María Virgen


Santa Teresa de Lisieux

Monasterio El "Manuscrito A" se preparó a petición de la madre Inés en 1894, entonces la priora del Carmelo, ordenó que escribiera todos los recuerdos de su infancia. Después de haber adquirido un cuaderno, Teresa lo escribió por la tarde y después lo completó.

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Esplendor de la Gracia

Por otra parte, la pobre pequeña Teresa, no hallando ningún socorro sobre la tierra, se volvía hacia Ella, la Madre Celestial y le rogaba con todo el corazón que, finalmente, tuviera piedad de ella... Desde un principio la Virgen me pareció bella, tan bella que yo nunca había visto nadie así de bello. Su rostro reflejaba bondad y una ternura inefable.

Lo que penetró profundamente en el fondo de mi alma fue "la sonrisa encantadora de la Virgen". Entonces, mis penas desaparecieron, dos lágrimas despuntaron de mis párpados y descendieron en silencio sobre mis mejillas, pero eran lágrimas de un gozo sin límites... "Ah, pensé, cuan feliz soy, la Virgen me ha sonreído... pero no lo diré a nadie, porque entonces mi felicidad desaparecería".

Sin ningún esfuerzo bajé los ojos y ví a María que me miraba amorosamente. Yo estaba conmovida y parecía intuir el favor que me había hecho la Virgen Santa... Era Ella, no se había resistido a la oraciones hechas, y ahí tenía la gracia de la sonrisa de la Reina del Cielo.

Vislumbrando mi mirada fija sobre la Virgen, Ella dijo: ¡Teresa estás sanada! Sí, la florecita estaba renaciendo a la vida y el Rayo luminoso que la había rescatado no retendría ya sus beneficios: actuó dulcemente, suavemente, enderezó la flor y la fortificó en modo tal que, cinco años después, la florecita se abriría sobre la fértil Montaña del Carmelo.

Teresita adivinó que la Virgen le había dado alguna gracia escondida. Cuando estuve a solas con ella me preguntó qué había visto, y yo, no pudiendo resistir a sus preguntas apremiantes, estupefacta además por ver adivinado mi secreto, sin que yo lo hubiera revelado, se lo confié por entero a mí querida María...

Ahí mismo, como había supuesto, mi felicidad desapareció, transformándose en amargura. Durante cuatro años, el recuerdo de la gracia inefable que había recibido, fue para mí una verdadera pena interior y no tenía otra felicidad que acudir a los pies de Ntra. Señora de las Victorias. Hablaré más delante de ésta segunda gracia de la Virgen, ahora tengo que decir, Madre dilecta, en que modo mi gozo se transformó en tristeza.

María, después de haber oído la narración ingenua y sincera de "mi gracia", me pidió permiso para contarla en el Carmelo. No podía decir que no.