Guerra |
Entrevista a mons. Martino
Desde la diplomacia a la oración, los
esfuerzos de la Santa Sede para evitar el conflicto. Habla monseñor Martino,
presidente de la Comisión Pontificia Justicia y Paz, que durante dieciséis
años fue embajador del Papa en la ONU |
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a cargo de
Riccardo Piol, En estos últimos tiempos todos le buscan. El riesgo cada vez mayor de un conflicto le ha devuelto, a su pesar, al primer plano. Porque ha sido observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas durante 16 años y es ahora Presidente del Pontificio Consejo “Justicia y Paz”. En definitiva, porque tiene todas las bazas para ser uno de los protagonistas del esfuerzo que la Santa Sede está haciendo para evitar la guerra en Irak. Mons. Renato Raffaele Martino nunca ha gustado de medias verdades y en un momento de fuerte crisis como éste, en el que todo parece vacilar y el debate se encalla en mil meandros, reafirma a las claras lo que el Papa está repitiendo a todos, católicos o no, gobernantes y gente común. La carta del Santo Padre al presidente Bush, el viaje a Bagdad del cardenal Etchegaray, los encuentros con Aziz, Annan, Fischer, Blair, Aznar: la Santa Sede está recorriendo todas las vías posibles de la diplomacia para conjurar la guerra. ¿Cuáles podrían ser los próximos pasos? En primer lugar, seguiremos reafirmando la importancia de una institución como las Naciones Unidas. Imaginemos un mundo sin la ONU. Se desintegraría todo lo que se levantó con el esfuerzo común en los cincuenta años posteriores a la segunda guerra mundial: todos los progresos en el terreno del desarme nuclear. No olvidemos que las armas nucleares son armas de destrucción masiva que, como ha dicho mons. Tauran, probablemente Sadam Hussein no tiene, pero que otros sí tienen. Gracias a la ONU se han hecho también progresos como la suspensión de los experimentos nucleares y el desarme, y esto es importante. Si las Naciones Unidas se debilitaran, también estos resultados podrían deshacerse en un momento. Sin embargo, en torno a esta cuestión hay una violenta confrontación. ¿Por qué no logra la ONU tener un papel protagonista en el ámbito de la política internacional? Sobre el papel de la ONU recuerdo lo que Pablo VI dijo en 1965: «Representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial». Hoy el mundo tiene necesidad de la ONU, que no es una institución independiente de la comunidad de naciones, sino la comunidad de naciones. Podemos comparar la ONU con un espejo; si el mundo es “feo” en el espejo veremos una imagen fea, desfigurada, porque refleja lo que es la realidad mundial. La ONU debe basarse necesariamente en la confianza recíproca - pacta sunt servanda - por lo que no podemos imaginar que haya una policía que te imponga la observancia de todas las resoluciones. ¿Es esto lo que falta sobre todo en la ONU: una voluntad común y una confianza recíproca? La familia de las naciones - y éste es el deseo del Papa - es como una sociedad civil que debe necesariamente basarse en la buena voluntad de todos. De otro modo es como decir que en Italia hay 58 millones de italianos y se necesitan otros tantos policías para controlarlos. Muchas veces la ONU exige una limitación de la soberanía de los Países; la libertad individual acaba donde comienza la libertad del vecino, por lo que ambas deben ser moderadas y recíprocamente respetuosas. Lo que sucede en la convivencia civil cotidiana debe suceder también en la convivencia internacional. Mi gran preocupación estos días es que si se va a la guerra prescindiendo de la ONU ésta podría derrumbarse y hacerse añicos, y habría que crear una nueva institución internacional. ¡Imagínese qué tragedia! Espero y rezo para que no suceda. Pero, ¿queda todavía margen de acción para evitar el conflicto? En el catecismo de la Iglesia católica se dice que en casos excepcionales se puede aplicar la pena de muerte. El Papa en la Evangelium vitae da un paso más al afirmar que la sociedad actual posee todos los medios para evitar la pena de muerte y dar a un criminal la posibilidad de modificar su vida haciéndola productiva, por no hablar de los errores judiciales que están a la orden del día. El Papa dice que la sociedad moderna posee todos los medios para hacer inofensivo a un criminal susceptible de ser condenado a pena de muerte. Estoy convencido de que hoy la sociedad tiene también todos los medios para evitar la guerra: negociación, diálogo, inspectores, todas las medidas que pueden evitar el conflicto. El Papa ha dicho que «sólo una intervención de lo Alto puede permitir esperar un futuro menos oscuro…». Y, sin embargo, mientras muchos lo alaban por su pacifismo, pocos aceptan la invitación a la conversión y a la oración, la afirmación de que la posibilidad de la paz se funda sólo en Dios. Mediante estos reclamos, El Papa añade a la diplomacia tradicional basada en contactos con las personas implicadas en el conflicto o interesadas en la solución del mismo, la diplomacia de la oración. Es evidente que el Santo Padre auna ambas cosas. Este aspecto de la diplomacia del Papa, es decir, la oración, la penitencia y el ayuno pueden resultar extrañas y quizá incomprensibles a los “pacifistas”, pero nosotros sabemos bien que el discurso de la paz forma parte de nuestro ser cristianos, católicos. ¿Qué es lo que hemos acogido en Belén? Al Príncipe de la paz. Llamamos a la paz con otro nombre: amor. Y Dios es amor. La paz es, por tanto, Dios mismo y nosotros como cristianos estamos llamados a seguir el amor, a ser amor. Éste es el discurso de la paz. ¿Podría alguien decir que la paz no es un dogma de la Iglesia católica? Es mucho más. Es la esencia misma de nuestra vida de católicos, ya que la paz es amor, y es a Dios mismo a quien todos hemos de mirar. El Papa nos ofrece también el instrumento para hacerlo: nos indica la recitación del Rosario en el año a él dedicado. Invita a recurrir a María: ésta es una ayuda que el Papa nos brinda. Lo mismo que la jornada de ayuno convocada para el 5 de marzo. ¿Es también ésta una ayuda? Ciertamente. No es un simple gesto simbólico. Por eso se sitúa al comienzo de la Cuaresma, que para los católicos es sobre todo un recorrido de conversión personal. Al proponer dedicar el ayuno a la paz, El Papa nos ayuda también a identificarnos con el sufrimiento que tantos hermanos nuestros están experimentando, aunque sea sólo psicológicamente. Pongámonos en la piel de los iraquíes que, a través de los medios de comunicación, ven cómo aumenta cada día la amenaza de una guerra que pone en ellos su punto de mira y ven que pronto pueden encontrarse bajo las bombas. El ayuno tiene también esta dimensión: ayuda a que nuestra postura a favor de la paz no sea un sentimiento genérico, sino un signo real de compartir humano. Dentro de este sentimiento genérico por la paz caben tanto la contraposición del Papa con Bush cuanto afirmaciones como: “Queremos extirpar la guerra de la historia”. ¿No le parece que el compromiso del Papa a favor de la paz es instrumentalizado con demasiada frecuencia? El Papa no es un pacifista en el sentido que hoy se da a este término. Hemos recordado ya los motivos por los que no se le puede definir como tal. Basta ver lo que siempre ha repetido. En su discurso al cuerpo diplomático del 13 de enero dijo que la acción militar podría ser la última posibilidad sólo cuando se hubiesen agotado todos los recursos para evitar un conflicto que, de todos modos, debe ser proporcionado al daño recibido, debe tener en cuenta a las poblaciones indefensas y debe responder a una ofensa, no a la posibilidad de la misma. Sobre todo a nivel internacional, incluso quien no está de acuerdo con los juicios del Papa se ve obligado a considerar su voz. ¿Cómo explica este hecho? Podría aquí dejar aflorar todos los recuerdos de mi largo servicio en la Santa Sede. En 1972 asistí en Bucarest a una conferencia de la Unesco como observador de la Santa Sede. Vi que, apenas comenzada, la presencia de los delegados en la sala era un poco escasa: cada uno pronunciaba su intervención y después se iba. Cuando llegó mi turno - al final, ya que los observadores hablan después de los miembros - la sala se llenó de delegados. Tuve mi intervención y a continuación - estábamos en la época de los dos bloques: guerra fría y todo lo demás - algunos delegados del otro lado del telón de acero se me acercaron y me dijeron: «Gracias por sus palabras. Sólo la Santa Sede puede hablar desde un nivel superior; estamos comprometidos en la defensa de nuestros intereses, pero estos principios éticos que Ud. ha recordado son indispensables». ¿Es tarea de la Santa Sede, por tanto, decir lo que otros, por diversos motivos, no pueden o no quieren decir? Aquí reside la fuerza y la debilidad de la Santa Sede: porque el Papa nos recuerda a los católicos y al mundo entero los principios morales. No existe ninguna otra arma de presión. El Papa no puede decir: «Haz esto o si no…», porque el Papa no posee las famosas divisiones de staliniana memoria. Ya Pablo VI, en su intervención en la ONU en 1965, ofreció el servicio de los cristianos como “expertos en humanidad”. Expertos en humanidad que tienen una identidad muy determinada. ¿No le parece que muchos preferirían oír hablar de los principios sin una referencia explícita a Cristo? Pero no podemos hacer otra cosa. Al final de su visita a la ONU en 1995 - yo estaba allí y recuerdo el episodio - Juan Pablo II subió al coche y dijo: «¡Se lo he dicho!». Como yo no entendía a qué se refería le pregunté: «Santo Padre, ¿qué?». Y él dijo: «Que nuestra motivación es Jesucristo». Y, en efecto, en su maravilloso discurso recordó los principios morales y concluyó diciendo: «Mi esperanza y mi confianza se fundan en Jesucristo». Esto me consoló, porque es lo que intentamos hacer con nuestra presencia en la ONU y en todas las circunstancias en que estamos presentes: llevar la luz de Cristo a todas las cuestiones de interés internacional. Naturalmente estos principios morales pueden ser aceptados por todos: la defensa de la vida, de la familia, del derecho al desarrollo, la centralidad del ser humano, la dignidad del hombre. |
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y paz: «Entrevista a mons. Martino. Esperando contra toda esperanza», a cargo de
Riccardo Piol, Huellas 03.03.03