentir te obceca,
que si padezco sed y tengo humores,
a ti fiebre maligna te reseca.

     »Es tu cabeza presa de dolores,
y lamer el espejo de Narciso
bien quisieras en medio a tus ardores.»

     La disputa escuchaba, y de improviso
el buen maestro prorrumpió: «¡Pues, mira!
¡Que estoy por enojarme!» Yo, indeciso,

     al escuchar aquel acento de ira,
por tal vergüenza me sentí turbado
que todavía en mi memoria gira.

     Y como el que desgracias ha soñado,
o aun soñando desea que falsía
sea lo que entre sueños ha mirado,

     tal yo también, que ni aun hablar podía,
con palabras mi falta no excusaba,
y me excusaba, y sin saber lo hacía

     «Culpas más graves que la tuya lava
ese rubor», dijo el maestro amado,
«de la virtud, que todo desagrava.

     »Y piensa que estaré siempre a tu lado
si otra vez te encontrases con tal gente,
que encuentre en semejante plato agrado;

     »que es bajeza el oírla solamente.»




CANTO XXXI


[ La lengua de Virgilio y la lanza de Aquiles. Aparición de los titanes que emergen con la mitad del cuerpo sobre la octava fosa o valle a la manera de torreones de fortaleza. Los dos poetas dan la espalda al octavo círculo y se dirigen al pozo central del infierno, que está encima del noveno y conduce a él. Nemrod, Efialtes y otros titanes. El gigante Anteo. Discurso de Virgilio suplicando a Anteo que los haga descender al noveno círculo. Anteo toma a Virgilio y Dante en sus manos, y como un lío los hace descender al último abismo. ]


     La misma lengua que mordió enojosa
y dióme de vergüenza la semblanza,
la medicina me brindó piadosa;

     así cuentan curaba aquella lanza
de Peleo y Aquiles al herido;
de un lado dura y por el otra mansa.

     Dejamos aquel valle dolorido,
contorneando del cerco el alto muro,
mudos y el pensamiento contenido.

     Era entre día y noche, un claro oscuro,
y en la sombra mi vista vacilaba,
cuando un cuerno sonó, con son tan duro

     que todo otro sonido sofocaba;
y el oído la vista encaminando,
atento a un solo punto, concentraba.

     Tras de la rota dolorosa, cuando
Carlomagno perdió la santa gesta,
no tan terriblemente el cuerno de Rolando.

     En mi camino, al revolver la testa,
de muchas altas torres vi semejos,
y al guía pregunté: «¿Qué tierra es ésta?»

     Y respondió: «No puedes ver de lejos,
y te ofuscan en medio a las tinieblas
de lo que tú imaginas los reflejos.

     »Lo que lejano con engaños pueblas,
claro verás, estando más cercanos;
apura el paso y pasarán las nieblas.»

     (Y dulcemente me tomó las manos.)
«Antes que en esta vía te adelantes,
y se disipen tus mirajes vanos,

     »sabe que no son torres: son gigantes
hundidos en la fosa, y esto explica
que sus bustos se yergan arrogantes.»

     Como cuando la niebla se disipa,
poca a poco la vista transfigura
lo que un denso vapor diversifica,

     así, rompiendo densa bruma oscura,
al acercarme al borde misterioso,
huyó el engaño y vino la pavura;

     pues como en torno a muro poderoso,
Montereggión de torres se corona,
así el recinto que circunda el pozo;

     y así también, a medias la persona
se alza de los gigantes, que amenaza
Júpiter con sus rayos, cuando atrona.

     Veo una faz que al muro sobrepasa,
la espalda, el pecho y de su vientre parte,
y a un lado y otro el brazo que rebasa.

     Hizo natura bien dejando el arte
de procrear tamaños animales,
pues de tales soldados privó a Marte.

     Ballenas y elefantes dan señales
que, si bien no del todo se arrepiente,
aun en esto sus juicios son cabales;

     porque si a la potencia de la mente
se juntara la fuerza maliciosa,
el hombre a resistir fuera impotente.

     Era larga la faz y era anchurosa,
como la piña de San Pedro en Roma,
y su armazón, en proporción huesosa.

     El muro, como túnica le toma
medio cuerpo, y el resto, levantado
de la cintura a la cabeza asoma;

     tres frisones no hubieran alcanzado,
pues treinta grandes palmos yo veía,
adonde el hombre tiene el manto atado.

     «¡Rafele maí, amec zabí almía!»,
a gritar empezó la fiera boca,
que allí no suena dulce salmodía.

     Increpóle el maestro: «Anima loca,
sopla tu cuerno, y con su son desfoga
la ira o la pasión que te sofoca.

     »En torno al cuello encontrarás la soga
que por siempre te amarra, alma confusa,
y que, cruzada al pecho, cruel te ahoga.»

     Y mirándome dijo: «Así se acusa:
éste es Nemrod, que por su loca empresa,
la misma lengua el mundo ya no usa.

     »No perdamos el tiempo, que interesa;
porque el lenguaje que habla, nadie entiende,
ni él tampoco lo que el nuestro expresa.»

     El buen maestro su camino emprende;
gira a izquierda, y a tiro de ballesta
otro gigante desde el foso asciende.

     Quién con sus fuerzas su furor arresta,
no podría decir; pero amarrados
ambos brazos robustos manifiesta,

     por cadena de fierros muy pesados,
que el cuerpo cinco veces le ceñía
desde el cuello a los miembros empinados.

     «Este soberbio tuvo la osadía
de medirse con Jove, y en sí lleva
merecido castigo», dijo el guía.

     «Es Efialtes, que puesto a la gran prueba,
con gigantes, los dioses espantara:
no es fácil que sus brazos más remueva.»

     «Maestro», díjele, «yo deseara
ver, si es posible, al colosal Briareo,
y que su imagen por el ojo entrara.»

     Y él a mí: «Vamos a ver a Anteo,
cerca de aquí, y que habla y se halla suelto,
y ha de bajarnos donde gime el reo.

     »El que tú quieres ver se encuentra envuelto
en cadenas, cual éste semejante,
salvo el rostro feroz y más resuelto.»

     No trema el terremoto más pujante,
al sacudir el torreón más fuerte,
como Efialtes se agita amenazante.

     Jamás miedo mayor sentí de muerte,
y me la diera el pecho congojoso,
a no saber que, atado, estaba inerte.

     Seguimos a lo largo de aquel foso,
donde Anteo, su busto levantado,
cinco brazas afuera está alteroso.

     «¡Oh tú!, que en aquel valle afortunado,
donde heredó Escipión eterna gloria,
fué Aníbal y Cartago derrotado,

     »leones mil tuviste por memoria,
¡y que de haber estado tú en la guerra
de tus hermanos, lauro de victoria

     »coronara a los hijos de la tierra!
Bájanos hasta el hondo precipicio
donde el Cocito su frialdad encierra.

     »No nos dirijas a Tifón ni a Tizio;
éste que ves, dar puede lo que se ama,
si te inclinas con gesto más propicio,

     y por el mundo pregonar tu fama,
que vivo está y aun tiene vida larga
si antes de tiempo el cielo no lo llama.»

     Dijo Virgilio, y el gigante alarga
presto las manos que Hércules sintiera,
y entre sus brazos al maestro carga.

     Virgilio, que coger así se viera,
díjome: «Haz de modo que te prenda.»
Y de los dos Anteo un haz hiciera.

     Cual parece, al mirar a Carisenda
bajo el declive, que una nube leve
mueve en contra su fábrica estupenda,

     tal me parece Anteo, que se mueve
al inclinarse, y cierto que en tal hora
quisiera andar por vía menos breve.

     Mas, levemente, al fondo que devora
a Lucifer y Judas, nos llevó:
doblegado un momento se demora,

     y cual mástil de nave se irguió.




CANTO XXXII


[ Invocación a las vírgenes que ayudaron a Anfión a levantar los muros de Tebas. La raza maldita de los traidores. Entrada de los dos poetas al noveno y último círculo. Dante pisa en la oscuridad, con su pesado cuerpo de hombre vivo, las sombras de los condenados, que se quejan. El lago helado donde son atormentados los traidores enterrados desde el cuello hasta los pies. La Antenora, una de las cuatro comparticiones del noveno círculo, que son la Caína, la Antenora, la Tolomea y la Judeca. Suplicio y enumeración de los traidores a la patria, que penan en el hielo. Al entrar a la región Antenora Dante ve asomar dos cabezas sobre el hielo, una de las cuales devora la otra. ]


     Si tuviese una rima áspera y bronca,
como a este triste foso convendría,
que sustenta las rocas con que entronca,

     yo el jugo de mi mente exprimiría
más plenamente; pero no me alabo,
pues con temor doy suelta a mi osadía.

     Empresa fácil no es llevar a cabo
lo más hondo explicar del universo,
ni es de lengua que aún dice mamma y babbo.

     Ayuda, como Anfión, pide mi verso
a las donas de Tebas fundadoras.
¡No sea el hecho y el decir diverso!

     Plebe vil, entre razas malhechoras,
¡mejor que ser de lo que hablar es duro,
fuerais cabras y ovejas baladoras!

     Así que entramos en el pozo oscuro,
a los pies del gigante desdoblado,
miré la altura del soberbio muro.

     Clamó una voz quejosa: «¡Ay!, ¡ten cuidado!
¡Y no maltrates, con tu planta impía,
la frente de un hermano desdichado!»

     Volví los ojos do la voz salía,
y un lago vi, que, convertido en hielo,
más que de agua de vidrio parecía.

     Nunca en invierno más espeso velo
cubrió en Austria el Danubio congelado,
ni vió el Tanáis bajo su frío cielo,

     como el que vi, que a haberse derrumbado
sobre él Apuana y Tabernich unidos,
sus orillas ni en ¡cricch! hubieran dado.

     Como la rana lanza sus graznidos
con el hocico fuera, cuando sueña
la espigadera frutos más crecidos;

     lívidas, do vergüenza el rostro enseña,
yacen las sombras en el lago helado,
batiendo el diente a modo de cigüeña.

     Su rostro hacia los suelos inclinado,
su boca fría y su mirar transido
dan testimonio de su triste estado.

     Cuando la vista en torno hube corrido,
miré a mis pies, y vi dos condenados
el pelo de uno y otro confundido.

     «¿Quiénes sois los de pechos apretados?»,
pregunto, y ellos alzan sus semblantes,
y a mí tuercen los cuellos doblegados.

     En sus ojos, que blandos eran antes,
al asomar la lágrima se cuaja,
y se cierran, de hielo semejantes.

     Cual leño a leño ciñe férrea faja,
así los dos, revueltas sus guedejas,
cual cabras topan con la frente baja.

     Uno de ellos, perdidas las orejas
por el frío, pregunta, el rostro yerto:
«¿Por qué en nosotros tu mirada espejas?

     »Quiénes son esos dos, sabrás de cierto:
donde Bisenzio su corriente inclina,
fueron señores con su padre Alberto.

     »Hijos son de una madre; en la Caína,
que ora atraviesas, no hay sombra malvada
que más merezca estar en gelatina;

     »ni el que Arturo rompió de una lanzada,
cuerpo y sombra de un golpe traspasado,
ni Focaccio, ni esa otra condenada

     »cuya testa mi vista ha interceptado,
y Sassol Mascheroni se llamaba:
si eres toscano, ya te lo he mentado.

     »Pocas palabras, y el sermón acaba.
Fuí Camición de Pazzi, y aquí espío
a Carlín, que descargue mi alma prava.»

     Después, amoratados por el frío
vi rostros mil, que aun miro tiritando,
presente siempre aquel helado río;

     y mientras vamos hacia el pozo andando,
donde el peso del mundo se coaduna,
y entre el eterno frío iba temblando,

     no sé, si por destino o por fortuna,
marchando entre cabezas condenadas,
golpeó mi pie en el semblante a una,

     que llorando gritó: «Si tus pisadas
no son de Mont' Aperti la venganza,
¿por qué así me maltratan despiadadas?»

     Dije al maestro: «Para nuestra andanza;
quiero salir de dudas, que en seguida
haré cuanto me dicte tu templanza.»

     Paróse el guía, y dije a la dolida
sombra, que horrible blasfemaba ora:
«¿Quién eres tú de boca maldecida?»

     «¿Y tú quién, replicó, «que en la Antenora
golpeando vas los rostros duramente,
cual un vivo, con planta pesadora?»

     Y respondí: «Yo soy un ser viviente,
y si grata te puede ser la fama,
quizás tu nombre entre los otros cuente.»

     «¡Por lo contrario mi miseria clama!»,
replicó, «y eres tú mal lisonjero
al aumentar mi pena en esta lama.»

     Así el cabello de aquel ser tan fiero,
diciéndole: «Tu nombre me confiesa,
o te pelo y repelo todo entero.»

     «Puedes», dice, «pelarme con franqueza;
no te diré mi nombre, y te lo juro,
aunque estrujes mil veces mi cabeza.»

     De una mecha bien firme lo aseguro,
y empezaba a pelarle ya la coca,
en tanto que él ladraba su conjuro.

     Mas uno grita: «¿Qué te pasa, Bocca?
¿No te basta que suene tu quijada,
que aun ladras? ¿Qué demonio el que te aloca?»

     «Ora, tu confesión es excusada,
traidor», le dije, «queda con tu afrenta;
de ti daré noticia no falseada.»

     «Vete», repuso, «y lo que quieras cuenta,
mas no olvides decir que al lado mora
el que su lengua puso a retroventa,

     »y aun el dinero del francés deplora.
Llorar he visto a Buoso de Düara
do helada está la turba pecadora.

     »Y si alguno por otro demandara,
a Becchería tienes a tu lado,
a quien Florencia el cuello le segara.

     »Soldanier más allá creo enterrado,
con Ganello, y Tribaldo, traicionero
que entregara a Faenza, al sueño dado.»

     Más lejos vimos, en glacial ahujero,
de dos sombras heladas la cabeza,
que la una de la otra era sombrero.

     Como el hambriento muerde el pan apriesa,
así hundía su diente un condenado
en la nuca del otro que era presa.

     Cual Tideo, de rabia trasportado,
de Menalipo devoró la frente,
así roía el cráneo descarnado.

     «¡Oh!, tú», le dije, «que con fiero diente
muerdes una cabeza ya reseca,
¿cuál es el odio que tu pecho siente?

     »Si no es bestialidad la que te obceca,
di quién eres. ¿Por qué tan iracundo?
Si la lengua con que hablo no se seca,

     »la razón que tú tengas diré al mundo.»




CANTO XXXIII


[ Hugolino narra su emparedamiento en la torre de Pisa, juntamente con sus hijos y nietos. Su sueño fatídico. La agonía de los jóvenes y su muerte por hambre. Hugolino sobrevive a ellos, y ciego, desatendido, puede en él más el hambre que los sentimientos naturales. Imprecación del poeta contra Pisa. La región de la Tolomea, donde sufren tormentos otros traidores políticos. Fray Alberigo Manfredi. Branca D'Oria. Anticipación de la pena a las demás almas de los traidores, cuyo cuerpo permanece todavía en la tierra. ]


     La boca levantó del fiero pasto,
el pecador, limpiándola en el pelo
del cráneo, por detrás ya casi guasto.

     Y comenzó: «¡Quieres renueve el duelo
que, el corazón, impío me atormenta,
y antes de hablar me oprime sin consuelo!

     »Mas, si al traidor que muerdo, cría afrenta
mi palabra cual germen encarnado,
hablaré como el que habla y se lamenta.

     »No sé quién eres, ni cómo has bajado;
mas, por tu acento, tú eres florentino;
y lo pienso, después que te he escuchado.

     »Saber debes fuí el conde de Hugolino,
y éste fué el arzobispo de Ruggiero:
ahora sabrás por qué soy su vecino.

     »Por los amaños de su genio artero
confiéme de él, y a muerte condenado,
bien se sabe, fuí, triste prisionero.

     »Mas no sabes el modo despiadado
que hizo la muerte para mí más cruda:
oye, y sabrás cómo yo fuí agraviado.

     »Una estrecha ventana de La Muda,
que es hoy torre del hambre, y todavía
a otro afligido encerrará sin duda,

     »más de una luna ya mostrado había,
cuando en sueños miré correrse el velo
que el futuro a mis ojos escondía;

     »y a éste vi, cual señor con crudo anhelo
cazar lobo y lobeznos, en montaña
que de Luca y de Pisa parte el suelo.

     »Con perras flacas, dadas a esta maña,
los Gualando, Sismondis y Lanfranco,
corrían tras sus huellas la campaña.

     »En corto trecho, con cansado tranco,
soñé que a hijos y padre devoraban
las perras, con su diente hendiendo el flanco.

     »Al despertar, mis hijos allí estaban,
y los sentí, en sueños más crüeles,
que me pedían pan, y que lloraban.

     »¡Serás muy cruel si de mi mal no dueles,
pensando en lo que el alma me anunciaba!
Si no lloras, ¿de qué llorar tú sueles?

     »Despiertos ya mis hijos, se acercaba
la hora del alimento acostumbrado,
y aun soñando, cada uno vacilaba.

     »Sentí clavar la puerta: sepultado
quedé en la horrible torre, y vi maltrecho
el rostro de mis hijos; y callado,

     »¡yo no lloraba, empedernido el pecho!
Ellos lloraban, y Anselmuccio dijo:
¡Cómo me miras, padre! ¿Qué te han hecho?

     »Ni lloré entonces, ni repuse a mi hijo;
todo aquel día y en la noche, opreso,
hasta que al mundo un nuevo sol bendijo.

     »¡Débil rayo de luz el aire espeso
bañó de la prisión, y estremecido,
vi en cuatro rostros mi semblante impreso!

     Mordíme las dos manos dolorido,
y mis hijos, pensando que me embiste
hambre voraz, prorrumpen en quejido:

     »¡Será para nosotros menos triste
que comas nuestra carne miserable!
Tú puedes despojarla; tú la diste.

     »Por consolarlos me mostré inmutable:
quedamos todos en mudez sombría...
¿Por qué no me tragó tierra implacable?

     »Así llegamos hasta el cuarto día:
Gualdo me dijo: ¡Ven, ¡ay!, en mi ayuda!
Y se tendió a mis pies en agonía.

     ¡Gualdo murió; y vi, con lengua muda,
uno a uno morir los tres, hambrientos,
el quinto y sexto día, en ansia cruda!

     »Ciego busqué sus cuerpos macilentos...
tres días los llamé desatentado...
¡El hambre sofocó los sentimientos!»

     Con ojo torvo, así que hubo callado,
volvió a roer el cráneo con su diente
como hace el can en hueso destrozado.

     ¡Ay! ¡Pisa, vituperio de la gente,
del bello país en donde el sí se entona!,
pues que el castigo viene lentamente,

     ¡muévanse la Caprera y la Gorgona,
cierren su boca al Arno, y su corriente
pueda anegar en ti toda persona!

     Pues si Hugolino, según voz de gente,
tus castillos vendió, no te era dado
martirizar sus hijos crudamente;

     que a Hugo y Brigata y ambos que he cantado,
su edad temprana inculpes declaraba,
¡oh nueva Tebas, de crueldad traslado!

     El lago a la distancia se ensanchaba,
y otra turba de sombras se veía,
cuya cabeza al dorso se inclinaba.

     La misma queja resonar se oía,
y su llanto, que paso no encontraba,
sobre el helado corazón caía;

     pues la lágrima al ojo se agolpaba,
y cual visera de cristal helado,
en los párpados dura se fijaba.

     Bien que fuese cual callo inanimado,
por el frío, y que todo sentimiento
en mi rostro estuviese anonadado,

     me pareció sentir ligero viento,
y al guía interrogué: «¿Quién esto mueve?
¿No está el Cocito de vapor exento?»

     Y él respondió: «Ya lo verás en breve:
tu ojo a tu boca le dará respuesta,
al ver la causa que este soplo llueve.»

     Y un triste que en el frío se molesta,
a los dos nos increpa: «Almas tan duras,
que merecéis esta mansión funesta,

     »quitadme estas heladas veladuras,
antes que vuelva a congelarse el llanto,
que el corazón impregna de torturas.»

     «Si quieres», dije, «alivio a tu quebranto,
di quién eres, y tu ojo desabrigo;
o en el fondo del hielo te suplanto»

     El respondió: «Yo soy fray Alberigo;
soy aquél de la fruta de mal huerto,
y aquí cosecho dátiles por higo.»

     Y yo a él: «¿Estás en cuerpo muerto?»
Y respondió: «Que el mundo el cuerpo vea
puede ser, pues de todo estoy incierto.

     »Es privilegio de esta Tolomea
que, con frecuencia, el ánima caída
de Atropos anticipe la tarea.

     »Por que ablandes mi vista endurecida,
con mejor voluntad, diré que al punto
que un alma cual la mía es ya perdida,

     »al cuerpo le es quitada, y su trasunto
viste un demonio atroz que lo gobierna,
antes que llegue la hora del consunto.

     »Y mientras su alma baja a esta cisterna
queda en el mundo el cuerpo semivivo,
como esa sombra que a mi lado inverna.

     »Saberlo debes, si lo has visto vivo:
es Branca D'Oria, que hace algunos años
aquí cayó, y aquí quedó cautivo.»

     «Creo», le dije, «son puros engaños,
pues Branca D'Oria vive todavía,
y come, bebe, duerme y viste paños.»

     Y él: «Malebolge no tragado había
a Miguel Zánchez en la pez hirviente,
cuando esa alma perdida aquí caía;

     »y un demonio ocupaba el ser viviente,
y de un prójimo suyo, alma maligna,
que cual D'Oria pecó traidoramente.

     »Ahora extiende hacia mí mano benigna,
y abre mis ojos.» Los dejé cerrados,
¡y noble fué con él mi acción indigna!

     ¡Ah, Genoveses!, hombres mixturados,
de usos diversos, llenos de magaña,
¿por qué no sois del mundo desterrados?

     Junto del alma peor de la Romaña,
por sus obras se encuentra allí cautivo,
uno vuestro, que ya el Cocito baña

     y aun en el mundo el cuerpo se halla vivo.




CANTO XXXIV


[ Cuarta y última esfera del círculo noveno. Los traidores sumergidos en el hielo. El abismo de la Judeca. Aparición de Lucifer. Bajada y subida de los dos poetas. El centro de atracción de la tierra. Salida a otro hemisferio. El riveder de las estrellas. ]


     «El rey con las banderas del infierno
está cercano; mas primero mira»,
dijo el guía, «si ves lo que discierno.»

     Como cuando entre nieblas se respira,
o que al anochecer la luz decrece,
se ve un molino que a lo lejos gira,

     grande fábrica así ver me parece.
Contra el viento que viene, busco abrigo.
Y mi guía a su espalda me lo ofrece.

     Estaba (en metro con temor lo digo)
do las sombras se ven en transparencia,
cual paja que el cristal lleva consigo;

     donde entre el hielo sufren penitencia,
de pie o cabeza, en arco contraído
el cuerpo, pies y rostro en adherencia.

     Siguiendo por mi guía conducido,
hasta donde le plugo al fin mostrarme
a la criatura de esplendor perdido,

     me detuvo, y atrás hizo quedarme,
diciendo: «Mira a Dite; es el momento
de que tu pecho de energía se arme.»

     Cómo quedara helado y sin aliento,
no preguntes, lector, ni yo lo escribo,
pues que todo decir es vano intento.

     No estaba muerto, mas no estaba vivo,
y puede imaginarse un ingenioso
lo que es un semimuerto y semivivo.

     El que impera en el reino doloroso
está en el hielo, a medias soterrado;
y más bien me igualara yo a un coloso,

     que un gigante a su brazo desdoblado.
¡Cual sería de pies a la cabeza
su gigantesco cuerpo levantado!

     Si su fealdad iguala su belleza
cuando contra el Creador alzó los ojos,
¡razón hay de llorar en la tristeza!

     ¡Oh!, ¡qué maravilla en sus despojos,
cuando le vi tres caras en la testa!
Una delante, de colores rojos,

     y otras dos, ayuntadas con aquesta,
que desde el medio de cada ancha espalda
se reunían en lo alto de la cresta.

     La diestra era entre blanca y entre gualda,
y la izquierda, cual son tales y cuales
los que del Nilo nacen a su falda.

     Llevan las tres dos alas colosales,
cual de tamaño pájaro en el vuelo.
¡Jamás el viento infló velas iguales!

     Eran sin plumas, mas tenían pelo:
¡Murciélago infernal!, ¡con que aventaba
tres vientos varios de perenne hielo,

     con que el Cocito todo congelaba!
Por seis ojos y seis mejillas llora,
y mezcla el llanto a sanguinosa baba.

     En cada boca un pecador devora,
con sus colmillos, de espadilla a guisa:
de un alma es cada boca torcedora.

     La del frente algo menos martiriza,
pero su garra, cual de acero dura,
la piel hace pedazos triza a triza.

     «Aquel que sufre la mayor tortura»,
dijo el maestro, «es Judas Iscariote,
cabeza adentro y piernas en soltura.

     »De esos cabeza abajo, en otro lote,
el que pende del negro befo es Bruto,
que sufre sin que el labio queja brote.

     »El otro es Casio, fuerte como enjuto.
Mas ya la noche viene y es la hora
de la partida, en la mansión del luto.»

     Me abracé de mi sombra protectora,
y al tentar Lucifer un nuevo vuelo,
pisó el lomo con planta previsora:

     y en seguida, pisando pelo y pelo,
de vello en vello descendiendo fuimos,
entre la helada costra y denso pelo.

     Cuando al anca del monstruo descendimos,
en donde el muslo a compartirse empieza,
en angustia, mi guía y yo nos vimos;

     él puso el pie do estaba su cabeza,
y del pelo se asió, cual si volviera
una vez más al antro más apriesa.

     «¡Guarda!», dijo, «¡que no hay más escalera!»,
como hombre que perdiese ya el aliento.
«¡Partir conviene de mansión tan fiera!»

     Por peñasco horadado en su cimiento,
salió, y al deponerme al otro lado,
me dió la explicación del movimiento.

     Alcé los ojos, y quedé asombrado
al ver arriba al infernal coloso
que las piernas había trastornado.

     Cual yo quedé confuso y afanoso,
puede pensarlo el vulgo que no entiende,
como salí del paso trabajoso.

     «¡De pie!», dijo el maestro, «que aun se
extiende, en larga vía el áspero camino,
y ya a la media tercia el sol asciende.»

     No era, por cierto, un sitio palatino
aquel recinto, triste y desolado,
sin luz, y el suelo duro y salvajino.

     «Al dejar el abismo condenado»,
poniéndome de pie, dije a mi guía,
«sácame del error que me ha turbado.

     »¿Do está el cielo? ¿Cómo éste que se erguía,
nos muestra su estatura trastornada?
¿Cómo la noche se convierte en día?»

     Y él a mí: «Tu cabeza preocupada
estar piensa en el centro en que me viste
asir el pelo del que al mundo horada.

     »Mientras que yo bajaba, allí estuviste,
y al revolverme, descendiste, al punto
que todo peso atrae de cuanto existe.

     »Ahora, de otro hemisferio te hallas junto,
que es por la Tierra Santa cobijado,
bajo de cuya cima fué consunto.

     »EL que nació y viviera sin pecado:
tienes los pies sobre la estrecha esfera
que la Judeca forma al otro lado;

     »aquí, amanece; allá, la sombra impera;
y éste que por escala nos dió el pelo,
está lo mismo que antes estuviera.

     »A esta parte cayó del alto cielo,
y la tierra, al principio dilatada,
con espanto tendió del mar el velo,

     »y a este hemisferio vino arrebatada;
y dejando vacío el centro roto
aquí formó montaña levantada;

     »y abajo, allá, de Belzebut remoto,
del largo de su tumba una rotura,
que no se ve, mas que cercana noto

     »por el son de arroyuelo que murmura,
bajando lento con andar tortuoso,
y en la roca ha cavado su abertura.»

     Entramos al camino tenebroso,
para volver a ver el claro mundo,
y, sin cuidarnos de ningún reposo,

     subimos, él primero y yo segundo,
hasta del cielo ver las cosas bellas:
por un resquicio de perfil rotundo,

     a contemplar de nuevo las estrellas.








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