El Paraíso


El Paraíso

El Paraíso

Santa Verónica Giuliani

Le nace a Mercatello en el Ducado de Urbino. Entra en el orden de los Clarisse capuchino en el 1677 y en el 1716 llega a ser abadesa del monasterio de Ciudad de Castillo. En el Diario cuenta la misma experiencia.

Es una de las más grandes místicas y contemplativas de la historia. Tuvo numerosas revelaciones y ricevette los Stimmate su modelo fue la espiritualidad franciscana. A los sufrimientos unió de continuas penitencias y ruegos por la conversión de los pecadores.

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Del diario de Santa Verónica Giuliani

La voluntad de Dios comienza a manifestarse en ella, la noche del 21 de Marzo, mientras hace oración. Me ha venido un arrobamiento en el que el Señor me ha hecho comprender que la confesión la debía hacer la noche del Domingo de Ramos, y que en dicha semana, sufriré todas las penas, que así lo quiere, para su mayor gloria y para lucro de mi alma.
Me parecía estar en un lugar muy grande, del que no veía el fin, en medio, había dos tronos, como de alabastro, hechos de un finísimo trabajo, ambos muy bien trabajados. De repente, he visto venir, desde lejos, una gran procesión. Primero eran niños muy pequeños, pero muy hermosos y bien adornados, que parecían llevar vestidos de joyas; y todos tenían en la mano una cruz muy pequeña, pero bella. Y de estos, había tantos, que jamás terminaban de pasar; sin embargo, todos se paraban por orden, alrededor de dichos tronos. En este punto, tuve conocimiento de que todos eran ángeles. Y luego, han comenzado a llegar muchos santos, con coronas hermosísimas en la cabeza y con una cruz en la mano: iban vestidos del mismo modo. Sólo los ornamentos de sus vestidos eran diferentes y significaban las virtudes que habían practicado en esta vida. Las vestiduras eran blancas y todas resplandecían como muchos soles. Entre estos santos me pareció reconocer a algunos; pero así no los había visto nunca. También ellos se han puesto alrededor de los dos tronos.
Y después, han comenzado a venir muchos santos, vestidos también ellos de clara luz: sólo que en la cabeza llevaban cosas diferentes. Quien tenía la corona de la alegría, quien una diadema de joyas. En la mano, algunos portaban el lirio y la cruz, y en parte sólo la cruz. Detrás de todos estos santos, estaba la Bienaventurada Virgen, la que, en belleza y ornamentos superaba a todos. Con ella, estaban tres santas, otras veces vistas por mí, esto es: Santa Catalina, Santa Teresa y Santa Rosa. Me parecían que me hacían señales para que me acercase más. de pronto, me ha venido el secuestro que me ha llevado a los pies de la Bienaventurada Virgen, la cual, estaba sentada en el asiento, en uno de aquellos tronos. Yo le oraba de corazón, le decía: "Vos sóis mi madre y madre de misericordia; sin embargo, tened piedad de mí. Impetradme un verdadero dolor por mis pecados, y rogad a vuestro hijo, que me quiera perdonar las muchas ofensas hechas a su Divina Majestad".
La Virgen me ha dicho: "Quédate tranquila; yo estoy contigo y todos éstos que están aquí presentes han venido a ayudarte. Y mi Hijo vendrá ahora". Mientras así me hablaba la Virgen, apareció el Señor con una gran multitud de Ángeles, como los había visto antes. El Señor estaba glorioso, y llevaba en la mano una cruz grandísima. Así me hablo: "Ya vengo, todo amor; pero el día del juicio, en el que yo deberé figurar del mismo modo, entonces vendré riguroso y airado. Tú, en este punto, probarás gran pena, pero esta pena no es nada comparada con la que tendrán, entonces, todos universalmente".

En el tiempo establecido, la confesión prometida viene y he aquí a nuestra santa preparada, en nombre de la obediencia, a describirla; pero teme no ser capaz de hacerlo. Tras haber invocado a Dios, para que quiera hablar en su lugar, se lanza a esta dura tarea, segura de la intervención de Aquel que con tanta prisa había suplicado. Es el 31 de Marzo de 1697.
"Hacia las 8 de la tarde, me ha venido la concentración y a la vez la visión de nuestro Señor glorioso, de la Bienaventurada Virgen y de nuchos santos y santas con una multitud de ángeles. Yo estaba temerosa, por lo que el Señor quería hacer con mi alma. Cuando me volví, me parecía encontrarme en un juicio.El Señor se ha sentado en un trono, y todos los santos y santas estaban alrededor. La Santísima Virgen se ha puesto en otro trono, y todos los ángeles en el aire cantaban: Victoria, Victoria.
Pero yo temblaba por todas las culpas cometidas que estaban ante mí, y, con ellas, he ido, no sé cómo, ante el trono de Jesucristo, que se ha cubierto la cara con sus manos, para no verme. Esta ha sido una gran pena que, con la pluma y con las palabras, no puedo explicar. Sólo aquella música angelical me infundía valor, y sentían que cantaban: Victoria, Victoria. Al fin, el Señor se ha descubierto el rostro y me ha hacho una señal para ir hasta la Bienaventurada Virgen. Inmediatamente, no sé cómo, me encuentro a sus pies. A pesar de todo, le quería rogar que quisiese aplacar a su hijo por mí, pero ví que la Virgen también se cubrió el rostro. Oh Dios, qué dolor, qué pena he sentido y que no se puede explicar. Yo no podía decir ni una palabra, sólo estaba esperando la sentencia de condenación. Oh Dios, no había oraciones ni ayuda para mí.
Al fin, la Bienaventurada Virgen se ha descubierto el rostro y me ha hecho una señal para ir ante la madre Santa Clara; y no sé cómo me encontré ante Santa Clara, la que, de inmediato, se ha cubierto el rostro por no quererme ver. Oh Dios mio. Éstas eran para mí penas de muerte; y aun no podía hablar. Al final, la madre Santa Clara ha empezado a decirme: "Yo no te conozco como hija mía". Y yo, en aquel punto, he dicho: "Decid la verdad, porqué no he sido vuestra hija, en qué punto no he observado lo que Vos habéis prescrito en la regla". Diciendo esto, me parecía tener delante todas las faltas cometidas contra la regla. Me producían confusión y horror, y me hacían enmudecer. De nuevo, he oído los cantos que replicaban: Victoria, Victoria. Me daban ánimo. He rogado a Santa Clara que ella viniese conmigo ante el Señor.
En este punto, pide a la Santa que la llevase ante todos los santos que estaban presentes. el primero ha sido San Francisco, también él se ha tapado la cara para no verme. Así hicieron todos los demás. Para mí no había más que pena, confusión y vergüenza. Nadie me quería ver. Mientras escribo, no puedo ir hacia adelante por el temor que sentía al recordar todo aquello. Oh, pensad, en aquel momento, el sufrimiento que sentí. Yo ya estaba esperando la sentencia de condena. Todos me rechazaban como a cosa abominable. Oh Dios, qué pena. Pero al mismo tiempo sabía bien que merecía esta confusión, porque habia ofendido a Dios, Sumo Bien, y no merecía sino el Infierno. Vuelta al Señor, yo le decía sin palabras: Oh Señor mio, ¿Dónde está vuestra misericordia para conmigo?". Y yo, vuelta a la Virgen Santísima, decía: "Vos sóis madre de los pecadores, y ahora, por mí, ¿qué hacéis en mi extrema necesidad?". Y Ella se cubría la cara.
Mi ángel custodio me hizo arrodillarme a los pies del Señor, y me impone confesar públicamente mis faltas y todo cuanto había cometido durante mi vida. Mientras hice la señal de la cruz, quise comenzar mi confesión, pero no podía, por el dolor que sentía al haberle ofendido, a Él, mi Sumo Bien. Al final, comencé la confesión así: "Esposo mío, os he ofendido y por Vos me confieso". Diciendo esto al Señor me ha dado luz, y me ha dado entendimiento para conocer cuán valioso es el sacramento de la penitencia.
Sentí tal pena que, no podía pronunciar palabra. El Señor me pidió que lo dijese, y de nuevo he dicho: "Mi Sumo Bien, esposo del alma mía, Te he ofendido, Bi en Infinito". Y no pude más. Esta única palabra me hacía penetrar en lo que eran las culpas y ofensas a Dios, y no pude hablar más.

El Señor me hizo callar, y ha dicho a mi ángel custodio que fuese mi fiscal. El ángel ha comenzado por mis tres años de edad hasta el momento presente, y me ha acusad de todo. y conforme me hacía acusaciones generales me parecía ver cada mínimo pensamiento, allí en presencia de Dios. Oh qué pena. Oh qué tormento: cuánto dolor sentía. Cuando mi ángel me acusó de falta de devoción a la Bienvaventurada Virgen, el Señor llamó a su Santísima Madre e hizo que Ella misma me acusase. Así hizo, y todo lo que había hecho en su honor, me hizo saber que nada era válido, sin valor alguno y sin frutos. Estaban mis devociones alrededor de la Virgen, como flores empapadas y malolientes. Oh Dios, qué confusión sentía. No podía hablar, pero entre tanto quería encomendarme a Ella y Ella se cubría el rostro. Sentía arrepentimiento por todo aquello en que había faltado hacia Ella, y me propuse hacer todo lo contrario en el futuro: pero Ella seguía con el rostro cubierto.

Al final, el Señor le ha dicho: " Estas llagas son el pago adicional a muchas culpas cometidas y todo te hace fructífero y honor". En este punto, todas las flores malolientes y húmedas se volvieron perfumadas y doradas; y la Bienaventurada Virgen, vuelta hacia mí, me ha impartido su bendición y, de nuevo, se ha sentado en su trono.
Mi ángel custodio continuaba acusándome. Cuando llegó el momento de las faltas contra la pureza, me acordé de la obediencia debida a mi confesor, esto es: que yo preguntase al Señor si, si en ello había pecado mortalmente, y sí, el todo el tiempo que he silenciados estos pecados, he cometido sacrilegio. Así, vuelta al Señor, le he dicho: "Señor mio, la obediencia a quién está en vuestro lugar, me ha impuesto que Os pregunte, si he cometido pecado mortal en el punto de la pureza". Y Él respondió: "Díle que no, pero que has estado al filo de hacerlo. Y si no fuese porque Yo te he protegido, lo habrías hecho sin cuento".
Me luminó acerca de que aquellos eran defectos graves y cosas que mucho le disgustaban, pero, para cometer un pecado mortal se requiere voluntad y también conocimiento de que sea pecado: "Y tú sentías temor de que fuese pecado; y si lo hubieses sabido como tal, no lo habrías cometido. En cuanto a tu lamento padecido durante muchos años, yo he querido que tú probases atroces penas, en expiación de las culpas cometidas". Me hizo ver, debido a la comunicación qué impedimento era para mi alma todo aquello.
Mi ángel siguió la confesión, y cuando llegó a la acusación de los pecados cometidos en el tribunal de la confesión, el Señor me informó, que yo muchas veces no había dicho, en especial, los pensamientos y las tentaciones impuras, y que lo hsabía dejado por vergüenza y poca mortificación: que aquello era defecto, y que son cosas que siempre se deben decir, en especial para tener aquella vergüenza y confusión en el sacramento de la penitencia.

Mientras mi acusador decía, que en todo, había hecho mi voluntad, el Señor me dijo tres cosas en particular:
  1. No haber reconocido las gracias y los dones que Le ha dado a mi alma.
  2. Que yo no había hecho cuánto sus ministros me habían mandado.
  3. Que yo era inconstante y poco fiel en las resoluciones y propósitos hechos de querer ser suya del todo.

Mi ángel custodio, de nuevo, continuó acusándome hasta la edad en que me hice relifiosa. Cuando llegó a este punto, el Señor llamó a la madre Santa Clara y al padre San Francisco, para que ellos vinieran a cusarme de cuanto había cometido en la religión. Así lo hicieron, con gran confusión para mí. Y ya el Señor me daba luz que de religión no tenía más que el hábito y el nombre. Qué pena. Qué dolor. Yo, lo mejor que podía, rogué a los santos que me quisieran perdonar, por los méritos de la pasión de Jesús. En este punto, me hicieron saber dos cosas: que mucho impediemnto habían causado a mi alma y eran las faltas cometidas contra la pobreza y aun contra el voto de la obediencia. éstos santos se colocarón ante el Señor, y le pidieron el perdón para mí, y en todo lo que había faltado yo, le ofrecían los mismísimos méritos de Jesús, y todo lo que Él había padecido en su pasión; en satisfacción por las inobservancias, le ofrecían todas las obras, fatigas y padecimientos hechos por ellos mismos en esta vida y la puntual observancia de cuánto habían prometido a Dios. Y luego, vueltos a mí, de nuevo, se taparon la cara. Oh Dios, qué pena. Yo, vuelta a la Santísima Virgen le rogué, pero no sé cómo, que Ella me obtuviese la gracia de aplacar a estos santos, por sí. Ambos me bendijeron.

Mi ángel custodio continuó acusándome hasta del más nímio defecto y yo, a cada acusación suya, sentía más pena y dolor por haber ofendido al Sumo Bien. En este punto oí de nuevo, que todos los ángeles cantaban: Victoria, Victoria. Hecho todo esto, el Señor quiso que todos los santos y santas viniesen a acusarme. Así lo hiciieron y a mí me aumentaron la pena y el dolor. San Buenaventura, San Antonio y San Benardino me acusaron de más cosas. Particularmente, recuerdo esto: la pereza que tuve para las cosas espirituales, la poca caridad que vivía y el poco empeño en honrar a Dios. San Agustín y Santo Domingo, me acusaron los dos de haber buscado más el honor y la gracia propias, que el honor y la gloria a Dios., y que mi corazón lo había tenido más pendiente de las cosas terrenales que de Dios. San Felipe Neri y San Juan Bautista me acusaban de no haber correspondido a las llamadas divinas, y que no había amado a Quién tanto había amado a mi alma: a Jesús.
San Pablo y otros santos, me acusaron de pusilanimidad en el obrar, por pura gloria de Dios, además de otras cosas que ahora no recuerdo. San Lorenzo y San Esteban, con otros mártires, me acusaron del poco amor que tuve al padecer, y las veces que había huído de la cruz y des penas.
Muchos otros santos, desconocidos para mí, me acusaron de la solicitud que había puesto en defenderme a mí misma y la poca estima que había hecho de los desprecios. En efecto, yo no sentía más que acusaciones y confusión. Cuánto dolor sentía. Estaba esperando la sentencia y temerosa, temblorosa y dolorida, lloraba. No tenía a quién apelar. Miré por todas partes y vi que nadie quería escuchar. Al fin, todos estos santos se postraron ante el Señor y han suplicado a mi favor, y todos, al unísono, decían: "Señor, perdón, piedad para esta alma". Y todos ofecían la pasión y la sangre de Jesús, en satisfacción por mis culpas. Y todos los santos que estaban presentes, estaban postrados ante la Bienaventurada Virgen, y decían: "Nosotros os pedimos a esta alma". Yo sólo reconocí a tres: Una era Santa Catalina de Siena, la otra era Santa Rosa de Lima y la tercera, Santa Teresa.
Estando yo entre temor, temblor y gran dolor de haber ofendido a Dios, me rodearon todas mis culpas, que me hacían abominable ante Dios y ante todos. en este punto, el Señor ha hecho apartar de mí todas estas fealdades de las ofensas hechas y he quedado ante Él com o una niña de pocos años. Temblaba por volver a su gracia. Así, la Santísima Virgen, se ha postrado ante el Señor, y ha ofrecido su corazón junto con el mío, para que el Señor lo aceptase.Así ha hecho con sus sentimientos, sus potencias y de toda sí misma. El Señor ha aceptada a esta alma, por medio de la Virgen Santísima. Súbito el Señor se ha puesto de pie y ha mostrado sus santas llagas a la Santísima Virgen y a todos los santos y santas. Y ha dicho: Por medio de mis llagas y por cuanto me habéis rogado, perdono a esta alma". Me ha bendecido diciéndome: "Vete en paz: iam amplius noli peccare". Sencillez y pureza de intención. Así se debe estar dispuesta a hacer todo, sin replicar; cuanto el confesor establece, hacedlo con sentimiento y pensad actúa en nombre de Dios. El sentimiento que yo tuve sobre esto,, me ha dejado este pensamiento: que si nosotros durásemos años enteros sin tal preparación, no haremos nada, porque el sacramento de la penitencia es cosa grata a Dios, que requiere toda disposición posible.