Christine

Parte III

Warning!!!

 

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Nota: La idea la tuve en Macerata, una tarde de mayo del 2000, mientras, caminando a lo largo de la muralla, iba a hacer el mercado. Inmediatamente imaginé la escena I. Después, a continuación, una sucesiva. Una tarde, en julio, comencé a transcribirlas y a trabajar en ellas, como me suele suceder, por intervalla insaniae[1].

Bien que de todas mis historias ésta haya sido siempre la más plana, aquélla de la que tenía en mente el desarrollo desde el inicio, un desarrollo, madurado durante el otoño del 2005, me llevó a cambiar un poco el argumento, haciéndolo más disturbing[2]. Otrosí, dado que "BK", el cual requería más energías, se desenvolvía hacía el final, pude regresar a trabajar en esta historia, de la que, con los años, había juntado bastantes apuntes.

Esta nueva versión de la primera parte contiene sólo ajustes cronológicos, vista la continuación.

El copyright de los personajes pertenece a R. Ikeda – TMS-K.

El copyright de los personajes de Christine y Daniel, así como su representación, pertenecen a la autora. Las representaciones de ellos se encuentran en las imágenes de la antigua versión del I episodio.

 

Los ha visto, Óscar, mientras André, con un gesto bromista, le desenlaza la cinta que le sujeta los cabellos.

Y ella se vuelve, riendo, bromeando con él.

Se siente mal, Óscar.

Se siente herida. Acaso porque es la prueba que entre ellos aquella familiaridad nunca ha habido. Parece que Christine lo trata como si lo conociese toda la vida. Y no es así. No puede. No lo encara.

Ahora siente como si lo estuviese perdiendo.

Durante toda la vida había pensado que nada los habría separado, que él, para ella, habría estado, siempre. En cambio…

Son aquellas situaciones que nunca habría osado siquiera imaginar y, ahora, una vez vistas, habría querido tener, y no tendrá nunca, ahora lo sabe.

Se queda allí, instantes que parecen no tener fin, la respiración suspendida. Sin conseguir apartar la mirada. De dejar de inflingirse aquel tormento.

 

Cuando, desde lejos, como una pesadilla, de nuevo, ve las manos de él, que conoce frías y delicadas, descenderle sobre los ojos, y recuerda cuando era a ella que le hacía eso que le había parecido una broma. Y, ahora, comprende que era otro, el gesto, y el sentido.

Y vuelve a sentir aquellas manos. Tímidas. Sobre su rostro. Y comprende que había sido una caricia, fugaz, sobre la mejilla, entre los cabellos, cuando las había separado.

Y había sido, para él, el temblor de la caricia de ella, cuando se había encontrado las manos de Óscar sobre las suyas, divertida, pasmada, al moverlas.

Se había girado "Qué haces…"

Y él inmediatamente había enmascarado aquella mirada profunda de amor, en aquel descarado del André de siempre. Pero entonces no había comprendido que era amor. En cambio lo era.

Ahora, ahora estaba sucediendo lo mismo. Pero Christine entendía las señales. Comprendía el amor. Y no se escondía. No tenía ninguna necesidad de esconderse, ni de fingirse alguien que no era.

Ni de vestirse de hombre. No obstante también ella trabajase.

Y, si bien, sobre el último punto, Óscar habría podido notar que, desde su propio punto de vista, era una mera cuestión de practicidad –no que Nana no hubiese repetidamente intentado enfundarle una de aquellas cosas arquitectónicas, una tentativa absurda-, no podía hacer menos que notar que Christine vivía como las otras mujeres. Y se estaba amablemente recogiendo el premio –pobre Grandier, salame[1] vencido al final de un torneo entre dos Erinias[2] silenciosamente en lucha, una porfiada y victoriosa, la otra porfiada y plegada[3]

 

O, acaso, se debería corregir, entre la rubia y la pelirroja, porque es así que la llama, él, distribuyendo equitativamente su afecto entre ambas, mientras, como verdadero triunfador –ignorando, se dice ella, lo que le espera- o, incluso, también se espera, chocho como es…-, ciñe los hombros de ambas, como si el mundo se pudiese conciliar. Como si ellas dos se pudiesen conciliar. La pelirroja y la rubia.

 

Porque, al final, André se ha dado cuenta –o acaso, ha intuido, por los silencios, las molestias- que ella los ha visto y, en última instancia, le ha hablado de ella, se la ha descrito, como justificando aquellos gestos, que ya no son de amigo, piensa ella con pesar, y su atracción: "Se te parece." Le ha confesado. Casi entristecido por tenerlo que notar justamente con ella.

Y ella aguanta. Muda. Conmovida. ¿A mí?

De aquellas palabras. Del abismo que esconden.

De vida. De sentimientos.

De la pérdida de él.

De cómo lo pronuncia. Un calor, en la voz, que no vibraba desde hacía tiempo. Y sorprenderse del corazón que se desgarra, en el pecho, al reconocerlo.

Y, luego, cuando él, intenso, como en un adiós le aprieta el brazo, un poco triste, sentir que es acaso el final, y que, por cuanto ahora sepa que lo ama, él está lejos. Ido.

 

Corre lejos, lejano. Dejándolo ahí, que casi no entiende.

Corre lejos, en busca de salvación. Un poco de agua. Devastada por la nausea.

Como un rechazo físico.

Porque no puede conseguir aceptarlo. No puede imponerse también esto, entre las miles cosas que ha tenido que aceptar. Siempre.

Porque él siempre ha sido su castigo –la memoria de su libertad última- y no puede, justamente él, haberle hecho esto. Haberla traicionado así.

 

Ni siquiera consigue llorar.

Esta allí, plegada en sí misma. Sin conseguir siquiera preguntarse lo que sucederá, ahora.

Qué será, de ella, ahora que está sola. Sola. Sola. De nuevo y para siempre.

 

Ya no han hablado más.

Pero a veces las palabras no sirven.

Acaso no serviría siquiera la vista, se dice.

Porque le parece que aquellos dos estén siempre ante sus ojos.

Sucedió una vez más.

Y ahora ya no tiene dudas.

Los ha intuido, de nuevo, en una ojeada fugaz, inundados por el sol, que los hace resplandecer, y le parecen hermosos. Lo ha visto mirarla, intenso, mientras ella lo contempla, sin timidez, de abajo a arriba, cómo si le perteneciese y ella supiese dominarlo.

Ella no osa mirarlo, la otra lo circunda, con la mirada.

Habría bastado.

Y, en cambio, no. Cuando ha visto la mano de él, correr, veloz, entre los cabellos de ella. Acariciarle una mejilla. Y ha comprendido que estaba perdido.

Y así ella.

 

Hacen daño las desilusiones.

Se despierta, desentonada, la mañana, sin más fuerzas.

Como si le faltase algo dentro. Y se pregunta si también para él haya sido así, por años. Se dice que acaso forma parte del juego absurdo de la vida tener que expiar por un igual número de años lo que ha sufrido él por causa suya.

Se pregunta si pueda ser esto el sentido, cuando se va de cabeza hacia los errores que se saben, se reconocen. Se podrían evitar.

Pero se encuentra enviscada en el juego, en los miedos, en cómo se piensa seamos considerados por fuera, y uno se queda infeliz debatiéndose en aquella jaula.

 

Desconoce las guerras de mujeres. Las rivalidades. El disputarse un pobre pollo. Probablemente le serían también ajenos si hubiese hecho una vida diversa. Probablemente sería una persona meditabunda también con una falda.

Ni siquiera consigue sentir antipatía, por esta muchacha que desde hace un poco disturba su vida, mientras parece alegrar la de André. Es incapaz de no mirarla con un leve odio que a veces se hace visceral y verla diversa de aquella que es.

Christine que se asombra de todo. Y alarga las manos para sentir curiosa, cosas, libros, hojas, admirándoles, hasta olfateándoles –dice que adora un particular olor de papel-, con los ojos plenos de entusiasmo. Plena de vida, cuando ella parece contenida. Sin miedo de mostrarse como es.

Debería aprender de ella, se dice. No convertirse como ella, pero aprender a no esconderse, a no censurarse siempre -y en nombre de qué, después de todo.

Una lección dura, esto es, Christine. Y se pregunta, Óscar, si tenga algún sentido tratar de aprender de los propios errores, cuando ahora todo está perdido.

Christine que se encuentra de inmediato en sintonía con ella, y no la interroga, pero por breves alusiones le deja entender y no tiene miedo de abrirle su corazón. De demostrarle interés. Que le gusta. Que querría conocerla mejor.

Christine de los ojos luminosos –y los de Óscar en cambio son brillantes-, que la fascina y ella, allí, mísera, a compadecerse, a comprender perfectamente lo que debe haber pasado por la cabeza y por el corazón (y por alguna otra parte también, nota, furibunda) del pobre Grandier, después del huracán que ella había sido, e, incluso, experimentar también atracción, completamente presa, conquistada, fascinada por una vitalidad tan abrupta, sin embargo serena, sabia, adulta.

Si solo no fuese ella. Si solo no tuviese este problema con él.

Sería mucho más simple odiarla. Y un poco consigue hacerlo, hasta que ella es sólo una idea distante. Hasta cuando le queda lejana, puede odiar aquella capacidad suya de comunicarse, de no esconder lo que es.

Con todo, conociéndola, acercándose a ella, con curiosidad y temor y dolor, no puede hacer menos que admitir que le gusta.

Consideraba un deber tener que hacerse con una rival, aunque si el término no se adhiriese a una como ella, aunque se sintiese un poco cretina pensándolo, y, en cambio, ha cometido el error de detenerse a mirar, y ha sabido admitir haber encontrado un ser humano. Con sus defectos. Con sus debilidades. Pero personificar al enemigo hace más difícil la obra sutil y devota de odiarlo.

 

André dice que se parecen. Se lo ha repetido de nuevo. Y ella, sorprendida, adolorida, herida, siente algo minúsculo calentarle un poco el corazón. Lo mira, osa buscar su mirada, e interrogarlo, las palabras que faltan, y que no encontrarían modo de salir, si no hubiese esta nueva pena, sorda, que le está enseñando, mientras la desgarra, a mostrar, al exterior, algo de sí.

"Es difícil explicar", la roza con aquella voz extraordinaria. "A veces, son particulares… una luz en una mirada, que he encontrado, de ti. Un modo de sonreír… como si algo, en el fondo, os uniese…"

Acaso es alguien, quien nos une, pensó ella. Acaso es alguien, quien nos hace similares.

Y Óscar, quien se pregunta cuántas cosas haya notado, André, siempre, sin que ella se diese cuenta de ello, se concede observarlo sólo por un instante, dejándole una luz de dolor en una ojeada brusca y embelesada, y cae en la cuenta que, si con aquella muchacha él está bien, ¿qué otra cosa puede decir? Qué sabe, ella, cómo es entre ellos, de cómo se encuentren. No puede saberlo, y ni siquiera quiere, pensándolo bien. Censura cada pensamiento sobre lo que hagan, juntos, -hasta esta es una de las otras cosas sobre las que prefiere cerrar los ojos y el corazón, y dejar que él viva, cómo es justo, su vida. Si lo consigue.

 

Es sólo esto, se dice. Sólo así puede acaso normalizar el tumulto de sentimientos que vive. Y buscar normalizar sus relaciones con él. Buscar pensar que, acaso, él es feliz. Acaso. No sabe si esperarlo o desesperarse. Si ser la amiga o la enamorada. La hermana o la compañera. Fallida.

Y hiela en las manos el propio corazón. Y la vida.

 

Es la primera vez que la ve asomarse por las ventanas de casa. Y le parece diferente, como más libre, de cuando la encuentra en el trabajo o después del trabajo. Será algo en los cabellos, que caen y los ve, desde abajo, o la luz en los ojos por la sorpresa que haya pasado por allí. No sabría decirlo. Pero es algo que le da calor.

Adivinar cómo es la casa en la que vive, lo que hace. Descubrir alguna otra cosa de ella. De los padres, de los que no habla voluntariamente.

Con todo, intuye, apenas tras su espalda, una mirada torva, malvada, negra, que lo escuadra con odio, curiosidad, malignidad. Pero ella brilla de tal forma que ilumina hasta eso. Y aquel particular discordante, desaparece pronto.

 

Fulminan las luces de lámparas que a cada corriente de aire titilan llamas de fuego. En la amplia sala, pero sofocante de cuerpos y tejidos. Y andamios, sonríe Óscar, para sí, sintiéndose privilegiada por los cómodos hábitos que se puede permitir vestir.

Extraño, poder sonreír con pesar. De aquella fiesta, lejana, en la que, envuelta en el terciopelo negro, sin andamios, sin embargo, nota con una punta de orgullo, había danzado, cohibida, con él. Hace un siglo, ahora. Y en otra vida. Y, para estar en tema con alteridad, ahora él parece vuelto hacia otra.

Siente un dolor sordo en el corazón. Junto a una inexplicable curiosidad. Por ella. Por esta vida maldita, que yerra los tiempos, siempre.

Y, así, se goza el privilegio de estarse allí, apoyada al muro, hombro a hombro con él. El calor que él comunica que la quema a través de la ropa. La voz aterciopelada de él, que le llega, como lejana, hermosa, y le parece que puede intuir, adivinar, en medio a los cacareos, a los frufrú, a la música.

 

Cada instante, ha aprendido a apreciar. A tratar de no estropearlo con lo que no puede ser.

Incluida la presencia de la otra. Descontando estar mal. Sentirse sola. Ni siquiera osar articular un pensamiento como "no me dejes", ahora está hecho…

Con todo está allí, que la sopesa, lejana, ella, lejana, la otra. A distancia. Ni siquiera de seguridad. Solo, a una vida de distancia. A un André de distancia.

Mientras él está allí, que respira, casi retenido, al lado de ella. Y sigue sus miradas, y acaricia sus trayectorias. Pero aquellas caricias, aquella dulzura, no son más para ella.

Adiós. Adiós, joven Grandier.

Mientras la suntuosa música, sin quererlo, y potente, en el ánimo, de aquel pequeño, inmenso, tímido compositor, le invade un ángulo del corazón. Como si pudiese ayudarla a olvidar un dolor que ahora es parte de ella.

Adiós, entonces. Está finito.

 

"¿Y porqué no debería querer?" El raro privilegio de poder aún hablar con él, como una época. Como acaso nunca más. Cuán bello es, esta noche, apoyado a la columna de mármol de la sala, los rebeldes cabellos que escapan de la cinta.

"Soy un sirviente…"

Lo cuadra. ¿Es posible que existan barreras también fuera de la nobleza? "¿A quién podría querer, mejor que tú?" Algo de aflicción en la voz. Y un pequeño dolor.

Él tiene una especie de sonrisa, lejana. Es una vieja historia, aquella.

Se da cuenta demasiado tarde de haber hablado demasiado, Óscar.

"¿No sería la única, te parece?" Observa él un poco triste.

Es casi un estremecimiento en el corazón. Se nubla. No sabe qué decir.

"André… yo…" te quiero… Pero no sabe decirlo. Ha pasado toda la vida escondiéndose de sí misma. No sabe hacer otra cosa.

Y así, mientras él la mira, intensamente, como a la espera, como esperando una última señal que no sea la enésima desilusión, le da la espalda, buscando algo más allá de los vidrios de la ventana.

 

La busca él, un poco después. Le ha llevado una copa de vino.

"Entonces, me la indicas", intenta una señal de reconciliación.

Se sobresalta, cuando André se inclina un poco hacia ella y, con complicidad, le explica, en voz baja, cerca al oído, dónde buscarla. Se sonroja, cuando siente la respiración de él, casi sobre la piel, tan cercano a la mejilla.

Trata de parecer indiferente.

"¿Es aquella?", le dice Óscar, en una seña. La ha encontrado.

"Sí...", dice él, tímido.

"Está bien, yo me encargo…" y le quita la copa de la mano.

"¿Pero qué haces?" Y la ve partir, con su paso más decidido, a jugar a hacer de acompañante en su lugar.

 

Está sorprendida, Christine, ante la petición del efébico ser, el rostro en parte escondido por los mechones rubios, alza la cabeza, curiosa, en una mirada felina. Y Óscar comprende.

Y también ella. Óscar

Óscar la toma entre sus brazos y bailan, bailan. Y luego se acerca a André, en compañía de ella. "Hela aquí" le apostrofa, casi divertida, haciéndole un guiño. Y se va.

 

Y así Christine se encuentra con André.

"Entonces es ella…"

"Sí", asienta él, una expresión indescifrable.

"Es tan bella…"

También tú, piensa él. Pero se queda en silencio.

"Mira, ahora habla con otra dama…" nota, sorprendida. "Qué refinada es…"

Está divertido, André. Probablemente Christine no sabe de quien se trata. Sonríe para sí.

 

Y la dama se aproxima, en un frufrú de seda, con una Óscar con la expresión de estar vagamente alarmada por lo que vendrá.

"Helo aquí, vuestro André", apostrofa la mal llegada, "que esta noche traiciona a su bella Óscar". Y se desplaza impertinente ante los dos. Óscar morada, semiescondida detrás de la cascada de plumas y volantes, trata de no notar cuánto la voz bromista haya recalcado sobre los posesivos. Sobre el traidor. Sobre lo bella. Y espera haber sido la única en haberlo notado.

"Pero no, no… no es así…" interviene.

"¿Qué no os traiciona?" Se empeña la dama enmascarada.

"O en qué no es vuestro. ¿O vos suya?" Impertérrita.

"Pero… pero os ruego…"

"Vamos, amiga mía…" le extiende la mano, "ahoguemos en el baile nuestras desilusiones…" Y se eclipsa.

 

"Oooops… ehm…"

Christine frunce las cejas, más perpleja que otra cosa. "Pero, ¿quién era?"

Él la mira, colorado y pasmado. "¿No la has reconocido?"

 

Un ENORME –ellas saben porqué- gracias a las Prof. Reader: Alessandra, Sydreana, Elisa, y, en particular, por la paciencia y la disponibilidad demostrada en los últimos dos meses, a Asunta y a Luana. Gracias de corazón.

 

Laura, 2002, otoño 2005-enero-, marzo 2006, publicación en Little Corner noviembre 2010.

 

Continúa.

 

Mail to: laura_chan55@hotmail.com

 

 

Traducción del italiano al español: Shophy shophy@ec-red.com

Lima, domingo 15 de junio, 2008.

 


 


[1] NdTr. Embutido hecho con carne de cerdo triturada y secada con sal, mezclada con aceite y pimienta. Dependiendo de la variedad, puede incluir especias aromáticas.

[2] NdTr. Las diosas juezas Furias, las encargadas de castigar a los asesinos con la mirada, pero que se volvían benévolas cuando se las llamaba por su verdadero nombre, Euménides. Orestes es perseguido por ellas tras asesinar a su madre y al amante de esta en el ciclo de la Orestíada de Esquilo (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides). Actualmente se usa como epónimo de una persona de carácter áspero. Ver: Enfado

[3] Una pequeña referencia a uno de los capítulos de "Lady Oscar" publicados en Corriere dei Piccoli, donde André se daba de garrotazos contra salames y ollas de la cocinera durante una feria… o_o