La Penitencia

Ayuno

Monasterio Hoy, hablar de penitencia parece un argumento paradójico porque el hombre, olvidando el pecado, ha perdido la percepción de Dios y de la moral. Y como consecuencia ha caído en la noche del orgullo.

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La penitencia y el ayuno

Es más: ha demolido las barreras que la conciencia levantaba para separar el bien del mal, el odio del amor, por tanto, ahora, ningún camino inmoral obstaculiza que muchos hayan caído en la desesperación, en la ansiedad y en el olvido.

Quizás es el momento de mirar con horror al pecado para limpiar la conciencia, rectificarla y liberarla del fango, con la ayuda de Dios, para sentirnos en paz con nosotros mismos. Para un cristiano, ofender a Dios es un ultraje horrendo, y quizás lo hemos ofendido repetidamente: por eso, el Omnipotente, ahora, nos llama a la penitencia. Nos corresponde a nosotros tomar la decisión.

En el pasado se daba mucha importancia a la penitencia, para recuperar la salvación y devolver al alma su fulgor, mientras que hoy, si descuidamos este elemento, sin considerar que, mediante la penitencia, es posible recuperar las dimensiones penitenciales.

Para evitar este estado,no se deben idear rarezas, sini simplemente devolver un sentido auténticamente penitencial a las tres formas de penitencia que son: la oración, la limosna y el ayuno. Si el pecado altera nuestra relación con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos, podemos, con las obras penitenciales, complacer a Dios con la oración, aliviar las necesidades del prójimo con la solidaridad y reparar nuestras faltas con el ayuno.

La penitencia es el medio más eficaz para purificar nuestras almas de las culpas pasadas e incluso para prevenirse de las futuras. Juan Bautista, el precursor de Jesús, predica la necesidad de hacer penitencia: "Raza de víboras...haced penitencia, dad frutos dignos conversión, porque el reino de los cielos está cerca". Es tan necesaria esta virtud que, si no la practicamos, "moriremos". Los Apóstoles comprendieron tan bien esta doctrina que, desde las primeras predicaciones, insistían en la necesidad de la penitencia como condición preparatoria para el bautismo.

Tras haber pecado, la penitencia es un acto de justicia para reparar la ofensa. La penitencia es una virtud sobrenatural, conectada con la justicia, que inclina al pecador a detestar el pecado porque ofende a Dios y a tomar la firme resolución de evitarlo en el futuro. A la luz de la razón y de la fe, el pecado es un mal,el más grande de los males. Mejor dicho: el único verdadero mal, porque ofende a Dios y nos priva de sus preciosos bienes.

Por otra parte, cuando pecamos y recibimos el perdón mediante la Confesión, permanece en el alma una reminiscencia que provoca un vivo dolor, indispensable para una sincera contricción. Para evitar este mal es necesario tomar la firme decisión y el sincero propósito de evitarlo, huyendo de tales ocasiones y reforzando la voluntad contra las lisonjas tan peligrosas.

Y tanto más si somos conscientes de la miseria en que hemos caído y aun más: nos dará la oportunidad de reacercarnos al bien perdido. Dios recibirá con piedad el sacrificio de nuestro corazón arrepentido, ofrecido como satisfacción por nuestras culpas.

El pecado deja en el alma consecuencias dañinas, y contra éstas debemos actuar. No sólo mediante el perdón, obtenido por una fervorosa contricción, sino afrontando la pena debida por la gravedad y el número de pecados. La absolución quita el pecado y pone remedio a los desórdenes por él causados en la penitencia, purificación o forzosamente en el Purgatorio.

El pecado deja en nosotros la facilidad de cometer nuevas culpas porque hace crecer el amor desordenado por el placer y este desorden se puede corregir sólo con el sacramento de la penitencia. Sólo cuando hemos comprendidoo plenamente lo que es el pecado y la infinita ofensa inflingida al Corazón de Dios, podrá nacer en nosotros el deseo de hacer penitencia, no sólo un momento, sino durante toda la vida, porque nuestra existencia es muy breve para reparar las infinitas ofensas.

Para hacer nacer en nosotros los sentimientos de contricción y humillaciónn, es necesario recordar con dolor nuestros pecados para que el corazón grite: quot;Padre, he pecado contra el cielo y contra Tí", o bien, "Señor, ten pidad de mí que soy pecador. Tras haber implorado el perdón, confiamos en su infinita Misericordia".

Uno de los medios de expiación practicados en la ley antigua era el ayuno, especialmente practicado no para "inflingir a la propia alma", sino para obtener mediante los sentimientos de compunción, la misericordia. De hecho, laIglesia, instituye el ayuno de la Cuaresma para dar a los fieles la oportunidad de expiar los pecados.

Los pecados, en su mayoria, provienen de la sensualidad, de los excesos en la comida o en la bebida y es precisamente mediante el ayuno y la mortificación de los apetitos sensuales, que se puede cortar de raíz estos obstáculos y recuperar la salud del alma. Los Santos entendieron muy bien el efecto beneficioso del ayuno, y lo practicaban no sólo en los tiempos establecidos por la Iglesia, sino que lo hacían en todo momento posible. Son muchos los cristianos, al menos los más generosos, los que intentan imitar a estos gigantes de la fe, no practicando un ayuno total, sino privándose de algo en las comidas.

La misma solidaridad, que es una obra de caridad, tiene una gran eficacia para expiar los pecados. Cuando nos privamos de un bien para darlo a Jesús en otra persona, Dios no se deja ganar en generosodad y remite parte de la pena debida por nuestros pecados.

"Y la luz resplandeció entre las tinieblas pero las tinieblas no la recibieron" (Jn 1,5). Los corazones de los necios no pueden acoger la luz porque el peso de los pecados oscurece sus corazones. Para salir de la oscuridad y saborear la luz debemos librarnos de los pecados y de las iniquidades. Está escrito: "Dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios".
(Mt 5,8).

Se puede afirmar que son dos las necesidades del hombre: amor y dolor. El amor porque impide hacer el mal y el dolor porque lo repara. Esta es la ciencia a aprender: saber amar y saber sufrir. De este modo nuestra alma será iluminada por Dios, Su llama encenderá nuestro corazón y el mundo nos parecerá menos efímero: oración y meditación manarán como agua de manantial que la saciarán.

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