La Fe

Perseverancia

Monasterio La fe no es un sentimiento, una sensación o una emoción. No es una apelación ciega a cosas oscuras. No consiste en obligar al alma a advertir la presencia de Dios y las cosas invisibles.

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Fe y Perseverancia

No significa engañar al intelecto para que se convenza de las verdades de la salvación. No es una reacción interior destinada a calmar al alma sobre lo que no pueden percibir los sentidos Y tampoco intenta solucionar o afrontar las dudas que surgen a propósito de lo que la inteligencia racional no acepta fácilmente. La fe no es un bien individual que el hombre se reserva y de la cual los demás no pueden participar. No es una opinión personal, ni una convicción intelectual, seguida de análisis, evaluaciones y comparaciones. No es fruto de experimentos científicos.

La fe es la adhesión de la mente a las verdades que ella propone. Desde el principio, la mente debe acoger estas verdades con todas las fuerzas disponibles del pensamiento y de la imaginación, sin resistencia y renunciando a toda evaluación y comparación sin interponer inútiles resistencias.
Si la mente se rinde totalmente a las verdades de Dios, que son las propuestas por la fe, entonces el Espíritu Santo desvela a la mente todo el conocimiento espiritual para comprenderla.
Lo que nos empuja a someternos y a adherirnos a las verdades de la fe, es el hecho de que ellas están inspiradas por Dios. Nadie, fuera de Él, puede revelarlas, desvelarlas y explicarlas. Ni la lógica, ni la filosofía, ni la deducción natural, ni ninguna disciplina tienen nada que ver con lo que los sentidos puedan percibir respecto a tales cosas, porque ellas no son de este mundo.

La fe en Dios consiste en aceptar conocerLe a través de lo que Él mismo nos ha revelado con sus palabras. Dios, conociendo la insuficiencia de la mente humana y su incapacidad para percibir por sí las verdades divinas, se nos manifiesta y nos revela todo lo que se refiere a nuestra relación con Él, tanto que, si acogemos estas verdades es a Él al que acogemos y es en Él en quien creemos. Si es así, creermos en Él y observamos sus mandamientos, Él se hará cargo de colmar las insuficiencias de nuestra fe, manifestándose a nosostros. Creer en sus palabras y tener confianza en sus promesas: he aquí la fe en Dios.

La fe tiene tres enemigos: el ataque del conocimiento natural, el miedo y la duda. El ataque del conocimiento natural obstaculiza la fe e impide creer en su eficacia. En efecto, sabemos bien que, por su naturaleza, el hombre no puede caminar sobre el agua, mover montañas, mandar al viento y a las tempestades ni resucitar a los muertos. La fe no atribuye a los argumentos ni a las leyes de la naturaleza, ella puede hacer todo esto y más. Análogamente, al hombre que se aferra a los propios conocimientos naturales y a sus lógicas consecuencias, rechaza la fe. El conocimiento natural genera al miedo y el miedo no deja espacio a la fe. Las víboras pueden dañar y su vista dan susto, pero la fe permite verlas como criatruras bendecidas por Dios y no se encuentra motivo para asustarse de su presencia. La ciencia dice que el veneno es mortal, pero la fe no reconoce la muerte en el veneno. Vemos así como el conocimiento limita la eficacia de la fe y la obstaculiza en el cumplimiento de sus obras.

El miedo. Intenta el ataque a tí mismo y de autocompasión, es entre las manifestaciones del amor al yo. Y por eso, ella se rebela contra la fe, la debilita y priva al hombre de sus frutos. La fe es superación de sí para poder amar a Dios y a los hombres. El verdadero creyente es el que ha confiado la propia alma y el propio cuerpo a Dios, no teme nada más, ha puesto su confianza en las verdaderas promesas de Dios.

La duda. Podemos pensar que la duda es menos grave que el miedo, sin embargo es todo lo contrario: el miedo es una forma, entre muchas, de la incapacidad de conocimiento mientras que la duda es un pecado que toca a Dios directamente. Equivale a no creer en las promesas de Dios. Y la duda genera miedo. La duda es el principio del debilitamiento de la confianza en Dios y el miedo que le sigue es el total alejamiento de Dios. La mínima duda o vacilación que pueda dañar nuestras oraciones y nuestras peticiones es suficiente para privarnos de los frutos de nuestros esfuerzos: "pero pedid con fe, no dudando nada, porque el que duda es semejante a la ola del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que reciba cosa alguna del Señor" (Jaime 1,6-7).

La perseverancia en la oración es uno de los signos de una fe eficaz. Si la fe es la columna de la vida espiritual, la perseverancia proporciona las piedras necesarias para construir el edificio. para percibir la importancia del espíritu de perseverancia en la oración, echemos una ojeada al sentimiento de desesperación. La desesperación es el dato de un orgullo insensato y de una dura cerviz. Lo prueba el hecho de quien se abandona ala desesperación, pues prefiere incurrir en una condena eterna siguiendo el propio consejo con orgullo y obstinación, antes que someterse a Dios acogiendo de sus manos las dulzuras y amarguras de esta vida, para obtener la corona de la vida eterna.
Así, el espíritu de perseverancia aparece como signo de humildad y de abandono. El hombre perseverante en la oración y en la devoción cree no estar adaptado a nada por sí mismo y su persona tiene poco valor a sus ojos. Él persevera en la sumisión y en la obediencia porque porque no podría hacer de otra forma.
El espíritu de perseverancia tiene origen en una íntima convicción: la vida es un recorrido único que conduce al reino y la perseverancia en el camino es sólo el medio para alcanzar y superar las dificultades.
Dejar en el camino, sea cual sea la razón, ella manifiesta la caída en las redes del demonio. Esto es, siempre y cuando se camina, la luz está con vosotros y os guía, pero si os paráis, las tinieblas - el demonio - os alcanzará inmediatamente.
Volved atrás a este camino es signo de deserción y de fracaso del alma, de su recaida en el orgullo mortal y de su consentimiento para para perderse.
Pero la cosa más sorprendente es que el descanso del que recorre el camino de la piedad y de la oración está en doblar la andadura y el esfuerzo.

Las verdades de la fe formuladas según la enseñanza de las Escrituras y consignadas en los dogmas de la Iglesia. Éstas rinden cuentas con expresiones y definiciones teológicas promulgadas por los concilios, que han confirmado las opiniones de los mejores teólogos. En este sentido objetivo objetivo de la fe, la verdad divina es accesible a la mente y al razonamiento sólo con la intervención de la gracia.
La fe como la capacidad del corazón, con todo su ser, a Dios, y, como consecuencia, a todos sus mandamientos, por amor y por obediencia y no por una praxis intelectual.

La fe objetiva tiene necesidad de la inteligencia, del razonamiento, de los estudios y convicciones, para que el hombre alcance un cierto dominio de las verdades de la fe que, sin embargo,puede transformarse en adhesión sólo por la gracia.

La fe personal tiene necesidad de amor, de obediencia y de intimidad como fundamentos esenciales, para que el hombre pueda llegar a una profunda relación con Dios, fundada en la fidelidad y la total confianza en Dios, en toda condición y en todas las circunstancias, incluso si tal fidelidad y tal confianza se encuentran con la realidad, el razonamiento o el intelecto.

El que hace de la fe una virtud, y no sólo un don, es por el hecho de que ella depende sustancialmente de la voluntad del hombre. El hombre puede acoger la fe sólo si quiere creer. Para la fe, la voluntad no basta, es necesaria una voluntad dócil, para que la mente pueda abrirse a verdades que trascienden el intelecto. La voluntad dócil permite al intelecto abrirse para acoger lo que es nuevo, y el intelecto abierto y disponible llega a ser un receptáculo capaz de recibir, a la vez, el flujo de la gracia y la verdad divina. La voluntad dócil es el elemento esencial que hace de la fe un acto meritorio.
La fe es, al mismo tiempo, un don y una virtud o, en otros términos, acto de gracia y acto humano. El hombre responde voluntariamente a la insistente apelación de la gracia y ésta se complace en responder con generosidad a los esfuerzos del hombre y a sus iniciativas.