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COMIENZA LA NOVENA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE EMILIA, DISCURRE CADA UNO SOBRE LO QUE LE GUSTA Y SOBRE LO QUE MÁS LE AGRADA.



[ PRINCIPIO ]

La luz, cuyo esplendor ahuyenta la noche, había ya cambiado todo el octavo cielo de azulino a color celeste, y comenzaban por los prados a erguirse las florecillas, cuando Emilia, levantándose, hizo llamar a sus compañeras e igualmente a los jóvenes; los cuales, venidos y poniéndose en camino tras los lentos pasos de la reina, hasta un bosquecillo no lejano de la villa fueron, y entrando en él, vieron que animales como los cabritillos, ciervos y otros, que no temían a la caza por la existente pestilencia, los esperaban no de otra manera que si en domésticos y sin temor se hubiesen convertido. Y ora a éste, ora a aquél acercándose, como si debieran unirse a ellos, haciéndolos correr y saltar, por algún tiempo se recrearon; pero elevándose ya el sol, a todos pareció oportuno volver. Iban todos engalanados con guirnaldas de encina, con las manos llenas de hierbas odoríferas y flores; y quien los hubiese encontrado nada hubiera podido decir sino: «O éstos no serán por la muerte vencidos o los matará alegres». Así pues, paso a paso viniendo, cantando y bromeando y diciendo agudezas, llegaron a la villa, donde todas las cosas ordenadamente dispuestas y a sus servidores alegres y festejantes encontraron. Allí, descansando un tanto, no se pusieron a la mesa antes de que seis cancioncillas (la una mejor que la otra) fuesen cantadas por los jóvenes y las señoras; después de las cuales, lavándose las manos, a todos colocó el mayordomo a la mesa según el gusto de la reina; donde, traídas las viandas, todos alegres comieron; y levantándose de ello, a carolar y a tocar sus instrumentos se dieron, por algún espacio; y después, ordenándolo la reina, quien quiso se fue a descansar. Pero llegada la hora acostumbrada, todos en el lugar acostumbrado se reunieron para contar sus historias, y la reina, mirando a Filomena, dijo que diese principio a las historias del presente día; la cual, sonriendo, comenzó de esta guisa:



NOVELA PRIMERA

Doña Francesca, amada por un tal Rinuccio y un tal Alessandro, y no amando a ninguno, haciendo entrar a uno como muerto en una sepultura y al otro sacar a aquél como a un muerto, y no pudiendo ellos llegar a hacer lo ordenado, sagazmente se los quita de encima.

Señora, mucho me agrada, puesto que os complace, ser quien corra la primera lid en este campo abierto y libre del novelar en que vuestra magnificencia nos ha puesto; lo que si yo hago bien, no dudo que quienes vengan después no lo hagan bien y mejor.
Muchas veces, encantadoras señoras, se ha mostrado en nuestros razonamientos cuántas y cuáles sean las fuerzas de Amor, pero no creo que plenamente se hayan dicho, y no se dirían si estuviésemos hablando desde ahora hasta dentro de un año; y porque él no solamente conduce a los amantes a diversos peligros de muerte, sino también a entrar en las casas de los muertos para sacar a los muertos, me agrada hablaros de ello con una historia (además de las que ya han sido contadas), en la cual el poder de Amor no solamente comprenderéis, sino también el talento de una valerosa señora aplicado a quitarse de encima a dos que contra su gusto la amaban.
Digo, pues, que en la ciudad de Pistoya hubo una hermosísima señora viuda a la cual dos de nuestros florentinos que por estar desterrados de Florencia vivían en Pistoya, llamados el uno Rinuccio Palermini y el otro Alessandro Chiarmontesi , sin saber el uno del otro, por azar prendados de ella, sumamente la amaban, haciendo cuidadosamente cada uno lo que podía para poder conquistar su amor. Y siendo esta noble señora, cuyo nombre fue Francesca de los Lázzari frecuentemente solicitada por embajadas y por ruegos de cada uno de éstos, y habiéndoles poco discretamente prestado oídos muchas veces, y queriendo discretamente dejar de hacerlo y no pudiendo, le vino un pensamiento para quitarse de encima su importunidad: y fue pedirles que le hiciesen un servicio que pensó que ninguno podría hacerle por muy posible que fuese, para que, al no hacerlo, tuviese ella honrosa y verosímil razón para no querer escuchar más sus embajadas; y el pensamiento fue el siguiente. Había, el día en que le vino este pensamiento, muerto en Pistoya uno que, por muy nobles que hubiesen sido sus antepasados, era reputado el peor hombre que hubiese no ya en Pistoya, sino en todo el mundo; y además de esto, era tan contrahecho y de rostro tan desfigurado que quien no lo hubiese conocido al verlo por primera vez hubiese tenido miedo; y había sido enterrado en un sepulcro fuera de la iglesia de los frailes menores. El cual pensó ella que podría ser de gran ayuda para su propósito; por la cual cosa dijo a una criada suya:
-Sabes bien el aburrimiento y las molestias que recibo todos los días con las embajadas de estos dos florentinos, Rinuccio y Alessandro; ahora bien, no estoy dispuesta a complacerles con mi amor y para quitármelos de encima me ha venido al ánimo ponerlos a prueba (por los grandes ofrecimientos que hacen) en algo que estoy segura de que no harán, y quitarme así de encima su importunidad; y oye cómo. Sabes que esta mañana ha sido enterrado en el lugar de los frailes menores el Degüelladiós (así era llamado aquel mal hombre de quien hablamos antes) del cual, no ya muerto, sino vivo, los hombres más valientes de esta ciudad, al verlo, tenían miedo; y por ello te irás secretamente en primer lugar a Alessandro y le dirás: «Doña Francesca te manda decir que ha llegado el momento en que puedes tener su amor, el cual has deseado tanto, y estar con ella, si quieres, de esta manera. A su casa (por una razón que tú sabrás más tarde) debe ser llevado esta noche el cuerpo de Degüelladiós que fue sepultado esta mañana; y ella, como quien tiene miedo de él aun muerto como está, no querría tenerlo; por lo que te ruega, como gran servicio, ir esta noche a la hora del primer sueño y entrar en la sepultura donde Degüelladiós está enterrado, y ponerte sus ropas y quedarte como si fueses él hasta que vengan a buscarte, y sin hacer nada ni decir palabra dejarte arrastrar y traer a su casa, donde ella te recibirá, y estarás con ella y a tu puesto podrás irte, dejando a su cuidado el resto». Y si dice que lo hará bien está; si dice que no quiere hacerlo, dile de parte mía que no aparezca más donde estoy yo, y que si ama su vida se guarde de mandarme mensajeros ni embajadas. Y luego de esto irás a Rinuccio Palermini y le dirás: «Doña Francesca dice que está pronta a hacer tu gusto si le haces a ella un gran servicio, que es que esta noche hacia la medianoche vayas a la sepultura donde fue enterrado esta noche Degüelladiós y, sin decir palabra de nada que veas, oigas o sientas, tires de él suavemente y se lo lleves a casa; allí verás para qué lo quiere y conseguirás el placer tuyo; y si no gustas de hacer esto te ordena desde ahora que no le mandes más ni mensajeros ni embajadas».
La criada se fue a donde ambos, y ordenadamente a cada uno, según le fue ordenado, habló; a la cual contestaron ambos que no en una sepultura, sino en un infierno entrarían si a ella le agradaba. La criada dio la respuesta a la señora, que esperó a ver si estaban tan locos que lo harían. Venida, pues, la noche y siendo ya la hora del primer sueño, Alessandro Chiarmontesi, quedándose en jubón, salió de su casa para ir a ponerse en el lugar de Degüelladiós en la sepultura; y en el camino le vino al ánimo un pensamiento muy pavoroso, y comenzó a decirse:
-¡Ah!, ¡qué animal soy! ¿dónde voy?, ¿y qué sé yo si los parientes de ésta, tal vez percatados de que la amo, creyendo lo que no es la han hecho hacer esto para matarme en la sepultura ésa? Lo que, si sucediese, yo sería el que lo pagaría y nunca llegaría a saberse nada que los perjudicase. ¿O qué sé yo si tal vez algún enemigo mío me ha procurado esto, al cual tal vez ella, amándole, quiere servir?
Y luego decía:
-Pero supongamos que ninguna de estas cosas sea, y que sus parientes vayan a llevarme a su casa: tengo que creer que el cadáver de Degüelladiós no lo quieren para tenerlo en brazos ni para ponerlo en los de ella; sino que tengo que creer que quieren hacer con él cualquier destrozo, como de alguien que en alguna cosa les hizo daño. Ella dice que por nada que sienta diga palabra. ¿Y si ésos me sacasen los ojos, o me arrancasen los dientes, o me mutilasen las manos o me hicieran alguna otra broma semejante, qué sería de mí? ¿Cómo iba a quedarme quieto? ¿Y si hablo y me conocen y por acaso me hacen daño?; pero aunque no me lo hagan, no conseguiré nada porque no me dejarán con la señora; y la señora dirá después que he desobedecido su mandato y nunca hará nada que me contente.
Y así diciendo, casi se volvió a casa; pero el gran amor lo empujó hacia adelante con argumentos contrarios a éstos y de tanta fuerza que le llevaron a la sepultura; la cual abrió, y entrando dentro y desnudando a Degüelladiós y poniéndose su ropa, y cerrando la sepultura sobre su cabeza y poniéndose en el sitio de Degüelladiós, le empezó a dar vueltas en la cabeza quién había sido éste y las cosas que había oído decir que habían sucedido de noche no sólo en la sepultura de los muertos, sino también en otras partes: y todos los pelos se le pusieron de punta, y de rato en rato le parecía que Degüelladiós se iba a poner de pie y a degollarle a él allí. Pero ayudado por el ardiente amor, estos y otros pavorosos pensamientos venciendo, estando como si estuviese muerto, se puso a esperar lo que fuese a ser de él. Rinuccio al aproximarse la medianoche, salió de su casa para hacer aquello que le había sido mandado decir por su señora; y al ir, entró en muchos y diversos pensamientos sobre las cosas que podrían ocurrirle, tales como poder venir a da a manos de la señoría con el cadáver de Degüelladiós a cuestas y ser condenado a la hoguera por brujo, o de si esto se sabía, suscitar el odio de su parientes y de otros tales, por las cuales casi fue detenido. Pero después, recuperándose, dijo:
-¡Ah!, ¿voy a decir que no a la primera cosa que esta noble señora, a quien tanto he amado y amo, me ha pedido, y especialmente debiendo conquistar su gracia? Aunque tuviese que morir con seguridad, no puedo dejar de hacer lo que le he prometido.
Y siguiendo su camino, llegó a la sepultura y la abrió fácilmente. Alessandro, al sentirla abrir, aunque gran miedo tuviese, se estuvo quedo. Rinuccio, entrando dentro, creyendo coger el cadáver de Degüelladiós cogió a Alessandro por los pies y lo sacó fuera, y poniéndoselo sobre los hombros, hacia casa de la noble señora comenzó a ir; y andando así y no teniendo consideración con él, muchas veces le daba golpes, ora en un lado, ora en otro, contra algunos bancos que junto a las casas había; y la noche era tan lóbrega y oscura que no podía ver por dónde andaba. Y estando ya Rinuccio junto a la puerta de la noble señora, que a la ventana con su criada estaba para ver si Rinuccio traía a Alessandro, ya preparada para hacer irse a los dos sucedió que la guardia de la señoría, puesta al acecho en aquel barrio y estando silenciosamente, esperando poder coger a un bandido, al sentir el ruido que Rinuccio hacía al andar, súbitamente sacaron una luz para ver qué era y dónde iba, y cogiendo los escudos y las lanzas, gritaron:
-¿Quién anda ahí?
A la cual conociendo Rinuccio, no teniendo tiempo de demasiada larga deliberación, dejando caer a Alessandro, corrió cuanto las piernas podían aguantarlo. Alessandro, levantándose rápidamente, aunque las ropas del muerto llevase puestas, que eran muy largas, también se echó a correr. La señora, con la luz encendida por los guardias óptimamente habían visto a Rinuccio con Alessandro encima de los hombros, y del mismo modo había apercibido a Alessandro vestido con las ropas de Degüelladiós; y se maravilló mucho del gran valor de los dos, pero con todo su asombro mucho se rió al ver arrojar al suelo a Alessandro y verlo después huir. Y alegrándose mucho con aquel suceso y dando gracias a Dios que del fastidio de estos dos la había sacado, se volvió dentro y se fue a la cama, afirmando, junto con su criada, que sin ninguna duda aquellos dos la amaban mucho, puesto que habían hecho aquello que les había mandado, tal como se veía. Rinuccio, triste y maldiciendo su desventura, no se volvió a su casa aun con todo esto, sino que, al irse de aquel barrio la guardia, volvió allí adonde a Alessandro había arrojado, y comenzó, a tientas, a ver si lo encontraba, para cumplir lo que le había sido requerido; pero, al no encontrarlo, y pensando que la guardia lo habría llevado de allí, triste se volvió a su casa. Alessandro, no sabiendo qué hacer, sin haber conocido a quien le había llevado, doliente por tal desdicha, semejantemente a su casa se fue. Por la mañana, encontrada abierta la sepultura de Degüelladiós y no viéndosele dentro porque Alessandro lo había arrojado al fondo, toda Pistoya se llenó de habladurías, estimando los necios que se lo habían llevado los demonios. No dejó cada uno de los enamorados de hacer saber a la dama lo que habían hecho y lo que había sucedido, y con ello, excusándose por no haber cumplido por completo su mandamiento, su gracia y su amor pedían; la cual, mostrando no creer a ninguno, con la tajante respuesta de que no haría nunca nada por ellos, puesto que ellos lo que les había pedido no lo habían hecho, se los quitó de encima.



NOVELA SEGUNDA

Se levanta una abadesa apresuradamente y a oscuras para encontrar a una monja suya, delatada a ella, en la cama con su amante, y estando un cura con ella, creyendo que se ponía en la cabeza las tocas, se puso los calzones del cura, los cuales, viéndolos la acusada, y haciéndoselo observar, fue absuelta de la acusación y tuvo libertad para estar con su amante.

Ya se callaba Filomena y había sido alabado por todos el buen juicio de la señora para quitarse de encima a aquellos a quienes no quería amar; y, por el contrario, no amor sino tontería había sido juzgada por todos la osada presunción de los amantes, cuando la reina a Elisa dijo graciosamente:
-Elisa, sigue.
La cual, prestamente, comenzó:
Carísimas señoras, discretamente supo doña Francesca, como se ha contado, librarse de lo que la molestaba; pero una joven monja, con la ayuda de la fortuna, se libró, con las palabras oportunas, de un amenazador peligro. Y como sabéis, son muchos los que, siendo estultísimos, maestros se hacen de los demás y reprensores, los cuales, tal como podréis comprender por mi historia, la fortuna algunas veces merecidamente vitupera; y ello le sucedió a una abadesa bajo cuya obediencia estaba la monja de la que debo hablar.
Debéis saber, pues, que en Lombardía hubo un monasterio famosísimo por su santidad y religión en el cual, entre otras monjas que allí había, había una joven de sangre noble y de maravillosa hermosura dotada, la cual, llamada Isabetta, habiendo venido un día a la reja para hablar con un pariente suyo, de un apuesto joven que con él estaba se enamoró; y éste, viéndola hermosísima, ya su deseo habiendo entendido con los ojos, semejantemente se inflamó por ella, y no sin gran tristeza de los dos, este amor durante mucho tiempo mantuvieron sin ningún fruto. Por fin, estando los dos atentos a ello, vio el joven una vía para poder ir a su monja ocultísimamente; con lo que, alegrándose ella, no una vez, sino muchas, con gran placer de los dos, la visitó. Pero continuando esto, sucedió que él, una noche, fue visto por una de las señoras de allá adentro (sin que ni él ni ella se apercibiesen) ir a ver a Isabetta y volver; lo que a otras cuantas comunicó. Y primero tomaron la decisión de acusarla a la abadesa, la cual doña Usimbalda tenía por nombre, buena y santa señora según su opinión y de cualquiera que la conociese; luego pensaron, para que no pudiese negarlo, en hacer que la abadesa la cogiese con el joven, y, así, callándose, se repartieran entre sí las vigilias y las guardias secretamente para cogerla. Y, no cuidándose Isabetta de esto ni sabiendo nada de ello, sucedió que le hizo venir una noche; lo que inmediatamente supieron las que estaban a la expectativa.
Las cuales, cuando les pareció oportuno, estando ya la noche avanzada, se dividieron en dos y una parte se puso en guardia a la puerta de la celda de Isabetta y otra se fue corriendo a la alcoba de la abadesa, y dando golpes en la puerta de ésta, que ya contestaba, dijeron:
-¡Sús!, señora, levantaos deprisa, que hemos encontrado a Isabetta con un joven en la celda.
Estaba aquella noche la abadesa acompañada de un cura al cual hacia venir con frecuencia metido en un arcón; y, al oír esto, temiendo que las monjas fuesen a golpear tanto la puerta (por demasiada prisa o demasiado afán) que se abriese, apresuradamente se puso en pie y lo mejor que pudo se vistió a oscuras, y creyendo coger unas tocas dobladas que llevan sobre la cabeza y las llaman «el salterio», cogió los calzones del cura, y tanta fue la prisa que, sin darse cuenta, en lugar del salterio se los echó a la cabeza y salió, y prestamente se cerró la puerta tras ella, diciendo:
-¿Dónde está esa maldita de Dios?
Y con las demás, que tan excitadas y atentas estaban para que encontrasen a Isabetta en pecado que de lo que llevase en la cabeza la abadesa no se dieron cuenta, llegó a la puerta de la celda de ésta y, ayudada por las otras, la echó abajo; y entradas dentro, en la cama encontraron a los dos amantes abrazados, los cuales, de un tan súbito acontecimiento aturdidos, no sabiendo qué hacerse, se estuvieron quietos. La joven fue incontinenti cogida por las otras monjas y, por orden de la abadesa, llevada a capítulo. El joven se había quedado y, vistiéndose, esperaba a ver en qué acababa la cosa, con la intención de jugar una mala pasada a cuantas pudiera alcanzar si a su joven fuese hecho algún mal, y llevársela con él. La abadesa, sentándose en el capítulo, en presencia de todas las monjas, que solamente a la culpable miraban, comenzó a decirle las mayores injurias que nunca a una mujer fueron dichas, como a quien la santidad, la honestidad y la buena fama del monasterio con sus sucias y vituperables acciones, si afuera fuese sabido, todo lo contaminaba; y tras las injurias añadía gravísimas amenazas. La joven, vergonzosa y tímida, como culpable, no sabía qué responder, sino que callando, hacía a las demás sentir compasión de ella. Y multiplicando la abadesa sus historias, le ocurrió a la joven levantar la mirada y vio lo que la abadesa llevaba en la cabeza y las cintas que de acá y de allá le colgaban; por lo que, dándose cuenta de lo que era, tranquilizada por completo, dijo:
-Señora, así os ayude Dios, ataos la cofia y luego me diréis lo que queráis.
La abadesa, que no la entendía, dijo:
-¿Qué cofia, mala mujer? ¿Tienes el rostro de decir gracias? ¿Te parece que has hecho algo con lo que vayan bien las bromas?
Entonces la joven, otra vez, dijo:
-Señora, os ruego que os atéis la cofia; después decidme lo que os plazca.
Con lo que muchas de las monjas levantaron la mirada a la cabeza de la abadesa, y ella también llevándose a ella las manos, se dieron cuenta de por qué Isabetta decía aquello; con lo que la abadesa, dándose cuenta de su misma falta y viendo que por todas era vista y no podía ocultarla, cambió de sermón, y de guisa muy distinta de la que había comenzado empezando a hablar, llegó a la conclusión de que era imposible defenderse de los estímulos de la carne; y por ello calladamente, como se había hecho hasta aquel día, dijo que cada una se divirtiera cuanto pudiese. Y poniendo en libertad a la joven, se volvió a acostarse con su cura, e Isabetta con su amante, al cual muchas veces después, a pesar de aquellas que le tenían envidia, lo hizo venir allí; las demás que no tenían amante, lo mejor que pudieron probaron fortuna.



NOVELA TERCERA

El maestro Simón, a instancias de Bruno y de Buffalmacco y de Nello, hace creer a Calandrino que está preñado, el cual da a los antes dichos capones y dinero para medicinas, y se cura de la preñez sin parir.

Después de que Elisa hubo terminado su historia, habiendo dado todos gracias a Dios por haber sacado, con feliz hallazgo, a la joven monja de las fauces de sus envidiosas compañeras, la reina mandó a Filostrato que siguiese; el cual, sin esperar otra orden, comenzó:
Hermosísimas señoras, el poco pulido juez de las Marcas sobre quien ayer os conté una historia, me quitó de la boca una historia de Calandrino que estaba por deciros; y porque lo que de él se cuente no puede sino multiplicar la diversión, aunque sobre él y sus compañeros ya se haya hablado bastante, os diré, sin embargo, la que ayer tenía en el ánimo.
Ya antes se ha mostrado muy claro quién era Calandrino y los otros de quienes tengo que hablar en esta historia; y por ello, sin decir más, digo que sucedió que una tía de Calandrino murió y le dejo doscientas liras de calderilla contante; por la cual cosa, Calandrino comenzó a decir que quería comprar una posesión, y con cuantos corredores de tierras había en Florencia, como si tuviese para gastar diez mil florines de oro, andaba en tratos, los cuales siempre se estropeaban cuando se llegaba al precio de la posesión deseada. Bruno y Buffalmacco, que estas cosas sabían, le habían dicho muchas veces que haría mejor en gastárselos junto con ellos que andar comprando tierras como si hubiera tenido que hacer de destripaterrones, pero no a esto sino ni siquiera a invitarles a comer una vez lo había conducido. Por lo que, quejándose un día de ello y llegando un compañero suyo que tenía por nombre Nello, pintor, deliberaron los tres juntos encontrar la manera de untarse el hocico a costa de Calandrino; y sin tardanza, habiendo decidido entre ellos lo que tenían que hacer, a la mañana siguiente, apostado para ver cuándo salía de casa Calandrino, y no habiendo andado éste casi nada, le salió al encuentro Nello y dijo:
-Buenos días, Calandrino.
Calandrino le contestó que Dios le diese buenos días y buen año. Después de lo cual Nello, parándose un poco, comenzó a mirarle a la cara; a quien Calandrino dijo:
-¿Qué miras?
Y Nello le dijo:
-¿No te ha pasado nada esta noche? No me pareces el mismo.
Calandrino, incontinenti comenzó a sentir temor y dijo:
-¡Ay!, ¿qué te parece que tengo?
Dijo Nello:
-¡Ah!, no lo digo por eso; pero me pareces muy transformado; será otra cosa -y le dejó ir. Calandrino, todo asustado, pero no sintiendo nada, siguió andando. Pero Buffalmacco, que no estaba lejos, viéndolo ya alejarse de Nello, le salió al encuentro y, saludándole, le preguntó que si le dolía algo. Calandrino repuso:
-No sé, hace un momento me decía Nello que parecía todo transformado; ¿podría ser que me pasase algo?
Dijo Buffalmacco:
-Si, nada podría pasarte, no algo: pareces medio muerto.
A Calandrino ya le parecía tener calentura; y he aquí que Bruno aparece, y antes de decir nada dijo:
-Calandrino, ¿qué cara es ésa? Pareces un muerto; ¿qué te pasa?
Calandrino, al oír a todos éstos hablar así, por ciertísimo tuvo que estaba enfermo, y todo espantado le preguntó:
-¿Qué hago?
Dijo Bruno:
-A mí me parece que te vuelvas a casa y te metas en la cama y que te tapen bien, y que le mandes una muestra al maestro Simón, que es tan íntimo nuestro como sabes. Él te dirá incontinenti lo que tienes que hacer, y nosotros vendremos a verte; y si algo necesitas lo haremos nosotros.
Y uniéndoseles Nello, con Calandrino se volvieron a su casa; y él, entrando todo fatigado en la alcoba, dijo a la mujer:
-Ven y tápame bien, que me siento muy mal.
Y habiéndose acostado, mandó una muestra al maestro Simón por una criadita, el cual entonces estaba en la botica del Mercado Viejo que tiene la enseña del melón. Y Bruno dijo a sus compañeros:
-Vosotros quedaos aquí con él, yo quiero ir a saber qué dice el médico, y si es necesario a traerlo.
Calandrino entonces dijo:
-¡Ah, si, amigo mío, vete y ven a decirme cómo está la cosa, que yo no sé qué siento aquí dentro!
Bruno, yendo a buscar al maestro Simón, allí llegó antes de la criadita que llevaba la muestra, e informó del caso al maestro Simón; por lo que, llegada la criadita y habiendo visto el maestro la muestra, dijo a la criadita:
-Ve y dile a Calandrino que no coja frío e iré en seguida a verle y le diré lo que tiene y lo que tiene que hacer.
La criadita así se lo dijo; y no había pasado mucho tiempo cuando el médico y Bruno vinieron, y sentándose al lado del médico, comenzó a tomarle el pulso, y, luego de un poco, estando allí presente su mujer, dijo:
-Mira, Calandrino, hablándote como a amigo, no tienes otro mal sino que estás preñado.
Cuando Calandrino oyó esto, dolorosamente comenzó a gritar y a decir:
-¡Ay! Tessa, esto es culpa tuya, que no quieres sino subirte encima; ¡ya te lo decía yo!
La mujer, que muy honesta persona era, oyendo decir tal cosa al marido, toda enrojeció de vergüenza, y bajando la frente sin responder palabra salió de la alcoba. Calandrino, continuando con su quejumbre, decía:
-¡Ay, desdichado de mí, ¿qué haré?, ¿cómo pariré este hijo? ¿Por dónde saldrá? Bien me veo muerto por la lujuria de esta mujer mía, que tan desdichada la haga Dios como yo quiero ser feliz; pero si estuviese sano como no lo estoy, me levantaría y le daría tantos golpes que la haría pedazos, aunque muy bien me está, que nunca debía haberla dejado subirse encima; pero por cierto que si salgo de ésta antes se podrá morir de las ganas.
Bruno y Buffalmacco y Nello tenían tantas ganas de reír que estallaban al oír las palabras de Calandrino, pero se aguantaban; pero el maestro Simón se reía tan descuajaringadamente que se le podrían haber sacado todos los dientes. Pero, por fin, poniéndose Calandrino en manos del médico y rogándole que en esto le diese consejo y ayuda, le dijo el maestro:
-Calandrino, no quiero que te aterrorices, que, alabado sea Dios, nos hemos dado cuenta del caso tan pronto que con poco trabajo y en pocos días te curaré; pero hay que gastar un poco.
Dijo Calandrino:
-¡Ay!, maestro mío, sí, por amor de Dios; tengo aquí cerca de doscientas liras con las que quería comprar una buena posesión: si se necesitan todas, cogédlas todas, con tal de que no tenga que parir, que no sé qué iba a ser de mí, que oigo a las mujeres armar tanto alboroto cuando están pariendo, aunque tengan un tal bien grande para hacerlo, que creo que si yo sintiera ese dolor me moriría antes de parir.
Dijo el médico:
-No pienses en eso: te haré hacer cierta bebida destilada muy buena y muy agradable de beber que, en tres mañanas, resolverá todas las cosas y te quedarás más fresco que un pez; pero luego tendrás que ser prudente y no te obstines en estas necedades más. Ahora se necesitan para esa agua tres pares de buenos y gordos capones, y para otras cosas que hacen falta le darás a uno de éstos cinco liras de calderilla para que las compre, y harás que todo me lo lleven a la botica; y yo, en nombre de Dios, mañana te mandaré ese brebaje destilado, y comenzarás a beberlo un vaso grande de cada vez.
Calandrino, oído esto, dijo:
-Maestro mío, lo que digáis.
Y dando cinco liras a Bruno y dineros para tres pares de capones le rogó que en su servicio se tomase el trabajo de estas cosas. El médico, yéndose, le hizo hacer un poco de jarabe y se lo mandó. Bruno, comprados los capones y otras cosas necesarias para pasarlo bien, junto con el médico y con sus compañeros se los comió. Calandrino bebió jarabe tres mañanas; y el médico vino a verle y sus compañeros y, tomándole el pulso, le dijo:
-Calandrino, estás curado sin duda, así que con tranquilidad vete ya a tus asuntos, y no es cosa de quedarte más en casa.
Calandrino, contento, se levantó y se fue a sus asuntos, alabando mucho, dondequiera que se paraba a hablar con una persona, la buena cura que le había hecho el maestro Simón, haciéndole abortar en tres días sin ningún dolor; y Bruno y Buffalmacco y Nello se quedaron contentos por haber sabido, con ingenio, burlar la avaricia de Calandrino, aunque doña Tessa, apercibiéndose, mucho con su marido rezongase.



NOVELA CUARTA

Cecco de micer Fortarrigo se juega en Bonconvento todas sus cosas y los dineros de Cecco de micer Angiulieri, y corriendo detrás de él en camisa y diciendo que le había robado, hace que los villanos lo cojan; y se viste sus ropas y monta en el palafrén y, viniéndose, lo deja a él en camisa.

Con grandísimas risas de toda la compañía habían sido escuchadas las palabras dichas por Calandrino a su mujer; pero callándose ya Filostrato, Neifile, cuando la reina quiso, comenzó:
Valerosas señoras, si no fuese más difícil a los hombres mostrar a los demás su buen juicio y su virtud, de lo que lo es la necedad y el vicio, en vano se fatigarían mucho en poner freno a sus palabras; y esto lo ha manifestado suficientemente la necedad de Calandrino, que ninguna necesidad tenía, para curarse del mal que su simpleza le hacía creer que tenía, de mostrar en público los secretos gustos de su mujer. La cual cosa, me ha traído a la memoria otra contraria a ella, esto es: cómo la malicia de uno superó el entendimiento de otro, con grave daño y burla del sobrepasado; lo que me place contaros.
Había, no han pasado muchos años, en Siena, dos hombres ya de edad madura, llamados los dos Cecco, pero uno de micer Angiuleri y el otro de micer Fortarrigo , los cuales, aunque en muchas otras cosas no concordaban sus costumbres, en una -esto es, en que ambos odiaban a sus padres- tanto concordaban que se habían hecho amigos y muchas veces estaban juntos. Pero pareciéndole al Angiulieri, que apuesto y cortés hombre era, mal estar en Siena con la asignación que le era dada por su padre, enterándose de que en la Marca de Ancona había venido como legado del papa un cardenal que era mucho su protector, se dispuso a irse a donde él, creyendo mejorar su condición y haciéndole saber esto al padre, arregló con él que le diese en un momento lo que le debía dar en seis meses para que se pudiera vestir y equipar de cabalgadura e ir honorablemente. Y buscando a alguien a quien pudiese llevar consigo a su servicio, llegó esto a oídos del Fortarrigo, el cual inmediatamente fue al Angiulieri y comenzó como mejor pudo a rogarle que lo llevase consigo, y que él quería ser su criado y servidor y cualquier cosa, y sin ningún salario más que los gastos. Al cual respondió Angiulieri que no lo quería llevar, no porque no supiese que era capaz de todo servicio sino porque jugaba, y además de eso se embriagaba alguna vez; a lo que Fortarrigo respondió que de lo uno y lo otro se enmendaría sin duda, y con muchos juramentos se lo afirmó, añadiendo tantos ruegos que Angiulieri, como vencido, dijo que estaba contento. Y puestos en camino una mañana ambos, se fueron a almorzar a Bonconvento, donde habiendo Angiulieri almorzado y haciendo mucho calor, haciéndose preparar una cama en la posada y desnudándose, ayudado por Fortarrigo, se durmió, y le dijo que al sonar nona le llamase. Fortarrigo, mientras dormía Angiulieri, se bajó a la taberna, y allí, habiendo bebido un tanto, comenzó a jugar con algunos, los cuales en poco tiempo habiéndole ganado algunos dineros que tenía, semejantemente cuanta ropa tenía encima le ganaron, con lo que él, deseoso de resarcirse, en camisa como estaba, subió a donde dormía Angiulieri y, viéndolo dormir profundamente, le quitó de la bolsa cuantos dineros tenía, y volviendo al juego los perdió igual que los otros. Angiulieri, despertándose, se levantó y se vistió, y llamó a Fortarrigo, y no encontrándolo, pensó Angiulieri que en algún lugar se habría dormido borracho, como otras veces había acostumbrado a hacer; por lo que, decidiéndose a dejarlo, haciendo ensillar su palafrén y cargando en él la valija, pensando en encontrar otro servidor en Corsignano , queriendo, para irse, pagar al posadero, no encontró ni un dinero; por lo que el alboroto fue grande y toda la casa del posadero se revolvió, diciendo Angiulieri que le habían robado allí dentro y amenazando a todos con hacerlos ir presos a Siena. Y he aquí que llega Fortarrigo, que para quitarle las ropas como había hecho antes con el dinero venía; y viendo a Angiulieri en disposición de cabalgar, dijo:
-¿Qué es esto, Angiulleri? ¿Tenemos que irnos ya? ¡Ah!, esperad un poco: debe llegar de un momento a otro uno que ha tomado en prenda mi jubón por treinta y ocho sueldos; estoy cierto de que nos lo devolverá por treinta y cinco pagándolo en el momento.
Y mientras estaba hablando todavía, llegó uno que aseguró a Angiulieri que Fortarrigo había sido quien le había quitado sus dineros mostrándole la cantidad de ellos que había perdido. Por la cual cosa, Angiulieri, enojadísimo, dijo a Fortarrigo un gran insulto, y si más al prójimo que a Dios no hubiese temido, habría llegado a las obras; y amenazándolo con hacerlo colgar o hacer pregonar su cabeza en Siena montó a caballo. Fortarrigo, si Angiulieri dijese estas cosas a otros y no a él, decía:
-¡Bah!, Angiulieri, haya paz, dejemos ahora estas palabras que no importan un rábano, ocupémonos de esto: nos lo devolverán por treinta y cinco sueldos si lo recogemos ahora, que, si esperamos de aquí a mañana, no querrán menos de treinta y ocho, a como me lo prestó; y me hace este favor porque me fié de él, ¿por qué no ganamos tres sueldos?
Angiulieri, oyéndolo hablar así, se desesperaba, y máximamente viéndose mirar por los que estaban alrededor, que parecía que creían, no que Fontarrigo hubiera jugado el dinero de Angiulieri, sino que aún tenía del suyo y le decía:
-¿Qué me importa tu jubón, así te cuelguen, que no solamente me has robado y jugado lo mío, sino que además has impedido mi partida, y aún te burlas de mi?
Fortarrigo, sin embargo, estaba impasible como si no le hablase a él y decía:
-¡Ah!, ¿por qué no puedes dejarme ganar tres sueldos?, ¿no crees que te los puedo prestar? ¡Ah!, hazlo si algo te importo; ¿por qué tienes tanta prisa? Todavía llegaremos esta noche temprano a Torrenieri. Busca tu bolsa sabe que podría recorrer toda Siena y no encontraría uno que me estuviera tan bien como éste; ¡y decir que se lo he dejado a aquél por treinta y ocho sueldos! Todavía vale cuarenta y más, así que me perjudicarías de dos maneras.
Angiuleri, aquejado por grandísimo dolor, viéndose robar por éste y ahora ser detenido por su palabreo, sin responderle más, volviendo la cabeza de palafrén, tomó el camino hacia Torrenieri. Al cual, Fortarrigo, poseído de una maliciosa idea, así en camisa comenzó a trotar tras él, y habiendo andado ya sus dos millas rogando por el jubón, yendo Angiulieri deprisa para quitarse aquella lata de los oídos, vio Fortarrigo unos labradores en un campo vecino al camino delante de Angiulieri; a los que Fortarrigo, gritando fuerte comenzó a decir:
-¡Cogédlo, cogédlo!
Por lo que éstos, uno con azada y otro con azadón, parándose en el camino delante de Angiulieri, creyendo que hubiera robado a aquel que venía tras él en camisa gritando, le retuvieron y lo apresaron; al cual, decirles quién era él y cómo había ido el asunto, de poco le servía. Pero Fortarrigo, llegan do allí, con mal gesto dijo:
-¡No sé cómo no te mato, ladrón traidor que te escapas con lo mío!
Y volviéndose a los villanos, dijo:
-Ved, señores, cómo me había, partiendo escondidamente, dejado en la posada, después de haber perdido en el juego todas sus cosas. Bien puedo decir que por Dios y por vosotros he recuperado todo esto, por lo que siempre os estaré agradecido.
Angiulieri por su parte decía lo mismo, pero sus palabras no eran oídas. Fortarrigo, con la ayuda de los villanos, lo hizo bajar del palafrén y, despojándole de sus ropas, se vistió con ellas, y montado a caballo, dejando a Angiulieri en camisa y descalzo, se volvió a Siena, diciendo por todas partes que el palafrén y las ropas le había ganado a Angiulieri. Angiulieri, que rico creía ir al cardenal en la Marca, pobre y en camisa se volvió a Bonconvento, y por vergüenza no se atrevió a volver a Siena en mucho tiempo; sino que, habiéndole prestado unas ropas, sobre el rocín que montaba Fortarrigo se fue con sus parientes de Corsignano, con los cuales se quedó hasta que por su padre fue otra vez socorrido. Y de este modo la malicia de Fortarrigo confundió el buen propósito de Angiulieri, aunque no fuese por él dejada sin castigo en su tiempo y su lugar.



NOVELA QUINTA

Calandrino se enamora de una joven y Bruno le hace un breve, con el cual, al tocarla, se va con él; y siendo encontrado por su mujer, tienen una gravísima y enojosa disputa.

Terminada la no larga historia de Neifile, sin que demasiado se riese de ella o hablase la compañía, la reina, vuelta hacia Fiameta, que ella siguiese le ordenó; la cual, muy alegre, repuso que de buen grado, y comenzó:
Nobilísimas señoras, como creo que sabéis, nada hay de lo que se hable tanto que no guste más cada vez si el momento y el lugar que tal cosa pide sabe ser elegido debidamente por quien quiere hablar de ello.
Y por ello, si miro a aquello por lo que estamos aquí (que para divertirnos y entretenernos y no para otra cosa estamos) estimo que todo lo que pueda proporcionar diversión y entretenimiento tiene aquí su momento y lugar oportuno; y aunque mil veces se hablase de ello, no debe sino deleitar otro tanto al hablar de ello. Por la cual cosa, aunque muchas veces se haya hablado entre nosotros de las aventuras de Calandrino, mirando (como hace poco dijo Filostrato) que todas son divertidas, osaré contar sobre ellas una historia además de las contadas: la cual, si de la verdad de los hechos hubiese querido o quisiese apartarme, bien habría sabido bajo otros nombres componerla y contarla; pero como el apartarse de la verdad de las cosas sucedidas al novelar es disminuir mucho deleite en los oyentes, en la forma verdadera, ayudada por lo ya hablado, os la contaré.
Niccolo Cornacchini fue un conciudadano nuestro y un hombre rico; y entre sus otras posesiones tuvo una hermosa en Camerata , en la que hizo construir una honorable y rica casona, y con Bruno y con Buffalmacco concertó que se la pintaran toda; los cuales, como el trabajo era mucho, llevaron consigo a Nello y Calandrino y comenzaron a trabajar. Donde, aunque alguna alcoba amueblada con una cama y otras cosas oportunas hubiese y una criada vieja viviese también como guardiana del lugar, porque otra familia no había, acostumbraba un hijo del dicho Niccolo, que tenía por nombre Filippo, como joven y sin mujer, a llevar alguna vez a alguna mujer que le gustase y tenerla allí un día o dos y luego despedirla.
Ahora bien, entre las demás veces sucedió que llevó a una que tenía por nombre Niccolosa, a quien un rufián, que era llamado el Tragón, teniéndola a su disposición en una casa de Camaldoli, la daba en alquiler. Tenía ésta hermosa figura y estaba bien vestida y, en relación con sus semejantes, era de buenas maneras y hablaba bien; y habiendo un día a mediodía salido de la alcoba con unas enaguas de fustán blanco y con los cabellos revueltos, y estando lavándose las manos y la cara en un pozo que había en el patio de la casona, sucedió que Calandrino vino allí a por agua y familiarmente la saludó. Ella, respondiéndole, comenzó a mirarle, más porque Calandrino le parecía un hombre raro que por otra coquetería. Calandrino comenzó a mirarla a ella, y pareciéndole hermosa, comenzó a encontrar excusas y no volvía a sus compañeros con el agua: pero no conociéndola no se atrevía a decirle nada. Ella, que se había apercibido de que la miraba, para tomarle el pelo alguna vez lo miraba, arrojando algún suspirillo; por la cual cosa Calandrino súbitamente se encalabrinó con ella, y no se había ido del patio cuando ella fue llamada a la alcoba de Filippo.
Calandrino, volviendo a trabajar, no hacía sino resoplar, por lo que Bruno, dándose cuenta, porque mucho le observaba las manos, como quien gran diversión sentía en sus actos, dijo:
-¿Qué diablo tienes, compadre Calandrino? No haces más que resoplar.
Al que Calandrino dijo:
-Compadre, si tuviera quien me ayudase, estaría bien.
-¿Cómo? -dijo Bruno.
A quien Calandrino dijo:
-No hay que decírselo a nadie: hay una joven aquí abajo que es más hermosa que una hechicera, la cual se ha enamorado tanto de mí que te parecería cosa extraordinaria: me he dado cuenta ahora mismo, cuando he ido a por agua.
-¡Ay! -dijo Bruno-, cuidado que no sea la mujer de Filippo.
Dijo Calandrino:
-Creo que sí, porque él la llamó y ella se fue a su alcoba; ¿pero qué significa esto? A Cristo se la pegaría yo por tales cosas, no a Filippo. Te voy a decir la verdad, compadre: me gusta tanto que no podría decirlo.
Dijo entonces Bruno:
-Compadre, te voy a explicar quién es; y si es la mujer de Filippo, arreglaré tu asunto en dos palabras porque la conozco mucho. ¿Pero cómo haremos para que no lo sepa Buffalmacco? No puedo hablarle nunca si no está él conmigo.
Dijo Calandrino:
-Buffalmacco no me preocupa, pero ten cuidado con Nello, que es pariente de Tessa y echaría todo a perder.
Dijo Bruno:
-Dices bien.
Pues Bruno sabía quién era ella, como quien la había visto llegar, y también Filippo se lo había dicho; por lo que, habiéndose ido Calandrino un poco del trabajo e ido a verla, Bruno contó todo a Nello y a Buffalmacco, y juntos ocultamente arreglaron lo que iban a hacer con este enamoramiento suyo.
Y al volver, le dijo Bruno en voz baja:
-¿La has visto?
Repuso Calandrino:
-¡Ay, sí, me ha matado!
Dijo Bruno:
-Quiero ir a ver si es la que yo creo; y si es, déjame hacer a mí. Bajando, pues, Bruno y encontrando a Filippo y a ella, ordenadamente les contó quién era Calandrino y lo que les había dicho, y con ellos arregló lo que cada uno tenía que decir y hacer para divertirse y entretenerse con el enamoramiento de Calandrino; y volviéndose a Calandrino dijo:
-Sí es ella: y por ello esto hay que hacerlo muy sabiamente, porque si Filippo se diese cuenta, toda el agua del Arno no te lavaría. Pero, ¿qué quieres que le diga de tu parte si sucede que pueda hablarle?
Repuso Calandrino:
-¡Rediez! Le dirás antes que antes que la quiero mil fanegas de ese buen bien de impregnar, y luego que soy su servicial y que si quiere algo, ¿me has entendido bien?
Dijo Bruno:
-Sí, déjame a mí.
Llegada la hora de la cena y éstos, habiendo dejado el trabajo y bajado al patio, estando allí Filippo y Niccolosa, un rato en servicio de Calandrino se quedaron allí, y Calandrino comenzó a mirar a Niccolosa y a hacer los más extraños gestos del mundo, tales y tantos que se habría dado cuenta un ciego. Ella, por otra parte, hacía todo cuanto podía con lo que creía inflamarlo bien y según los consejos recibidos de Bruno, divirtiéndose lo más del mundo con los modos de Calandrino. Filippo, con Buffalmacco y con los otros hacía semblante de conversar y de no apercibirse de este asunto.
Pero después de un rato, sin embargo, con grandísimo fastidio de Calandrino se fueron; y viniendo hacia Florencia dijo Bruno a Calandrino:
-Bien te digo que la haces derretirse como hielo al sol: por el cuerpo de Cristo, si te traes el rabel y le cantas un poco esas canciones tuyas de amores, la harás tirarse de la ventana para venir contigo.
Dijo Calandrino:
-¿Te parece, compadre?, ¿te parece que lo traiga?
-Sí -repuso Bruno.
A quien repuso Calandrino:
-No me lo creías hoy cuando te lo decía: por cierto, compadre, me doy cuenta de que sé mejor que otros hacer lo que quiero. ¿Quién hubiera sabido, sino yo, enamorar tan pronto a una mujer tal que ésta? A buena hora iban a saberlo hacer estos jóvenes de trompa marina que todo el día lo pasan yendo de arriba abajo y en mil años no sabrían reunir un puñado de cuescos. Ahora querría que me vieses un poco con el rabel: ¡verás que buena pasada! Y entiende bien que no soy tan viejo como te parezco: ella sí se ha dado cuenta, ella; pero de otra manera se lo haré notar si le pongo las garras encima, por el verdadero cuerpo de Cristo, que le haré tal pasada que se me vendrá detrás como la tonta tras el hijo.
-¡Oh! -dijo Bruno-, te la hocicarás: y me parece verte morderla con esos dientes tuyos como clavijas esa boca suya rojezuela y esas mejillas que parecen dos rosas, y luego comértela toda entera.
Calandrino, al oír estas palabras, le parecía estar poniéndolas en obra, y andaba cantando y saltando tan alegre que no cabía en su pellejo. Pero al día siguiente, trayendo el rabel, con gran deleite de toda la compañía cantó con él muchas canciones; y en resumen en tal desgana de hacer nada entró con tanto mirar a aquélla, que no trabajaba nada sino que mil veces al día, ora a la ventana, ora a la puerta y ora al patio corría para verla, y ella, según los consejos que Bruno le había dado, muy bien le daba ocasiones. Bruno, por otra parte, se ocupaba de sus embajadas y de parte de ella a veces se las hacía: cuando ella no estaba allí, que era la mayor parte del tiempo, le hacía llegar cartas de ella en las cuales le daba grandes esperanzas a sus deseos, mostrando que estaba en casa de sus parientes, donde él entonces no podía verla. Y de esta guisa, Bruno y Buffalmacco, que andaban en el asunto, sacaban de los hechos de Calandrino la mayor diversión del mundo, haciéndose dar a veces, como pedido por su señora, cuándo un peine de marfil y cuándo una bolsa y cuándo una navajilla y tales chucherías, dándole a cambio algunas sortijitas falsas sin valor con las que Calandrino hacía fiestas maravillosas; y además de esto le sacaban buenas meriendas y otras invitaciones, por estar ocupados de sus asuntos.
Ahora, habiéndole entretenido unos dos meses de esta forma sin haber hecho más, viendo Calandrino que el trabajo se venía acabando y pensando que, si no llevaba a efecto su amor antes de que estuviese terminado el trabajo, nunca más iba a poder conseguirlo, comenzó a importunar mucho y a solicitar a Bruno; por la cual cosa, habiendo venido la joven, habiendo Bruno primero con Filippo y con ella arreglado lo que había que hacer, dijo a Calandrino:
-Mira, compadre, esta mujer me ha prometido más de mil veces hacer lo que tú quieras y luego no hace nada, y me parece que te está tomando el pelo; y por ello, como no hace lo que promete, vamos a hacérselo hacer, lo quiera o no, si tú quieres.
Repuso Calandrino:
-¡Ah!, sí, por amor de Dios, hagámoslo pronto.
Dijo Bruno:
-¿Tendrás valor para tocarla con un breve que te dé yo?
Dijo Calandrino:
-Claro que sí.
-Pues -dijo Bruno- búscame un trozo de pergamino nonato y un murciélago vivo y tres granitos de incienso y una vela bendita, y déjame hacer.
Calandrino pasó toda la noche siguiente cazando a un murciélago con sus trampas y al final lo cogió y con las otras cosas y se lo llevó a Bruno; el cual, retirándose a una alcoba, escribió sobre aquel pergamino ciertas sandeces con algunas cataratas y se lo llevó y dijo:
-Calandrino, entérate de que si la tocas con este escrito, vendrá incontinenti detrás de ti y hará lo que quieras. Pero, si Filippo va hoy a algún lugar, acércate de cualquier manera y tócala y vete al pajar que está aquí al lado, que es el mejor lugar que haya, porque no va nunca nadie, verás que ella viene allí, cuando esté allí bien sabes lo que tienes que hacer.
Calandrino se sintió el hombre más feliz del mundo y tomando el escrito dijo:
-Compadre, déjame a mí.
Nello, de quien Calandrino se ocultaba, se divertía con este asunto tanto como los otros y junto con ellos intervenía en la burla; y por ello, tal como Bruno le había ordenado, se fue a Florencia a la mujer de Calandrino y le dijo:
-Tessa, sabes cuántos golpes te dio Calandrino sin razón el día que volvió con las piedras del Muñone, y por ello quiero que te vengues: y si no lo haces, no me tengas más por pariente ni por amigo. Se ha enamorado de una mujer de allá arriba, y es tan zorra que anda encerrándose con él muchas veces, y hace poco se dieron cita para estar juntos enseguida; y por eso quiero que te vengues y lo vigiles y lo castigues bien.
Al oír la mujer esto, no le pareció ninguna broma, sino que poniéndose en pie comenzó a decir:
-Ay, ladrón público, ¿eso me haces? Por la cruz de Cristo, no se quedará así que no me las pagues.
Y cogiendo su toquilla y una muchachita de compañera, enseguida, más corriendo que andando, con Nello se fue hacia allá arriba; a la cual, al verla venir Bruno de lejos, dijo a Filippo:
-Aquí está nuestro amigo.
Por la cual cosa, Filippo, yendo donde Calandrino y los otros trabajando, dijo:
-Maestros, tengo que ir a Florencia ahora mismo: trabajad con ganas.
Y yéndose, se fue a esconder en una parte donde podía, sin ser visto, ver lo que hacía Calandrino.
Calandrino, cuando creyó que Filippo estaba algo lejos, bajó al patio donde encontró sola a Niccolosa; y entrando con ella en conversación, y ella, que sabía bien lo que tenía que hacer, acercándosele, un poco de mayor familiaridad que la que mostrado le había le mostró, con lo que Calandrino la tocó con el escrito.
Y cuando la hubo tocado, sin decir nada, volvió los pasos al pajar, a donde Niccolosa le siguió; y, entrando dentro, cerrada la puerta abrazó a Calandrino y sobre la paja que estaba en el suelo lo arrojó, y saltándole encima, a horcajadas y poniéndole las manos sobre los hombros, sin dejarle que le acercase la cara, como con gran deseo lo miraba diciendo:
-Oh, dulce Calandrino mío, alma mía, bien mío, descanso mío, ¡cuánto tiempo he deseado tenerte y poder tenerte a mi voluntad! Con tu amabilidad me has robado el cordón de la camisa, me has encadenado el corazón con tu rabel: ¿puede ser cierto que te tenga?
Calandrino, pudiéndose mover apenas, decía:
-¡Ah!, dulce alma mía, déjame besarte.
Niccolosa decía:
-¡Qué prisa tienes! Déjame primero verte a mi gusto: ¡déjame saciar los ojos con este dulce rostro tuyo!
Bruno y Buffalmacco se habían ido donde Filippo y los tres veían y oían esto; y yendo ya Calandrino a besar a Niccolosa, he aquí que llegan Nello con doña Tessa; el cual, al llegar, dijo:
-Voto a Dios que están juntos -y llegados a la puerta del pajar, la mujer, que estallaba de rabia, empujándole con las manos le hizo irse, y entrando dentro vio a Niccolosa encima de Calandrino; la cual, al ver a la mujer, súbitamente levantándose, huyó y se fue donde estaba Filippo.
Doña Tessa corrió con las uñas a la cara de Calandrino que todavía no estaba levantado, y se la arañó toda; y cogiéndolo por el pelo y tirándolo de acá para allá comenzó a decir:
-Sucio perro deshonrado, ¿así que esto me haces? Viejo tonto, que maldito sea el día en que te he querido: ¿así que no te parece que tienes bastante que hacer en tu casa que te vas enamorando por las ajenas? ¡Vaya un buen enamorado! ¿No te conoces, desdichado?, ¿no te conoces, malnacido?, que escurriéndote todo no saldría jugo para una salsa. Por Dios que no era Tessa quien te preñaba, ¡que Dios la confunda a ésa sea quien sea, que debe ser triste cosa tener gusto por una joya tan buena como eres tú!
Calandrino, al ver venir a su mujer, se quedó que ni muerto ni vivo y no se atrevió a defenderse contra ella de ninguna manera: sino que así arañado y todo pelado y desgreñado, recogiendo la capa y levantándose, comenzó humildemente a pedir a su mujer que no gritase si no quería que le cortasen en pedazos porque aquella que estaba con él era mujer del de la casa.
La mujer dijo:
-¡Pues que Dios le dé mala ventura!
Bruno y Buffalmacco, que con Filippo y Niccolosa se habían reído de este asunto a su gusto, como si acudiesen al alboroto, aquí llegaron; y luego de muchas historias, tranquilizada la mujer, dieron a Calandrino el consejo de que se fuese a Florencia y no volviera por allí, para que Filippo, si algo oyera de esto, no le hiciese daño. Así pues, Calandrino, triste y afligido, todo pelado y todo arañado volviéndose a Florencia, más allá arriba no se atrevió a volver, molestado día y noche por las reprimendas de su mujer, y a su ardiente amor puso fin, habiendo hecho reír mucho a sus amigos y a Niccolosa y a Filippo.



NOVELA SEXTA

Dos jóvenes se albergan en la casa de uno con cuya hija uno va acostarse, y su mujer, sin advertirlo, se acuesta con el otro; el que estaba con la hija se acuesta con su padre y le cuenta todo, creyendo hablar con su compañero; hacen mucho alboroto, la mujer, apercibiéndose, se mete en la cama de la hija y, consiguientemente, con algunas palabras pacifica a todos.

Calandrino, que otras veces había hecho reír a la compañía, lo mismo lo hizo esta vez: y después de que las damas dejaran de hablar de sus cosas, la reina ordenó a Pánfilo que hablase, el cual dijo:
Loables señoras, el nombre de la Niccolosa amada por Calandrino me ha traído a la memoria una historia de otra Niccolosa, la cual me place contaros porque en ella veréis cómo una súbita inspiración de una buena mujer evitó un gran escándalo.
En la llanura del Muñone hubo, no ha mucho tiempo, un hombre bueno que a los viandantes daba, por dinero, de comer y beber; y aunque era una persona pobre y tenía una casa pequeña, alguna vez, en caso de gran necesidad, no a todas las personas sino a algún conocido albergaba; ahora bien, tenía éste una mujer que era asaz hermosa hembra, de la cual tenía dos hijos: y el uno era una jovencita hermosa y agradable, de edad de quince o de dieciséis años, que todavía no tenía marido; el otro era un niño pequeñito que todavía no tenía un año, al que la misma madre amamantaba. A la joven le había echado los ojos encima un jovenzuelo apuesto y placentero y hombre noble de nuestra ciudad, el cual mucho andaba por el barrio y fogosamente la amaba; y ella, que de ser amada por un joven tal como aquel mucho se gloriaba, mientras en retenerlo en su amor con placenteros gestos se esforzaba, de él igualmente se enamoró; y muchas veces con gusto de cada una de las partes hubiera tenido efecto aquel amor si Pinuccio, que así se llamaba el joven, no hubiera sentido disgusto en causar la deshonra de la joven y de él. Pero de día en día multiplicándose su ardor, le vino el deseo a Pinuccio de reunirse con ella, y le vino al pensamiento encontrar el modo de albergarse en casa de su padre, pensando, como quien la disposición de la casa de la joven sabía, que si aquello hiciera, podría ocurrir que estuviese con ella sin que nadie se apercibiese; y en cuanto le vino al ánimo, sin dilación lo puso en obra. Él, junto con un fiel amigo llamado Adriano, que este amor conocía, cogiendo un día al caer la noche dos rocines de alquiler y poniéndoles encima dos valijas, tal vez llenas de paja, salieron de Florencia, y dando una vuelta, cabalgando, a la llanura del Muñone llegaron siendo ya de noche; y entonces, como si volviesen de Romaña, dándose la vuelta, hacia las casas se vinieron y a la del buen hombre llamaron; el cual, como quien muy bien conocía a los dos, abrió la puerta prontamente. Al que Pinuccio dijo:
-Mira, tienes que darnos albergue esta noche: pensábamos poder entrar en Florencia, y no hemos podido apurarnos tanto que a tal hora como es hayamos llegado.
A quien el posadero repuso:
-Pinuccio, bien sabes qué comodidad tengo para albergar a hombres tales como sois vosotros; pero como esta hora os ha alcanzado aquí y no hay tiempo para que podáis ir a otro sitio, os daré albergue de buena gana como pueda.
Echando pie a tierra, pues, los dos jóvenes, y entrando en el albergue, primeramente acomodaron sus rocines y luego, habiendo ellos llevado la cena consigo, cenaron con el huésped. Ahora no tenía el huésped sino una alcobita muy pequeña en la cual había tres camitas puestas como mejor el huésped había sabido; y no había, con todo ello, quedado más espacio (estando dos a uno de los lados de la alcoba y la tercera contra el otro) que se pudiese hacer allí nada sino moverse muy estrechamente. De estas tres camas, hizo el hombre preparar para los dos compañeros la menos mala, y los hizo acostar; luego, después de algún tanto, no durmiendo ninguno de ellos aunque fingiesen dormir, hizo el huésped acostarse a su hija en una de las dos que quedaban y en la otra se metió él y su mujer, la cual, junto a la cama donde dormía puso la cuna en la que tenía a su hijo pequeñito. Y estando las cosas de esta guisa dispuestas, y habiendo Pinuccio visto todo, después de algún tiempo, pareciéndole que todos estaban dormidos, levantándose sin ruido, se fue a la camita donde la joven amada por él estaba echada, y se le echó al lado; por la cual, aunque medrosamente lo hiciese, fue alegremente acogido, y con ella, tomando el placer que más había deseado, se estuvo. Y estando así Pinuccio con la joven, sucedió que un gato hizo caer ciertas cosas, que la mujer, despertándose, oyó; por lo que levantándose, temiendo que fuese otra cosa, así en la oscuridad como estaba, se fue allí adonde había oído el ruido. Adriano, que en aquello no tenía el ánimo, por acaso por alguna necesidad natural se levantó y yendo a satisfacerla se tropezó con la cuna puesta por la mujer, y no pudiendo sin levantarla pasar delante, cogiéndola, la levantó del lugar donde estaba y la puso junto al lado de la cama donde él dormía; y cumplido aquello por lo que se había levantado, volviéndose, sin preocuparse de la cuna, en la cama se metió. La mujer, habiendo buscado y encontrado que aquello que había caído al suelo no era la tal cosa, no se preocupó de encender ninguna luz para verlo mejor sino que, habiendo gritado al gato, a la alcobita se volvió, y a tientas se fue derechamente a la cama donde dormía su marido; pero no encontrando allí la cuna, se dijo:
-¡Ay, desdichada de mí! Mira lo que hacía: a fe que me iba derechamente a la cama de mis huéspedes.
Y yendo un poco más allá y encontrando la cuna, en la cama junto a la cual estaba, junto a Adriano se acostó creyendo acostarse con su marido. Adriano, que todavía no se había dormido, al sentir esto la recibió bien y alegremente; y sin decir palabra tensó la ballesta y la descargó de un solo golpe con gran placer de la mujer. Y estando así, temiendo Pinuccio que el sueño le sorprendiese con su joven, habiendo el placer logrado que deseaba, para volverse a dormir a su cama se levantó de su lado y, yendo a ella, encontrando la cuna, creyó que era aquélla la del huésped; por lo que, avanzando un poco más, se acostó con el huésped, que con la llegada de Pinuccio se despertó. Pinuccio, creyendo estar al lado de Adriano, dijo:
-¡Bien te digo que nunca hubo cosa tan dulce como Niccolosa! Por el cuerpo de Cristo, he tenido con ella el mayor placer que nunca un hombre tuvo con mujer; y te digo que he bajado seis veces a la villa desde que me fui de aquí.
El huésped, oyendo estas noticias y no gustándole demasiado, se dijo primero: «¿Qué diablos hace éste aquí?».
Después, más airado que prudente, dijo:
-Pinuccio, la tuya ha sido una villanía y no sé por qué tienes que hacerme esto; pero por el cuerpo de Cristo me la vas a pagar.
Pinuccio, que no era el joven más sabio del mundo, al darse cuenta de su error no corrió a enmendarlo como mejor hubiera podido sino que dijo:
-¿Qué te voy a pagar? ¿Qué podrías hacerme?
La mujer del huésped, que con su marido creía estar dijo a Adriano:
-¡Ay, mira a nuestros huéspedes que están riñendo por no sé qué!
Adriano, riendo, repuso:
-Déjalos en paz y que Dios los confunda: bebieron demasiado anoche.
La mujer, pareciéndole haber oído a su marido gritar y oyendo a Adriano, incontinenti conoció dónde había estado y con quién; por lo cual, como discreta, sin decir palabra, súbitamente se levantó, y cogiendo la cuna de su hijito, como ninguna luz se viese en la alcoba, por conjetura la llevó junto a la cama donde dormía su hija y con ella se acostó; y, como despertándose con el barullo del marido, le llamó y le preguntó qué riña se traía con Pinuccio. El marido respondió:
-¿No le oyes lo que dice que ha hecho esta noche con Niccolosa?
La mujer dijo:
-Miente con toda la boca, que con Niccolosa no se ha acostado; que yo me he acostado aquí en el momento en que no he podido dormir ya; y tú eres un animal por creerle. Bebéis tanto por la noche que luego soñáis y vais de acá para allá sin enteraros y os parece que hacéis algo grande; ¡gran lástima es que no os rompáis el cuello! ¿Pero qué hace ahí ese Pinuccio? ¿Por qué no se está en su cama?
Por otra parte, Adriano, viendo que la mujer discretamente su deshonra y la de su hija tapaba, dijo:
-Pinuccio, te lo he dicho cien veces que no vayas dando vueltas, que este vicio tuyo de levantarte dormido y contar las fábulas que sueñas te va a traer alguna vez una desgracia; ¡vuélvete aquí, así Dios te dé mala noche!
El huésped, oyendo lo que decía su mujer y lo que decía Adriano, comenzó a creer demasiado bien que Pinuccio estaba soñando; por lo que, cogiéndolo por los hombros, comenzó a menearlo y a llamarlo, diciendo:
-Pinuccio, despiértate; vuélvete a tu cama.
Pinuccio, habiendo oído lo que se había dicho, comenzó, a guisa de quien soñase, a entrar en otros desatinos; de lo que el huésped se reía con las mayores ganas del mundo. Al final, sintiendo que lo meneaban, hizo semblante de despertarse, y llamando a Adriano dijo:
-¿Es ya de día, que me llamas?
Adriano dijo:
-Sí, ven aquí.
Él, fingiendo y mostrándose muy somnoliento, por fin se levantó de junto a su huésped y se volvió a la cama con Adriano; y venido el día y levantándose el huésped, comenzó a reírse y a burlarse de él y de sus sueños. Y así, de una broma en otra, preparando los dos jóvenes sus rocines y poniendo sobre ellos sus valijas y habiendo bebido con el huésped, montando de nuevo a caballo se vinieron a Florencia, no menos contentos del modo en que la cosa había sucedido que de los efectos de la cosa. Y luego después, encontrando otros modos, Pinuccio se encontró con Niccolosa, la cual afirmaba a su madre que éste verdaderamente había soñado; por la cual cosa la mujer, acordándose de los abrazos de Adriano, a sí misma se decía que era la única en haber velado.



NOVELA SÉPTIMA

Talano de Imola sueña que un lobo desgarra toda la cara y la garganta de su mujer; le dice que tenga cuidado; ella no lo hace y le sucede así.

Habiendo terminado la historia de Pánfilo y sido la invención de la mujer alabada por todos, la reina a Pampínea dijo que contase la suya, la cual, entonces, comenzó:
Otra vez, amables señoras, sobre la verdad demostrada por los sueños, de los que muchos se burlan, se ha hablado entre nosotros; y sin embargo, aunque ya se haya dicho, no dejaré con una historieta muy breve de contaros lo que a una vecina mía, no hace aún mucho tiempo, sucedió por no creer en uno que sobre ella había tenido su marido.
No sé si vosotras conocisteis a Talano de Imola, hombre muy honrado. Éste, habiendo tomado por mujer a una joven llamada Margarita, más hermosa que todas las demás, pero, sobre toda otra cosa, tan caprichosa, desabrida y suspicaz que no quería hacer nada a gusto de nadie ni los demás podían hacerlo al suyo; lo que, aunque pesadísimo fuese de soportar a Talano, no pudiendo hacer otra cosa, se lo sufría.
Ahora bien, sucedió una noche, estando Talano con esta Margarita suya en el campo, en una de sus posesiones, que estando él durmiendo le pareció ver a su mujer ir por un bosque muy hermoso que tenían no muy lejos de su casa; y mientras la veía andar así, le pareció que de una parte del bosque salía un grande y feroz lobo, el cual prestamente se le arrojaba a la garganta y la tiraba a tierra, y ella, pidiendo ayuda, se esforzaba en arrancarse de él; y cuando salió de sus fauces, toda la cara y la garganta le pareció que tenía destrozadas. El cual, levantándose a la mañana siguiente, dijo a su mujer:
-Mujer, aunque tu suspicacia no haya permitido nunca que pase yo un solo día en paz contigo, sentiría mucho que te sucediese algún mal; y por ello, si confías en mi juicio, no saldrás hoy de casa.
Y preguntándole ella el porqué, ordenadamente le contó su sueño. La mujer, moviendo la cabeza, dijo:
-Quien mal te quiere mal te sueña; mucho te compadeces de mí, pero me sueñas como querrías verme; y por cierto que me guardaré, hoy y siempre, de darte gusto con éste o con otro daño mío.
Dijo entonces Talano:
-Ya sabía yo que ibas a contestarme eso, porque así le pagan a quien cría cuervos, pero aunque creas lo que quieras, yo lo digo por tu bien, y ahora otra vez te advierto que te quedes hoy en casa, o por lo menos, que te guardes de ir a nuestro bosque.
La mujer dijo:
-Está bien.
Y luego empezó a decirse a sí misma:
«¿Has visto con qué malicia se cree éste haberme metido miedo de ir hoy a nuestro bosque, donde seguro que debe haberle dado una cita a cualquier desgraciada, y no quiere que lo encuentre allí? ¡Oh, qué buen embelesador es éste!, y bien tonta sería yo si le creyese. Pero con certeza no lo conseguirá; tengo que ver yo, aunque deba estar allí todo el día, qué clase de comercio es el que quiere éste hacer hoy.» Y como hubo dicho esto, saliendo el marido por una puerta de la casa, salió ella por otra, y lo más ocultamente que pudo, sin dilación se fue al bosque y allí, en la parte que más follaje había, se escondió, estando atenta y mirando, ora aquí, ora allí por ver si veía venir a alguien. Y mientras de esta guisa estaba, sin ningún temor del lobo, he aquí que de un matorral tupido sale un lobo grande y terrible y ni pudo ella, cuando lo vio, decir sino: «¡Señor, ayúdame!», cuando el lobo ya se le había arrojado a la garganta y, cogiéndola con fuerza, comenzó a llevársela de allí como si fuese un pequeño corderito. Ella no podía gritar (tan oprimida tenía la garganta), ni de otra manera defenderse; por lo que, llevándosela el lobo, sin falta la habría estrangulado si no se hubiera topado con algunos pastores, los cuales, gritándole, le obligaron a soltarla; y ella, mísera y desdichada, reconocida por los pastores y llevada a su casa, luego de largo esfuerzo fue curada por los médicos, pero no tanto que toda la garganta y una buena parte de la cara no se quedasen estropeadas de tal manera que siendo primero hermosa, se quedó luego siendo siempre feísima y deforme. Por lo que ella, avergonzándose de aparecer donde fuese vista, muchas veces miserablemente lloró su suspicacia y el no haber, en aquello que nada le costaba, prestado fe al veraz sueño de su marido.



NOVELA OCTAVA

Biondello hace una burla a Ciacco con un almuerzo, de la que Ciacco sagazmente se venga haciéndolo golpear concienzudamente.

Universalmente todos los de la alegre compañía dijeron que lo que Talano había visto durmiendo no había sido un sueño sino una visión, si es que exactamente, sin faltar nada, había sucedido. Pero, callándose todos, ordenó la reina a Laureta que siguiese; la cual dijo:
Como estos, sapientísimas señoras, que hoy antes de mí han hablado, casi todos han sido movidos a hablar por alguna cosa antes dicha, así me mueve a mí la severa venganza (contada ayer por Pampínea) que tomó el escolar, a hablar de una muy dura para quien la sufrió, aunque no fuese tan cruel, y por ello digo que:
Viviendo en Florencia uno llamado por todos Ciacco, hombre glotoncísimo más que ninguno que haya existido, y no pudiendo sus posibilidades sostener los gastos que su glotonería requería, siendo por otra parte muy cortés y todo lleno de buenos y placenteros decires ingeniosos, se dedicó a ser no propiamente bufón sino motejador, y a tratar a quienes eran ricos y se deleitaban comiendo cosas buenas; y con éstos a almorzar y a cenar, aunque no fuese siempre invitado, iba muy frecuentemente. Había semejantemente en aquellos tiempos en Florencia uno que se llamaba Biondello, pequeño de persona, muy cortés y más limpio que una patena, con su gorrete en la cabeza, con su melenita rubia y sin un solo cabello descolocado, el cual el mismo oficio que Ciacco tenía; el cual, habiendo ido una mañana de cuaresma allá donde se vende el pescado y comprado dos gordísimas lampreas para micer Vieri de los Cerchi , fue visto por Ciacco, que, acercándose a Biondello dijo:
-¿Qué significa esto?
A quien Biondello repuso:
-Ayer tarde le mandaron otras tres mucho más hermosas que éstas son y un esturión a micer Corso Donati , y no bastándole para poder dar de comer a algunos gentileshombres, me ha mandado a comprar estas otras dos: ¿no vas a venir tú?
Repuso Ciacco:
-Bien sabes que sí.
Y cuando le pareció oportuno, a casa de micer Corso se fue, y lo encontró con algunos vecinos suyos, que todavía no había ido a almorzar; a quien, siendo preguntado por él que qué andaba haciendo, repuso:
-Señor, vengo a almorzar con vos y vuestra compañía.
A quien micer Corso dijo:
-Eres bien venido, y como ya es hora, vámonos.
Sentándose, pues, a la mesa, primero comieron garbanzos y atún en salmuera, y luego peces del Arno fritos, y nada más. Ciacco, apercibiéndose del engaño de Biondello y no poco enojado, se propuso hacérselo pagar; y no pasaron muchos días sin que se encontrase con él, que ya había hecho reír a muchos con aquella burla. Biondello, al verlo, le saludó, y riéndose le preguntó que qué tal habían estado las lampreas de micer Corso; a lo que respondiendo Ciacco, dijo:
-Antes de que pasen ocho días lo sabrás mucho mejor que yo.
Y sin dar tregua al asunto, separándose de Biondello, ajustó el precio con un truhán y, dándole un botellón de vidrio, lo llevó a la lonja de los Cavicciuli y le mostró en ella a un caballero llamado Filippo Argenti , hombre grande y nervudo y fuerte, irritable, iracundo y colérico más que ningún otro, y le dijo:
-Te acercas a él con este frasco en la mano y le dices así: «Señor, me manda Biondello y me manda para rogaros que os plazca enrojecerle este frasco con vuestro buen vino tinto, que se quiere divertir un rato con sus compinches». Y estate bien atento para que no te ponga las manos encima, porque lo sentirías y habrías estropeado mis asuntos.
Dijo el truhán:
-¿Tengo que decir algo más?
Dijo Ciacco:
-No, vete; y cuando le hayas dicho eso, vuelve aquí con el frasco, que yo te pagaré.
Echándose a andar, pues, el truhán, le dio la embajada a micer Filippo. Micer Filippo, al oírle, como quien poco aguante tenía, pensando que Biondello, a quien conocía, se burlaba de él, todo colorado el rostro, diciendo:
-¿Qué «enrojecedme» y qué «compinches» son ésos, que Dios os confunda a ti y a él?
Se puso en pie y extendió el brazo para golpear al truhán; pero el truhán, como quien estaba atento, fue rápido y salió huyendo, y por otro camino volvió a donde Ciacco, que todo había visto, y le dijo lo que micer Filippo había dicho. Ciacco, contento, pagó al truhán, y no descansó hasta encontrar a Biondello; al cual dijo:
-¿Has ido últimamente por la lonja de los Cavicciuli?
Repuso Biondello:
-No, nada; ¿por qué me lo preguntas?
Dijo Ciacco:
-Porque puedo decirte que micer Filippo te está buscando; no sé qué es lo que quiere.
Dijo entonces Biondello:
-Bien, voy hacia allí y hablaré con él.
Al irse Biondello, Ciacco se fue detrás a ver cómo iba el asunto. Micer Filippo, no habiendo podido alcanzar al truhán, se había quedado fieramente airado y se recomía por dentro al no poder dar a las palabras del pícaro otro significado sino que Biondello, a instancias de quien fuese, se burlaba de él; y mientras estaba él reconcomiéndose, he aquí que Biondello llega. Al que, en cuanto vio, saliéndole al encuentro, le dio en la cara un gran puñetazo.
-¡Ay!, señor -dijo Biondello-, ¿qué es esto?
Micer Filippo, cogiéndolo por los pelos y arrancándole el gorrete de la cabeza y arrojándole el capucho por tierra, y sin dejar de darle grandes golpes, decía:
-Traidor, bien verás lo que es esto; ¿de qué «enrojecedme» y de qué «compinches» mandas que me hablen a mí? ¿Te parezco un muchachito a quien se le gastan bromas?
Y así diciendo, con los puños que tenía como de hierro, le destrozó toda la cara y no le dejó en la cabeza pelo que estuviese bien colocado, y revolcándolo por el fango, le rasgó todas las ropas que llevaba encima; y tanto se aplicaba a ello que ni una vez desde el principio pudo Biondello decir palabra ni preguntarle por qué le hacía esto; bien había oído lo del «enrojecedme» y los «compinches», pero no sabía lo que quería decir. Por fin, habiéndole bien golpeado micer Filippo y habiendo mucha gente alrededor, con el mayor trabajo del mundo se lo arrancaron de las manos, tan desgreñado y desastrado como estaba, y le dijeron por qué micer Filippo había hecho aquello, reprendiéndole por haber mandado a decirle aquello, y diciéndole que a aquellas alturas debía conocer a micer Filippo y que no era hombre para gastarle bromas.
Biondello, llorando, se excusaba y decía que nunca había mandado a pedirle vino a micer Filippo; y luego que un poco se hubo compuesto, triste y dolorido se volvió a casa, pensando que aquello había sido obra de Ciacco. Y después de que tras muchos días, desaparecidos los cardenales del rostro, comenzó a salir de casa, sucedió que lo encontró Ciacco, y riéndose le preguntó:
-Biondello, ¿qué tal te pareció el vino de micer Filippo?
Repuso Biondello:
-¡Así debían haberte parecido a ti las lampreas de micer Corso!
Entonces dijo Ciacco:
-Ahora depende de ti: siempre que quieras hacerme comer tan bien como me hiciste, te daré de beber tan bien como te he dado.
Biondello, que sabía que contra Ciacco más podía tener mala voluntad que malas obras, rogó a Dios que le diese su paz, y de allí en adelante se guardó de burlarse de él.



NOVELA NOVENA

Dos jóvenes piden consejo a Salomón, el uno de cómo puede ser amado, el otro de cómo debe a la mujer terca; al uno le responde que ame y al otro que vaya al puente de la Oca.

Nadie más que la reina (si quería respetarse el privilegio concedido a Dioneo) quedaba por novelar; la cual, después de que las damas hubieron mucho reído del desdichado Biondello, alegre, comenzó a hablar así:
Amables señoras, si con mente recta miramos el orden de las cosas, muy fácilmente conoceremos que toda la universal multitud de las mujeres está a los hombres sometida por la naturaleza y por las costumbres y por las leyes, y que según el discernimiento de éstos conviene que se rijan y gobiernen; y por ello, todas las que quieran tranquilidad, consuelo y reposo tener con los hombres a quienes pertenecen, deben ser con ellos humildes, pacientes y obedientes, además de honestas, lo que es especial tesoro de cada una. Y si en cuanto a esto las leyes, que al bien común miran en todas las cosas, no nos enseñasen (y el uso y la costumbre que queremos decir, cuyas fuerzas son grandísimas y dignas de ser reverenciadas) la naturaleza muy abiertamente lo muestra, que nos ha hecho en el cuerpo delicadas y blandas, en el ánimo tímidas y miedosas, en las mentes benignas y piadosas, y nos ha dado flacas las corporales fuerzas, las voces amables y los movimientos de los miembros suaves: cosas todas que testimonian que tenemos necesidad del gobierno ajeno. Y quien tiene necesidad de ser ayudado y gobernado, toda razón quiere que sea obediente y que esté sometido y reverencie a su ayudador y gobernador: ¿y quiénes nos ayudan y gobiernan a nosotras sino los hombres? Pues a los hombres debemos, sumamente honrándoles, someternos; y la que de esto se aparte estimo que sea dignísima no solamente de dura reprensión, sino también de áspero castigo. Y a tal consideración, aunque ya la haya hecho otra vez, me ha traído hace poco Pampínea con lo que contó de la irritable mujer de Talano: a quien Dios mandó el castigo que su marido no había sabido darle; y por ello juzgo yo que son dignas (como ya dije) de duro y áspero castigo todas aquellas que se apartan de ser amables, benévolas y dóciles como lo quieren la naturaleza, la costumbre y las leyes. Por lo que me agrada contaros el consejo que dio Salom6n, como útil medicina para curar a aquellas que están afectadas de este mal; el cual, ninguna que no sea merecedora de tal medicina, piense que se dice por ella, aunque los hombres acostumbren decir tal proverbio: «Espuelas pide el buen caballo y el malo, y la mujer buena y mala pide palo». Las cuales palabras, quien quisiera interpretarlas jocosamente, inmediatamente concedería que son ciertas de todas, pero aun queriendo interpretarlas moralmente, digo que habría que admitirlas. Son naturalmente las mujeres todas volubles e influenciables y por ello, para corregir la inquietud de quienes se dejan ir demasiado lejos de los límites impuestos, se necesita el bastón que las castigue, y para sustentar la virtud de las demás, que no se dejen resbalar, es necesario el bastón que las sostenga y las asuste. Pero dejando ahora el predicar, viendo a aquello que tengo en el ánimo decir, digo que:
Habiéndose ya extendido por todo el universo mundo la altísima fama de la maravillosa discreción de Salomón, y el liberalísimo uso que de ella hacía para quien quería conocerla por propia experiencia, muchos acudían a él por consejo en sus estrechísimas y arduas necesidades desde diversas partes del mundo; y entre los otros que a ello iba, se puso en camino un joven cuyo nombre era Melisso, muy noble y rico, de la ciudad de Layazo, de donde era él y donde vivía. Y cabalgando hacia Jerusalén, sucedió que, al salir de Antioquia, con otro joven llamado Josefo, el cual aquel mismo camino llevaba que él hacía, cabalgó durante algún tiempo; y como es la costumbre de los viajeros, comenzó a entrar con él en conversación. Habiéndole dicho ya Josefo a Melisso cuál era su condición y de dónde venía, adónde iba y a qué le preguntó; al cual, dijo Josefo que iba a Salomón, para pedirle consejo de lo que debía hacer con su mujer, que era más que ninguna otra mujer terca y mala, a quien él ni con ruegos ni con halagos ni de ninguna otra manera podía sacar de su obstinación. Y luego, él por su parte, de dónde era y adónde iba y para qué le preguntó; al cual respondió Melisso:
-Yo soy de Layazo, y como tú tienes una desgracia yo tengo otra: yo soy un hombre rico y gasto lo mío en sentar a mi mesa y honrar a mis conciudadanos, y es cosa rara y extraña pensar que, a pesar de todo esto, no puedo encontrar a nadie que me quiera bien; y por ello voy donde vas tú, para pedir consejo de cómo pueda hacer que sea amado.
Caminaron, pues, juntos los dos compañeros y, llegados a Jerusalén, por mediación de uno de los barones de Salomón, fueron llevados ante él, al cual brevemente Melisso expuso su necesidad; a quien Salomón repuso:
-Ama.
Y dicho esto, prestamente Melisso fue obligado a salir de allí, y Josefo dijo aquello por lo que estaba allí, al cual Salomón, nada respondió sino:
-Ve al Puente de la Oca.
Dicho lo cual, también Josefo fue sin demora alejado de la presencia del rey, y encontró a Melisso que estaba esperándole, y le dijo lo que le habían dado por respuesta. Los cuales, pensando en estas palabras y no pudiendo comprender su sentido ni sacar ningún fruto para sus necesidades, como si hubiesen sido burlados, se pusieron en camino para volver; y luego de que hubieron caminado algunas jornadas llegaron a un río sobre el cual había un hermoso puente; y porque una gran caravana de carga con mulas y con caballos estaba pasando tuvieron que esperar hasta tanto que hubiesen pasado. Y habiendo ya pasado casi todos, por acaso hubo un mulo que se espantó, como con frecuencia les sucedía, y no quería de ninguna manera pasar adelante; por la cual cosa, un mulero, cogiendo una estaca, primero con bastante suavidad comenzó a pegarle para que pasase. Pero el mulo, ora de esta parte del camino, ora de aquélla atravesándose, y a veces retrocediendo, de ninguna manera pasar quería; por la cual cosa el mulero, sobremanera airado, comenzó con la estaca a darle los mayores golpes del mundo, ora en la cabeza, ora en los flancos y ora en la grupa; pero todo era inútil. Por lo que Melisso y Josefo, que estaban mirando esta cosa, decían al mulero:
-¡Ah!, desdichado, ¿que haces?, ¿quieres matarlo?, ¿por qué no pruebas a conducirlo bien y tranquilamente? Irá antes que si lo golpeas como estás haciendo.
A quienes el mulero respondió:
-Vosotros conocéis a vuestros caballos y yo conozco mi mulo; dejadme hacerle lo que quiero.
Y dicho esto, comenzó a darle bastonazos, y tantos de una parte y tantos de otra le dio que el mulo pasó adelante, de manera que el mulero se salió con la suya. Estando, pues, los dos jóvenes a punto de seguir, preguntó Josefo a un buen hombre, que estaba sentado al empezar el puente, que cómo se llamaba aquello; al cual el buen hombre repuso:
-Señor, esto se llama el Puente de la Oca.
Lo que, como hubo oído Josefo, se acordó de las palabras de Salomón y le dijo a Melisso:
-Pues te digo, compañero, que los consejos que me ha dado Salomón podrían ser buenos y verdaderos porque muy claramente conozco que no sabía pegar a mi mujer: pero este mulero me ha enseñado lo que tengo que hacer.
De allí a algunos días llegados a Antioquia, retuvo Josefo a Melisso para que descansase algunos días con él; y siendo muy fríamente recibido por su mujer, le dijo que hiciese preparar la cena tal como Melisso le dijera; el cual, como vio que Josefo eso quería, se lo explicó. La mujer, tal como había hecho en el pasado, no como Melisso le había dicho, sino todo lo contrario hizo; lo que viendo Josefo, enojado, dijo:
-¿No se te ha dicho de qué manera debías hacer esta cena?
La mujer, respondiéndole orgullosamente, dijo:
-Pues ¿qué quiere decir esto? ¡Ah! ¡No cenes si no quieres cenar! Si se me dijo de otra manera a mí me ha parecido hacerlo así; si te place, que te plazca; si no, aguántate.
Maravillóse Melisso de la respuesta de la mujer y mucho se la reprobó. Josefo, al oír esto, dijo:
-Mujer, sigues siendo lo que eras, pero créeme que te haré cambiar de maneras.
Y volviéndose a Melisso dijo:
-Amigo, pronto vamos a ver qué tal ha sido el consejo de Salomón; pero te ruego que no te sea duro verlo ni pensar que es broma lo que voy a hacer. Y para que no me lo impidas, acuérdate de la respuesta que nos dio el mulero cuando de su mulo nos daba compasión.
Al cual Melisso dijo:
-Yo estoy en tu casa, donde no entiendo separarme de lo que gustes.
Josefo, buscando un bastón redondo de una encina joven, se fue a su alcoba, adonde la mujer, que con cólera se había levantado de la mesa, se había ido rezongando, y cogiéndola por las trenzas la arrojó a sus pies y comenzó a golpearla fieramente con este bastón. La mujer empezó primero a gritar y después a amenazar; pero viendo que con todo Josefo no cejaba, toda dolorida comenzó a pedir merced por Dios para que no la matase, diciendo además que nunca dejaría de hacer su gusto. Josefo, a pesar de todo esto, no cesaba sino que con más furia una vez que la anterior o en el costado o en las ancas o en los hombros golpeándola fuertemente le andaba asentando las costuras, y no se quedó quieto hasta que se cansó; y en resumen, ningún hueso ni ninguna parte quedó en el cuerpo de la buena mujer que machacada no tuviese; y hecho esto, volviéndose con Melisso, dijo:
-Mañana veremos cómo resulta el consejo de «Vete al Puente de la Oca».
Y descansando un tanto y lavándose después las manos, con Melisso cenó y cuando fue hora se fueron a acostar. La pobrecita mujer con gran trabajo se levantó del suelo y se arrojó sobre la cama, donde descansando lo mejor que pudo, a la mañana siguiente, levantándose tempranísimo, hizo preguntar a Josefo que qué quería que hiciese para almorzar. Él, riéndose de aquello junto con Melisso, se lo explicó; y luego, cuando fue hora, al volver, óptimamente todas las cosas y según la orden dada encontraron hechas; por la cual cosa el primer consejo para sus males que habían oído sumamente alabaron. Y luego de algunos días, separándose Melisso de Josefo y volviendo a su casa, a uno que era un hombre sabio le dijo lo que Salomón le había dicho, el cual le dijo:
-Ningún consejo más verdadero ni mejor podía darte. Sabes bien que tú no amas a nadie, y los honores y los favores que haces los haces no por amor que tengas a nadie sino por pompa. Ama, pues, como Salomón te dijo, y serás amado.
Así pues, fue corregida la irascible mujer, y el joven, amando, fue amado.



NOVELA DÉCIMA

Don Gianni, a instancias de compadre Pietro, hace un encantamiento para convertir a su mujer en una yegua; y cuando va a pegarle la cola, compadre Pietro, diciendo que no quería cola, estropea todo el encantamiento.

Esta historia contada por la reina hizo un poco murmurar a las mujeres y reírse a los jóvenes; pero luego de que se callaron, Dioneo así empezó a hablar:
Gallardas señoras; entre muchas blancas palomas añade más belleza un negro cuervo que lo haría un cándido cisne, y así entre muchos sabios algunas veces uno menos sabio es no solamente un acrecentamiento de esplendor y hermosura para su madurez, sino también deleite y solaz. Por la cual cosa, siendo todas vosotras discretísimas y moderadas, yo, que más bien huelo a bobo, haciendo vuestra virtud más brillante con mi defecto, más querido debe seros que si con mayor valor a aquélla hiciera oscurecerse: y por consiguiente, mayor libertad debo tener en mostrarme tal cual soy, y más pacientemente debe ser por vosotras sufrido que lo debería si yo más sabio fuese, contando aquello que voy a contar. Os contaré, pues, una historia no muy larga en la cual comprenderéis cuán diligentemente conviene observar las cosas impuestas por aquellos que algo por arte de magia hacen y cuándo un pequeño fallo cometido en ello estropea todo lo hecho por el encantador.
El año pasado hubo en Barletta un cura llamado don Gianni de Barolo el cual, porque tenía una iglesia pobre, para sustentar su vida comenzó a llevar mercancía con una yegua acá y allá por las ferias de Apulia y a comprar y a vender. Y andando así trabó estrechas amistades con uno que se llamaba Pietro de Tresanti, que aquel mismo oficio hacía con un asno suyo, y en señal de cariño y de amistad, a la manera apulense no lo llamaba sino compadre Pietro; y cuantas veces llegaba a Barletta lo llevaba a su iglesia y allí lo albergaba y como podía lo honraba. Compadre Pietro, por otra parte, siendo pobrísimo y teniendo una pequeña cabaña en Tresanti, apenas bastante para él y para su joven y hermosa mujer y para su burro, cuantas veces don Gianni por Tresanti aparecía, tantas se lo llevaba a casa y como podía, en reconocimiento del honor que de él recibía en Barletta, lo honraba. Pero en el asunto del albergue, no teniendo el compadre Pietro sino una pequeña yacija en la cual con su hermosa mujer dormía, honrar no lo podía como quería; sino que en un pequeño establo estando junto a su burro echada la yegua de don Gianni, tenía que acostarse sobre la paja junto a ella. La mujer, sabiendo el honor que el cura hacía a su marido en Barletta, muchas veces había querido, cuando el cura venía, ir a dormir con una vecina suya que tenía por nombre Zita Carapresa de Juez Leo, para que el cura con su marido durmiese en la cama, y se lo había dicho muchas veces al cura, pero él nunca había querido; y entre las otras veces una le dijo:
-Comadre Gemmata, no te preocupes por mí, que estoy bien, porque cuando me place a esta yegua la convierto en una hermosa muchacha y me estoy con ella, y luego, cuando quiero, la convierto en yegua; y por ello no me separaré de ella.
La joven se maravilló y se lo creyó, y se lo dijo al marido, añadiendo:
-Si es tan íntimo tuyo como dices, ¿por qué no haces que te enseñe el encantamiento para que puedas convertirme a mí en yegua y hacer tus negocios con el burro y con la yegua y ganaremos el doble? Y cuando hayamos vuelto a casa podrías hacerme otra vez mujer como soy.
Compadre Pietro, que era más bien corto de alcances, creyó este asunto y siguió su consejo: y lo mejor que pudo comenzó a solicitar de don Gianni que le enseñase aquello. Don Gianni se ingenió mucho en sacarlo de aquella necedad, pero no pudiendo, dijo:
-Bien, puesto que lo queréis, mañana nos levantaremos, como solemos, antes del alba, y os mostraré cómo se hace; es verdad que lo más difícil en este asunto es pegar la cola, como verás.
El compadre Pietro y la comadre Gemmata, casi sin haber dormido aquella noche, con tanto deseo este asunto esperaban que en cuanto se acercó el día se levantaron y llamaron a don Gianni; el cual, levantándose en camisa, vino a la alcobita del compadre Pietro y dijo:
-No hay en el mundo nadie por quien yo hiciese esto sino por vosotros, y por ello, ya que os place, lo haré; es verdad que tenéis que hacer lo que yo os diga si queréis que salga bien.
Ellos dijeron que harían lo que él les dijese; por lo que don Gianni, cogiendo una luz, se la puso en la mano al compadre Pietro y le dijo:
-Mira bien lo que hago yo, y que recuerdes bien lo que diga; y guárdate, si no quieres echar todo a perder, de decir una sola palabra por nada que oigas o veas; y pide a Dios que la cola se pegue bien.
El compadre Pietro, cogiendo la luz, dijo que así lo haría. Luego, don Gianni hizo que se desnudase como su madre la trajo al mundo la comadre Gemmata, y la hizo ponerse con las manos y los pies en el suelo de la manera que están las yeguas, aconsejándola igualmente que no dijese una palabra sucediese lo que sucediese; y comenzando a tocarle la cara con las manos y la cabeza, comenzó a decir:
-Que ésta sea buena cabeza de yegua.
Y tocándole los cabellos, dijo:
-Que éstos sean buenas crines de yegua.
Y luego tocándole los brazos dijo:
-Que éstos sean buenas patas y buenas pezuñas de yegua.
Luego, tocándole el pecho y encontrándolo duro y redondo, despertándose quien no había sido llamado y levantándose, dijo:
-Y sea éste buen pecho de yegua.
Y lo mismo hizo en la espalda y en el vientre y en la grupa y en los muslos y en las piernas; y por último, no quedándole nada por hacer sino la cola levantándose la camisa y cogiendo el apero con que plantaba a los hombres y rápidamente metiéndolo en el surco para ello hecho, dijo:
-Y ésta sea buena cola de yegua.
El compadre Pietro, que atentamente hasta entonces había mirado todas las cosas, viendo esta última y no pareciéndole bien, dijo:
-¡Oh, don Gianni, no quiero que tenga cola, no quiero que tenga cola!
Había ya el húmedo radical que hace brotar a todas las plantas sobrevenido cuando don Gianni, retirándolo, dijo:
-¡Ay!, compadre Pietro, ¿qué has hecho?, ¿no te dije que no dijeses palabra por nada que vieras? La yegua estaba a punto de hacerse, pero hablando has estropeado todo, y ya no hay manera de rehacerlo nunca.
El compadre Pietro dijo:
-Ya está bien: no quería yo esa cola. ¿Por qué no me decíais a mí: «Pónsela tú»? Y además se la pegabais demasiado baja.
Dijo don Gianni:
-Porque tú no habrías sabido la primera vez pegarla tan bien como yo.
La joven, oyendo estas palabras, levantándose y poniéndose en pie, de buena fe dijo a su marido:
-¡Bah!, qué animal eres, ¿por qué has echado a perder tus asuntos y los míos?, ¿qué yeguas has visto sin cola? Bien sabe Dios que eres pobre, pero sería justo que lo fueses mucho más.
No habiendo, pues, ya manera de poder hacer de la joven una yegua por las palabras que había dicho el compadre Pietro, ella doliente y melancólica se volvió a vestir y el compadre Pietro con su burro, como acostumbraba, se fue a hacer su antiguo oficio; y junto con don Gianni se fue a la feria de Bitonto, y nunca más tal favor le pidió.



[ CONCLUSIÓN ]

Cuánto se rió de esta historia, mejor entendida por las mujeres de lo que Dioneo quería, piénselo quien ahora se esté riendo. Pero habiendo terminado la historia y comenzando ya el sol a templarse, y conociendo la reina que el final de su gobierno había venido, poniéndose en pie y quitándose la corona, se la puso a Pánfilo en la cabeza, el cual sólo con tal honor faltaba de ser honrado; y sonriendo dijo:
-Señor mío, gran carga te queda, como es tener que enmendar mis faltas y las de los otros que el lugar han ocupado que tú ocupas, siendo el último; para lo que Dios te dé gracia, como me la ha prestado a mí en hacerte rey.
Pánfilo, alegremente recibido el honor, repuso:
-Vuestra virtud y de mis otros súbditos hará de manera que yo sea, como lo han sido los demás, alabado.
Y según la costumbre de sus predecesores, con el mayordomo habiendo dispuesto las cosas oportunas, a las señoras que esperaban se volvió y dijo:
-Enamoradas señoras, la discreción de Emilia, que ha sido nuestra reina este día, para dar algún descanso a vuestras fuerzas os dio la libertad de hablar sobre lo que más os pluguiese; por lo que, estando ya reposadas, pienso que está bien volver a la ley acostumbrada, y por ello quiero que mañana cada una de vosotras piense en discurrir sobre esto: sobre quien liberal o magníficamente en verdad haya obrado algo en asuntos de amor o de otra cosa. Así, esto diciendo y haciendo, sin ninguna duda a vuestros ánimos bien dispuestos moverá a obrar valerosamente, para que nuestra vida, que no puede ser sino breve en el cuerpo mortal, se perpetúe en la loable fama; lo que todos los que no sólo sirven al vientre (a guisa de lo que hacen los animales) deben no solamente desear, sino buscar y poner en obra con todo empeño.
El tema plugo a la alegre compañía, la cual con licencia del nuevo rey, levantándose, a los acostumbrados entretenimientos se entregó, cada uno según aquello a lo que más por su gusto era atraído; y así hicieron hasta la hora de la cena. Llegados a la cual con fiesta, y servidos diligentemente con orden, luego del fin de ella se levantaron para bailar las danzas acostumbradas, y más de mil cancioncillas más entretenidas de palabras que consumadas en el canto habiendo cantado, mandó el rey a Neifile que cantase una en su nombre; la cual con voz clara y alegre, así placenteramente y sin dilación comenzó:
Yo soy muy jovencita, y de buen grado me alegro y canto en la estación florida merced a Amor y al pensar extasiado.
Voy por los verdes prados contemplando las flores blancas, gualdas y encarnadas, las rosas sobre espinas levantadas, los lirios, y los voy relacionando con el rostro de aquel a cuyo mando porque me ama estaré siempre rendida sin tener más deseo que su agrado.
Y cuando alguna encuentro por mi vía que me recuerda por demás a él, yo la cojo y la beso y le hablo de él, y tal cual soy, así el ánima mía le abro entera y le cuento mi porfía; luego, con las demás entretejida, de mis rubios cabellos es tocado.
Y ese placer que suele dar la flor a la mirada, el mismo a mí me dona, como si viese a la propia persona que me ha inflamado con su suave amor, pero al que llega a causarme su olor mi palabra no acierta a darle vida y con suspiros será divulgado.
Los cuales, en mi pecho al levantarse, no son, como en las otras damas, graves sino que salen cálidos y suaves y ante mi amor van a manifestarse; quien, al oírlos, viene a presentarse donde estoy, cuando pienso conmovida: «¡No me aflijas y ven pronto a mi lado!».
Mucho fue por el rey y por todas las señoras alabada la cancioncilla de Neifile; después de la cual, porque ya había pasado parte de la noche, mandó el rey a todos que hasta el día se fuesen a descansar.


TERMINA LA NOVENA JORNADA







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        Giovanni Boccaccio - Opera Omnia  -  revisado por ilVignettificio

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